Investigación

Las grandes fortunas durante la Segunda República

Miguel Artola Blanco

Durante la mayor parte de la historia contemporánea, la creación de un impuesto sobre la renta fue vista como un objetivo central para obtener una mayor justicia social y modernizar la Hacienda pública. Tras barajarse diversos proyectos que nunca llegaron a ser aprobados, finalmente en 1932 la Segunda República estableció un impuesto de este tipo que se aplicó a aquellos que gozaban de más de 100.000 pesetas de ingresos, es decir, 70 veces la renta per cápita en aquel momento.

Como fuente histórica, la Contribución general sobre la Renta tiene el indudable valor de haber reunido miles de declaraciones de contribuyentes, de forma que el historiador puede conocer la composición de sus patrimonios, quiénes eran los mayores terratenientes del país o cuánto cobraban los consejeros de las grandes empresas. La lista de mayores contribuyentes que he elaborado tras consultar los expedientes de Madrid reúne nombres muy conocidos en la época, pero también a personas que hacían gala de una extraordinaria discreción. Entre los primeros se encontraba Juan March (el hombre más rico del país), los tres hermanos Urquijo (banqueros), el conde de Romanones o el vizconde de Eza (ministros durante la Restauración) y las familias más prestigiosas de la vieja aristocracia, como el duque de Medinaceli, el conde de Torre Arias o el duque de Peñaranda. A cambio, el lector posiblemente desconozca a Margarita Roxas, viuda de uno de los mayores comerciantes de Filipinas, o a José Sáinz Hernando, que dirigía un banco familiar especializado en el envío de remesas y en las operaciones bursátiles.

20 mayores contribuyentes

La economía de los grandes contribuyentes dependía fundamentalmente de las rentas que provenían de su patrimonio en propiedades urbanas, tierras y capital. Las viviendas eran la forma en que tradicionalmente habían dispuesto su fortuna las familias acaudaladas, pues ofrecían una rentabilidad óptima del cuatro o cinco por ciento, su gestión era bastante sencilla y además constituían una fuerte salvaguarda frente a la inflación. Así, algunos grandes rentistas como el conde de Romanones o Victoriana Villachica poseían veinte o treinta inmuebles en la capital, creando un vivo contraste entre este pequeño grupo de caseros que controlaban el mercado inmobiliario de la ciudad y la inmensa mayoría de familias trabajadoras y de clase media que vivían en casas de alquiler.

El patrimonio en activos financieros de diverso tipo (acciones, deuda pública, cédulas hipotecarias, etc.) era también un rasgo compartido entre las clases altas de Madrid. Sin embargo no todas invertían por igual, pues muchas se contentaban con reunir una cartera de valores seguros para poder vivir como rentistas con la tranquilidad de cobrar los dividendos. En cambio, otras llegaron a acumular una parte importante del accionariado de una empresa y en consecuencia asumían un papel dirigente en la marcha de los negocios. Además de los Urquijo, los March y los Sainz, Madrid reunía a otros banqueros de diverso perfil como el conde de Gamazo, el marqués de Aledo, Adolfo García-Calamarte o Gerardo López-Quesada, pero también a industriales como José Luis de Oriol, Honorio Riesgo o Serafín Romeu, accionista y director del Consorcio Nacional Almadrabero.

Las fincas rústicas ocupaban en cambio una posición fluctuante en los grandes patrimonios de las élites urbanas. Aunque todavía en 1930 la tierra constituía uno de los activos fundamentales de la riqueza nacional, la inmensa mayoría de contribuyentes de Madrid no poseían bienes en el campo o a lo sumo tenían una o dos fincas de recreo en las cercanías de la capital. El grueso de las fortunas agrarias estaba por tanto en manos de media docena de familias nobles (Stuart, Fernández de Córdoba, Pérez de Guzmán, Messía, Falcó y Álvarez de Toledo) que continuaban el linaje de las casas aristocráticas más antiguas (duques de Alba, Medinaceli, Torre Arias, etc.). De esta forma, la aristocracia terrateniente constituía la quintaesencia de un grupo conservador, cerrado y endogámico, cuyo prestigio estaba muy vinculado al entorno de la Corte. Precisamente debido a estas connotaciones no resultó muy difícil para los políticos republicanos defender que, como parte de la reforma agraria, la grandeza de España fuera expropiada de sus fincas rústicas sin percibir indemnización alguna.

Contando con unos patrimonios tan amplios, las familias que formaban las clases altas de Madrid no se veían en la necesidad de trabajar, por lo que la mayoría desdeñaron desarrollar carreras profesionales como abogados, médicos y arquitectos. Las únicas excepciones reseñables se producían en las grandes empresas, debido a que muchos accionistas actuaban como consejeros, y en la Bolsa de Madrid, dado que el oficio de Agente de Cambio era muy codiciado por la extraordinaria remuneración que ofrecía. Pero más allá de estas excepciones, la elegante ociosidad era todavía un valor muy apreciado entre las élites.

 

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