Indro Montanelli
Al llegar a Budapest ayer a primera hora de la tarde, vi algo que jamás
creí que fuera a ver: los tanques rusos han abandonado la ciudad, seguidos
de cerca por motocicletas cargadas de patriotas apuntándoles
con las metralletas bajo el brazo. Si los tanques tuvieran cabeza, la habrían
llevado gacha; si tuvieran cola, la habrían llevado entre las piernas.
Tenían, en cambio, cañones con los cuales habrían podido hacer
añicos las motocicletas y media ciudad, pero los llevaban cerrados con
una tapa. Marchaban al trote corto, dando saltitos sobre los adoquines,
rodeados por una población que ni siquiera se mostraba hostil, sino
indiferente, como si no hubiera hecho la revolución justamente para
eso: para expulsarlos.
Hoy, el mando soviético ha tomado el aeropuerto y los aparatos no
pueden aterrizar ni despegar. La pista está reservada en exclusiva para
que los suyos puedan cargar el equipo y llevárselo a su país. O al menos
eso es lo que dicen los más optimistas.
Mi colega Corradi, que ha llegado a Budapest unas horas antes que
yo, a tiempo de correr los últimos riesgos debido al bloqueo ruso, ya
ha descrito el aspecto de la ciudad. Pero en pocas horas el bloqueo se ha
disuelto, el peligro —al menos por el momento— ha terminado, y yo
he llegado tras un viaje de cinco horas en automóvil de lo más apacible,
cruzando un país en plena celebración. Los únicos rusos a los que he
visto son los que ya he mencionado, con la espalda vuelta a Occidente.
Al llegar a nuestra legación, he oído, es cierto, algunos disparos. Pero
no eran combates. Era la liquidación de algunos grupos aislados o de
agentes de la avo, la odiada policía política, a medida que los patriotas
los iban identificando. En József Körút había uno colgado de un árbol
con un letrero en el pecho. Una señora llamada László y que habla muy
bien italiano porque vivió en Roma y fue partisana nos tradujo al consejero
de nuestra legación, Antici, y a mí lo que ponía. Se trataba de
un verdugo que había matado a veintinueve personas y que después,
temiendo que algún miembro de su familia lo denunciase, había degollado
a su mujer, a la suegra y a sus tres hijos.
Frente a ese macabro trofeo, en uno de los parterres que bordea la
calle, unas mujeres arrodilladas encendían velas de cera entre las ramas
de un arbusto en flor. Acababan de enterrar a un patriota caído. Anoche,
vigilia de Difuntos, podían verse en Budapest miles de esas tumbas
con velas encendidas cavadas en plena ciudad. Parecía una inmensa
procesión con antorchas.
Pero volvamos a lo que decíamos, es decir, a la retirada rusa. Se retiran,
pero ¿adónde? No lo sabemos. Sabemos tan solo que todo el país
se halla en manos de los patriotas. Son ellos quienes dan el visto bueno
en la frontera. Son ellos quienes vigilan las calles, las plazas, los ministerios,
las oficinas, la radio, los periódicos, el telégrafo, las cárceles. Los
cuarteles no, pues están casi vacíos. La Honvéd, tras haber alimentado
la revuelta con armas y muchos de sus hombres, se ha disuelto para ceder
sus cuadros a la Guardia Nacional, es decir, la milicia que aglutina
a todo el pueblo en armas.
Teóricamente, si hoy Rusia quisiera recuperar sus posiciones en
Hungría, debería declararle la guerra: una guerra que ya no enfrentaría
a la policía con la ciudadanía como hasta ahora, sino a un ejército
contra otro. Y después, poner bajo vigilancia al país entero y mantener
esas posiciones de forma directa, sin que nadie, ni siquiera los propios
comunistas, se preste a ser su «títere».
En un plano hipotético, Hungría podría convertirse a partir de hoy
en una «colonia» de la Unión Soviética, pero nunca más volverá a ser
un «satélite», al menos no en el sentido que hasta ahora se le ha dado
a esta palabra.
El artífice del gran fracaso soviético es Nagy, y seguramente lo seguirá
siendo. Los sentimientos de la población con respecto a él se hallan
resumidos en los carteles que los patriotas de Komárom nos cargaron
en el coche cuando pasamos por ahí, para que nos los llevásemos y los
repartiéramos en Budapest. Decían así: «Nosotros, estudiantes, obreros
y campesinos, siempre hemos tenido fe en Nagy. Dicha fe disminuyó
al creer que había sido él quien había llamado a los tanques soviéticos
para que sofocaran la revolución. Ahora sabemos que no fue él, a quien
habían instalado por la fuerza en el poder y obligaban a actuar y a hablar
con una pistola apuntada en la nuca. Le devolvemos, pues, nuestra confianza.
Pero esto no es un cheque en blanco. Imre Nagy debe saber que
lo estaremos vigilando. Debe expulsar del Gobierno sin dilación a la
mugre que aún lo contamina, ordenar a los rusos que abandonen el país
de inmediato y convocar elecciones secretas bajo la supervisión de una
comisión internacional. En la medida en que cumpla con este deber,
nosotros lo apoyaremos. De lo contrario, lo barreremos de en medio».
Me cuentan que Nagy, al leer ese cartel, comentó: «Soy prisionero
de profesión. Primero de unos, y ahora de los otros». Y en el fondo es
verdad. Aunque creo que prefiere a los «otros».
