Michael Billig*
Tal vez sorprenda que dé comienzo a un libro sobre el nacionalismo hablando de la guerra del Golfo. El término «nacionalismo» nos invita a buscar ejemplos en otros lugares. Tanto en los escritos académicos como en los textos cotidianos, se asocia al nacionalismo con quienes luchan por crear Estados nuevos o con la política de la extrema derecha. Según el uso corriente, George Bush no es nacionalista, pero los separatistas de Quebec o de Bretaña sí lo son; también lo son los dirigentes de los partidos políticos de partidos de extrema derecha, como el Frente Nacional en Francia; y también lo son, además, los guerrilleros serbios, que matan por ampliar las fronteras de su patria. De un libro sobre el nacionalismo se espera que se ocupe de este tipo de personajes. Ese libro debe analizar las pasiones peligrosas y violentas que perfilan una psicología de emociones extraordinarias.
Sin embargo, este uso de la palabra «nacionalismo» tiene algo de erróneo. Parece localizar el nacionalismo siempre en la periferia. A los separatistas se les suele encontrar a menudo en las regiones más alejadas de los Estados. Los extremistas rondan por las márgenes de la vida política de las democracias consolidadas, con frecuencia tratando de fundar patrias nuevas, de actuar en unas condiciones en las que las estructuras vigentes del Estado se han desmoronado, por lo general a cierta distancia de los núcleos de Occidente. Desde la perspectiva de París, Londres o Washington, lugares como Moldavia, Bosnia o Ucrania se encuentran periféricamente situados en el borde de Europa. Todos estos factores se dan cita para hacer del nacionalismo no solo una fuerza meramente exótica, sino también periférica. En consecuencia, quienes viven en las naciones consolidadas —en el centro de los acontecimientos— se ven empujados a contemplar el nacionalismo como el patrimonio de otros, no de «nosotros».
Aquí es donde la concepción aceptada se vuelve errónea: pasa por alto el nacionalismo de los estados-nación de Occidente. En un mundo de estados-nación, el nacionalismo no puede quedar confinado a las periferias. Aun si se diera por válido, se podría objetar en todo caso que el nacionalismo solo parece golpear a los estados-nación consolidados en ocasiones especiales. Crisis como la guerra de las Malvinas o la del Golfo ponen el dedo en la llaga y desatan fervores viscerales: los síntomas son una retórica inflamada y un estallido de enseñas. Pero la irrupción se desvanece al poco tiempo, la fiebre baja, las banderas se pliegan y, entonces, todo vuelve a ser como siempre.
Si ese fuera el alcance del nacionalismo en las naciones consolidadas, cuando se desplazara hacia el centro desde la periferia solo llegaría como un estado de ánimo pasajero. Pero sucede algo más. Las crisis intermitentes dependen de los cimientos ideológicos existentes. En su discurso de la víspera de la batalla, Bush no se estaba inventando de la nada toda aquella lúgubre retórica: se estaba inspirando en imágenes y estereotipos ordinarios. Las banderas exhibidas por la población occidental durante la guerra del Golfo eran habituales, los estadounidenses no tuvieron que recordarse a sí mismos qué era aquel dibujo de barras y estrellas. El himno nacional, que subió a lo más alto de las listas de éxitos estadounidenses, había sido grabado en una final de fútbol americano. Todos los años, haya paz o haya guerra, se canta antes de ese partido.
Las crisis, en resumen, no crean los estados-nación en tanto que estados-nación. En los periodos intermedios, entre una crisis y otra, Estados Unidos de América, Francia o el Reino Unido y las demás naciones siguen existiendo. A diario se las presenta como naciones y a sus ciudadanos, como nacionales de esos países. Y esas naciones se reproducen a sí mismas en el seno de un mundo de naciones más amplio. Para que esa reproducción diaria se produzca podríamos formular la hipótesis de que también se debe reproducir todo un complejo de creencias, suposiciones, costumbres, representaciones y prácticas. Es más, todo ese complejo se debe reproducir de un modo banalmente mundanal, pues el mundo de las naciones es el mundo cotidiano, el territorio familiar de la época contemporánea.
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En el lenguaje político, las omisiones raras veces son inocentes. El caso del «nacionalismo» no constituye una excepción. Al quedar restringido semánticamente a escalas reducidas y coloridos exóticos, el «nacionalismo» acaba identificado como un problema: se produce «allí», en la periferia, no «aquí», en el centro. Los separatistas, los fascistas y las guerrillas son problemas del nacionalismo. No se nombran los hábitos ideológicos mediante los cuales «nuestras» naciones se reproducen como naciones y, por consiguiente, no se perciben. La bandera nacional izada a las puertas de un edificio público de Estados Unidos no llama la atención en especial. No pertenece a ninguna categoría sociológica especial. Como no tiene denominación, no se puede identificar como problema. Implícitamente, tampoco la reproducción diaria de Estados Unidos como nación constituye un problema.
Este libro insiste en ensanchar el término «nacionalismo» para que abarque los medios ideológicos mediante los cuales se reproducen los estados-nación. Extender indiscriminadamente el término «nacionalismo» induciría a confusión: como es natural, hay diferencia entre la bandera que enarbolan quienes practican la limpieza étnica en Serbia y la que ondea discretamente a las puertas de una oficina de correos de Estados Unidos; o entre la política del Frente Nacional y el apoyo que presta el líder de la oposición a la política del Gobierno británico en las Malvinas. Por esta razón, introducimos el término nacionalismo banal para referirnos a los hábitos ideológicos que permiten reproducirse a las naciones de Occidente. Sostenemos que estos hábitos no han sido eliminados de la vida cotidiana, como postulan algunos observadores. A diario, se señala a la nación en la vida de sus ciudadanos, se la «enarbola». Lejos de ser un estado de ánimo intermitente, en las naciones consolidadas el nacionalismo es una condición endémica.
Es preciso subrayar una cuestión: banal no significa que sea benigno. Algunos observadores han afirmado que el fenómeno del «nacionalismo» tiene «rostro de Jano», o que alberga una dualidad propia del Dr. Jekyll y Mr. Hyde (Bhabha, 1990; Forbes, 1986; Freeman, 1992; Giddens, 1985; Smith, M., 1982; Tehranian, 1993). Según esta opinión, se tiende a calificar positivamente a algunas formas de nacionalismo, sobre todo los movimientos de liberación nacional frente al colonialismo, mientras que otros, como los movimientos fascistas, pertenecerían a su lado más oscuro. Sería un error suponer que el «nacionalismo banal» es «benigno» porque parece contener un aura de normalidad tranquilizadora, o porque parece carecer de las pasiones violentas de la extrema derecha. Como señaló Hannah Arendt (1963), banalidad no es sinónimo de inocuidad. En el caso de los estados-nación occidentales, el nacionalismo banal difícilmente puede ser inocente: reproduce instituciones que poseen arsenales de armamento inmensos. Como demostraron las guerras del Golfo y de las Malvinas, se pueden movilizar fuerzas sin necesidad de realizar prolongadas campañas de preparación política. El armamento está cargado, listo para su uso en la batalla. Y las poblaciones nacionales también parecen estar cargadas, listas para apoyar la utilización del armamento.
*Fragmento de la introducción
http://www.capitanswinglibros.com/catalogo.php/nacionalismo-banal
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