Manuel Chaves Nogales
El hotel Savoy, de Moscú, es uno de los pocos baluartes del capitalismo que quedan en la Rusia soviética. De buena gana los soviets lo hubiesen hecho desaparecer; pero lo necesitan. Es una de sus concesiones al capitalismo.
Diariamente pasan por Moscú unas docenas de extranjeros no comunistas con los que es preciso pactar y a los que hay que alojar a la manera burguesa. Son, por lo general, representantes diplomáticos, agentes del capitalismo alemán o norteamericano, periodistas de empresas burguesas, ingenieros, arquitectos, gente de la que los soviets necesitan. Para ellos únicamente está abierto este hotel Savoy, exactamente igual a todos los grandes hoteles del mundo, salvo en el precio. El comunismo consiente que se viva burguesamente; pero lo cobra caro.
Diez, quince o veinte rublos diarios dan derecho en Moscú a tener una cama de bronce, unas ostentosas cornucopias, unos sillones de raso, unos cuadros de estilo francés con grandes marcos dorados, un bolchevique que le pone a uno el abrigo ceremoniosamente y un camarero que le enciende obsequiosamente el cigarrillo.
Esto, sin embargo, no da pretexto para creer que la vida comunista tiene ninguna contaminación burguesa. Yo he llevado al hotel Savoy a comunistas de Moscú que al descubrir aquel ambiente burgués en la sede del comunismo se maravillaban como si súbitamente hubiesen sido transportados a otra época.
El sentido comunista de la vida cotidiana es la mayor conquista de la revolución. El ciudadano de Moscú vive de su grado o por fuerza en un régimen distinto al del ciudadano de cualquier otra parte.
Lo primero que se advierte es que ha sido suprimida toda superfluidad. La gente tiene necesidad de comer, dormir y reunirse, y a estas necesidades se atiende; pero sucintamente.
Yo tengo la impresión de que hoy no hay nadie que se quede sin comer en Moscú. La alimentación es barata. Más barata que en ninguna parte del mundo. El kilo de pan cuesta diez copecs –unos treinta céntimos- y la carne es tan abundante que se considera un lujo no comerla. El tipo medio de restaurante tiene un precio de ochenta copecs a un rublo por comida. Teniendo en cuenta no sólo el cambio, sino el valor adquisitivo de la moneda rusa, vienen a ser unas dos pesetas.
Esto, claro es, para el que no es comunista ni obrero. El obrero tiene su restaurante cooperativo en la misma fábrica donde trabaja, y come por una cantidad equivalente a una peseta. Téngase en cuenta que en Rusia sólo se hace una comida fuerte al día y que el obrero industrial gana un jornal que puede evaluarse en unas doscientas cincuenta pesetas mensuales. La acción de la Narpit –empresa del estado para el abaratamiento de la alimentación de la clase trabajadora- ha sido eficacísima, aunque costosa para el erario público. El obrero come bien y come barato.
En cuanto a la vivienda, la tiene asegurada por el solo hecho de ser trabajador, a un precio irrisorio. En Moscú existe un pavoroso problema de la habitación; pero no para los trabajadores, de cuyo alojamiento cuida el estado.
Pero esto es sólo en cuanto se refiere a las actividades primordiales, comer, dormir y transporte. Pese a todas las doctrinas comunistas, la vida tiene unas necesidades que pudiéramos llamar de estimación personal, a las que el estado no puede atender. Y en este aspecto, la vida es fabulosamente cara en Moscú.
Todo lo que el obrero ahorra de su jornal en las necesidades primordiales lo gasta en procurarse un pequeño bienestar, que desde luego no tiene punto de comparación con el que puede conseguir un obrero de un país capitalista.
Vestir, simplemente vestir, como sea, es ruinoso para la economía de estas gentes. Yo creo que la impresión desastrosa que mucha gente ha sacado de Rusia se debe a que es un pueblo de gente mal vestida.
Pero, además de esto, la vida del hombre civilizado exige una porción de pequeñas cosas sin importancia, de bagatelas, de naderías, que es imposible suprimir, aun teniendo el más puro sentido comunista de la existencia. Y todo esto no podrá tenerse en Rusia mucho tiempo.
Esta falta absoluta de superfluidad es lo que da ese aire dramático a la vida en el régimen comunista. Yo he visto el esfuerzo económico que para una pareja de jóvenes trabajadores representaba la adquisición de un pedazo de tela decorativa con que dar un poco de gracia a la sordidez de la estrecha habitación en que habían hecho su nido.
Uno mira estas cosas fatalmente, desde el punto de vista burgués. Hay que admitir que el puro sentido comunista de la existencia puede suprimir todo eso, sustituirlo con unas satisfacciones espirituales más puras, más humanas; pero de momento yo consigno que he encontrado gente que se consideraba infeliz por esta implacable determinación de lo necesario que hace el comunismo. Y esta gente no tenía ningún prejuicio burgués. Eran comunistas auténticos.
11/9/1928
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