El motivo por el que Nagy, que anteayer parecía amortizado, permanece
en el poder es el siguiente: es el único hombre que puede tratar
con los rusos, con quienes, para bien o para mal, habrá que tratar. Así
lo reconocieron el lunes por la tarde, en el transcurso de una asamblea,
los líderes de los distintos comités insurreccionales, congregados en
Budapest. La reunión, por lo visto, empezó con muy mal pie porque no
se encontraba un punto de acuerdo. Después, poco a poco, las diferencias
fueron limándose y hasta se consiguió elegir a un líder que de ahora
en adelante será el portavoz autorizado de la revolución: un tal Dudás,
de quien nadie sabe nada. En un primer momento, parece, se decidió
confiarle el poder enseguida, pero fue el propio Dudás quien rechazó
el ofrecimiento, alegando lo difícil que sería que los rusos aceptaran
como interlocutor a la persona que los había expulsado. Dijo que era
mejor reiterar la confianza en Nagy, pues, aunque herético, pertenece
a la familia marxista, y más aún: que había que nombrarlo ministro de
Exteriores. Y al final hizo prevalecer su tesis.
De aquí nació la necesidad de rehabilitar a Nagy a los ojos de la población,
después de la campaña de prensa desatada contra él acusándolo
de haber solicitado la intervención rusa. Hoy, Hungría entera está
convencida de que efectivamente tenía una pistola secreta apuntándole
a la nuca mientras pronunciaba sus desesperados llamamientos
a la pacificación. Se dice que ni siquiera se encontraba en la sede del
Parlamento, residencia oficial del jefe del Gobierno, sino que lo habían
encerrado en un búnker en los sótanos del edificio de la radio.
Las cosas, por lo que me consta, no fueron así. Nagy permaneció
en todo momento en la sede del Parlamento. No obstante, aunque no
ha sido prisionero en el sentido material ni le han puesto una pistola
en la nuca, sí lo ha sido, en sentido virtual, de los secuaces de Gerő,
verdadero responsable del estallido revolucionario y de las masacres
posteriores. En cualquier caso, es cierto que no fue él quien llamó a los
tanques soviéticos, que es lo importante. Pero a la fantasía del pueblo
no le basta con eso. Para impresionarlo y hacerle aceptar a un personaje
tan indigesto, es necesaria esa imagen que lo presenta melodramáticamente
atado a una silla mientras pronuncia sus discursos con el cañón
de una metralleta en la sien.
Además de este motivo de política exterior, había también un motivo
de política interior que aconsejaba la elección de Nagy como sucesor
de Nagy, o que por lo menos la ha posibilitado: el hecho de que,
desde un punto de vista electoral, ya no da miedo a nadie. Dudás ha
pedido en nombre de la revolución que una comisión internacional
supervise las próximas elecciones.
Pero se trata de una precaución superflua, visto que dichas elecciones
se celebrarán bajo la vigilancia de la Guardia Nacional. Y de todas
las previsiones que cabe aventurar acerca del resultado, una es segura:
que el partido comunista, del que Nagy es ahora el único heredero, no
superará en ningún caso el cinco por ciento de los votos (hay quien
dice que podrá darse por satisfecho con un tres o un dos). El propio
Nagy, tras haber anunciado ayer que todos los partidos disfrutarán de
los mismos derechos, le dijo a Lukács: «Y con esto hemos cavado nuestra
propia tumba. Porque aquí, en Hungría, el partido comunista o es
el único o está muerto».
Él será, pues, tras las elecciones, el jefe de un pequeño grupo al que
los partidos mayoritarios tal vez invitarán a colaborar por motivos exclusivamente
de oportunidad política. El poder no volverá jamás a sus
manos. Dentro de esta desmovilización del sistema soviético en Europa
Oriental, Hungría se ha convertido, con respecto a Yugoslavia y a la
propia Polonia, en una especie de «tránsfuga» que debe de inquietar
mucho a Gomułka y consternar a Tito. El país se ha salido de la constelación
moscovita por la fuerza, sin medias tintas.
Lo máximo que los rusos podrán obtener de él es la neutralidad, en
la línea de Austria. En esto la mayoría de los húngaros está de acuerdo,
y los principales partidos —el de los «pequeños propietarios», el de los
campesinos y el socialdemócrata— lo incluyen en su programa y reclaman
unánimemente la revocación del Pacto de Varsovia.
Es posible que Moscú se oponga a esta reivindicación. Es posible que
intente utilizar de nuevo la fuerza. Es posible que logre ocupar algún
distrito. Sin embargo, en lo tocante a costumbres políticas y de vida, a
estructura económica y social, a cultura y orientación de ideas, Rusia
no tiene ya nada que decir en este país, y ello se echa de ver en el fervor
con que Hungría ha abierto los brazos a todo lo occidental.
Nada más entrar en Hungría, tuve la impresión de haberla liberado
yo, tal era el entusiasmo que mi pasaporte y mi automóvil italiano
despertaban allá por donde pasábamos. Nunca había repartido tantos
besos, besos de verdad, nunca en la vida. Llegué a Budapest con el sombrero
acribillado de astillas de los banderines que me habían puesto
encima y con los que debía de parecer la caricatura de un piel roja. Un
joven me besó la mano como si fuera un monseñor y rompió a llorar.
Faltó poco para que rompiera a llorar yo también. Mannavola, mi chófer,
se encontró en un momento dado con tres niños en los brazos, sin
saber qué hacer con ellos.
Corriere della Sera, 1 de noviembre de 1956
http://www.gallonero.es/la-sublime-locura-de-la-revolucion/
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