Comentario

La mala imagen de los Estados Unidos en España

Julio Ponce Alberca*

Las imágenes mentales que construyen un imaginario sobre el otro (en este caso los Estados Unidos) son una amalgama que evoluciona lentamente en el tiempo. Los estereotipos se fraguan con relativa rapidez en su simplismo, tardan tiempo en matizarse y en muchas ocasiones consiguen sobrevivir parcialmente transformados, una vez que han caído en el descrédito como imagen global. Tras dos siglos de relaciones entre los dos países, ¿cómo hemos y seguimos percibiendo a los Estados Unidos?

Las primeras percepciones surgieron al calor de la guerra de independencia americana en la cual España participó arrastrada por Francia, sempiterna enemiga de Gran Bretaña. El conocido informe del conde de Aranda a Carlos III (1783) advirtió los problemas que acarrearía aquella independencia como ejemplo contraproducente para las colonias españolas en América. Además, la nueva república serviría de poderoso imán para la inmigración convirtiendo a aquella república en una potencia formidable que no haría otra cosa que apoderarse del continente: La libertad de conciencia, la facilidad de establecer una población nueva en terrenos inmensos, así como las ventajas de un gobierno naciente, les atraerá agricultores y artesanos de todas las naciones; y dentro de pocos años veremos con verdadero dolor la existencia tiránica de este coloso de que voy hablando.

Cuarenta años más tarde, las afirmaciones de Aranda encontraron su refrendo en la declaración del presidente James Monroe. El aislamiento de los Estados Unidos respecto de los problemas europeos tenía un precio: la desaparición de las colonias europeas en América, especialmente las españolas y portuguesas (aunque nada se comentaba sobre los enclaves ingleses, franceses u holandeses). La declaración fue todo un revés para una debilitada España que asistió impotente a las sucesivas independencias de la mayor parte de sus territorios. La presión americana sobre las islas que aún quedaban en manos españolas (singularmente Cuba) llamó la atención de la opinión publicada. Hasta bien entrado el siglo XIX, las percepciones más nítidas sobre los Estados Unidos estaban restringidas a los círculos políticos y diplomáticos, pero poco a poco la opinión publicada comenzó a informar sobre la actuación oscura de aquella gran potencia contra los intereses de España. Así, El Balear se hacía eco en 1854 de las expediciones preparadas contra la isla por parte de “los piratas de la Unión”, unas gentes que con sus “correrías” y su “pillaje” para hacer fortunas estaban poniendo a prueba la “paciencia de los españoles peninsulares y de los españoles americanos”.

Aquellos calificativos no se perderían ya del léxico estereotipado contra los yankees, alcanzando un máximo durante la incorporación de los Estados Unidos a la guerra de Cuba (1898). Fue entonces cuando aparece un antiamericanismo de carácter ofensivo alimentado por los dibujantes que publicaban imágenes del Tío Sam como un conspicuo imperialista viejo y barbudo acompañado de un cerdito envuelto en la bandera estadounidense. Esa era la percepción compartida por muchos: un país de comerciantes corroído por ambiciosa ganancia de dinero, una heterogénea comunidad carente de la gallardía para el combate, un gobierno capaz de fingir ataques para justificar guerras y una nación ajena a las tradiciones y la cultura.

Naturalmente, el humillante retorno de nuestros maltrechos soldados matizó esas descalificaciones. La ofensa fácil cedió paso a otras formas reluctantes sobre aquel país del que, en todo caso, reconocían su grandeza a la vez que se avergonzaban íntimamente del atraso de España (una suerte de antiamericanismo resignado en palabras de Alessandro Seregni). Viajeros españoles volvieron a visitar aquel fascinante país para quedar deslumbrados con las ciudades de la costa este, particularmente Nueva York (López Valencia, Julio Camba, Moreno Villa). Una admiración, no obstante, siempre condicionada por la ironía o la crítica. Hubo excepciones: el libro Norteamérica desde dentro de Ramiro de Maeztu, fruto de sus estancias como profesor visitante en aquellas tierras. Y decimos cualificada por cuanto algunos habían mostrado un sorprendente proamericanismo, aunque bajo la candidez de quien ni siquiera había visitado los Estados Unidos (léase A la república de los Estados Unidos de América de Pi i Margall). Espejismos federalistas.

Lo americano se puso de moda en los felices años veinte a través de los productos que llegaban de allí, desde la pluma Parker hasta la máquina de escribir Remington o los coches Ford. El cine haría el resto para una población que comenzaba a conocer mucho de los Estados Unidos sin cruzar el Atlántico. Durante la Segunda República se percibió a la república americana como una especie de hermana mayor con la que se buscaban identidades formales. Pero durante la guerra civil y la posguerra los Estados Unidos dejaron claras las distancias entre concepciones de democracia. La firma de los pactos bilaterales de 1953 ratificó la templanza con la que el gobierno estadounidense se tomaba el asunto de las libertades en España.

La frustración de los vencidos fue proporcional a la alegría de los vencedores con respecto a los Estados Unidos, hasta el punto que el sentimiento antiamericano del conservadurismo español tuvo que ser enfundado. Quintaesencia de la imagen que tenía Franco de los Estados Unidos –según Aguirre de Cárcer- fueron sus cínicas palabras: “Nos hemos casado con la más rica”. El apoyo estadounidense hasta el último minuto de la dictadura franquista levantó imágenes muy negativas entre la oposición y, para establecer unas nuevas relaciones, la política americana no ahorró diplomacia durante la transición y la consolidación democrática. Siempre, eso sí, en pos de la suprema salvaguarda de los intereses estadounidenses: desde la elevación de los pactos al rango de tratado hasta la entrada en la OTAN. Desde entonces, una mezcla variable de admiración y rechazo, de fascinación y crítica, ha sido característica de todos los gobiernos de la democracia. La misma que refleja buena parte de la ciudadanía española al cuestionar el grado de democracia real de los Estados Unidos o su política exterior, mientras se enfunda unos vaqueros para ver una película americana, no sin antes silenciar su Iphone.

*Universidad de Sevilla

 

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