Artículo histórico

Yo acuso a March

Azorín

Ocho son los cargos que—después de un año de intenso estudio, de incesantes y afanosos trabajos, que recuerdan los que fueron necesarios para el establecimiento del sistema métrico decimal o la apertura del canal de Suez—; ocho son los cargos que se han formulado contra D. Juan March. El quinto de esos cargos es ajeno a la cuestión que se debate, puesto que atañe a hechos anteriores a la Dictadura y, por lo tanto, fuera de la jurisdicción de los jueces. El sexto se relaciona con el anterior. En el séptimo se habla de un trámite o gestión perfectamente lícita. El octavo se refiere a una simple presunción ajena al nexo del asunto. Quedan en pie los cuatro primeros cargos; cuatro cargos en que, sustantivamente, se plantea la cuestión que se va a dirimir. Nos figuramos que nosotros mismos somos los acusadores de don Juan March; novelista, autor de obras imaginativas, queremos en estos momentos metamorfoseamos en el dicho acusador. Lo que nos toca probar es un delito de cohecho. Como si estuviéramos manipulando en un laboratorio, manejaremos los elementos que tengamos a nuestra disposición con todo cuidado y con la más exquisita limpieza.

Establezcamos, ante todo, el concepto de cohecho. El Diccionario de la Academia dice que cohecho es la «acción o efecto de cohechar o dejarse cohechar», y en el verbo cohechar encontramos: «Sobornar, corromper con dádivas al juez, persona que intervenga en el Juicio o a cualquier funcionario público para que, contra justicia o derecho, haga o deje de hacer lo que se le pide.» Notemos en la citada definición el inciso -esencial- de que ha de ser lo que se realice o deje de realizarse contra justicia o derecho; es decir, un desafuero o una iniquidad. En los cuatro primeros cargos se halla todo el nexo del asunto. Esos cuatro cargos nos plantean dos problemas: uno de tiempo y otro de psicología.  Apasionados como somos de la Historia y avezados al arte de la novela -la novela y la Historia son cosas en que el tiempo y la  psicología juegan papeles esenciales—, nos encontramos, al abordar tales problemas, en  nuestro propio ambiente.

Los elementos de que disponemos para nuestras manipulaciones -hablamos en términos de laboratorio- son unas cartas y una cuartilla. Las cartas son, unas, de D. Miguel Primo de Rivera, presidente del Consejo de ministros, y otras de D. Juan March. La cuartilla está escrita a máquina; no va firmada; no tiene pergeño de autenticidad. En cuanto a las cartas, por los fragmentos que se nos ofrecen, al leerlas exiperimentamos una ligera sorpresa. No son cartas de carácter íntimo, efusivo, como pudieran ser escritas de un cohechador para un cohechado, o viceversa, o sea a la manera de dos personas de viva y cordial intimidad que hablan en el secreto de un acto reprobado que no ha de trascender al público jamás. Son cartas frías y protocolarias, por las que no barruntamos la culpabilidad que vamos a acumular sobre cierto acto. Y en cuanto a este extremo de cohecho por cartas, ya diremos más tarde algo que nos parece esencial. Ahora procederemos a ordenar los materiales y a sacar de ellos todo el partido que podamos. Importa, ante todo, importa mucho ordenar los materiales en cuanto al tiempo, muy escrupulosamente, y conocer con exactitud cuál es la psicología del cohechado. Según pongamos los documentos, de un modo o de otro, así variarán el volumen, la gestación y la estima del hecho. Y según sea la persona del cohechado, así también podremos deducir -aunque poniendo mucho tiento en cosa tan delicada- la posibilidad psicológica del hecho que se va a examinar. Dos hechos separados por un ancho claro de tiempo no nos dicen lo mismo que si desde el presente los vemos en el pretérito juntos. Separados por un ancho lapso, la dificultad de ver en uno la génesis del otro será mayor que si inmediatamente después de uno aparece el otro. No lo olvidemos. Lectores de la Historia, sabemos cuánta importancia tiene lo que podemos llamar los intersticios de los hechos. En alguna de las cartas del presidente del Consejo se habla de la mala situación de un periódico: «La Correspondencia Militar». Don Juan March se muestra propicio a acudir en auxilio del periódico. El 29 de enero de 1926, en carta a Primo de Rivera, March ofrece conceder a «La Correspondencia» su cooperación. La  cooperación se concretó después en un anticipo -no donativo- de cien mil pesetas.

En carta de 28 de abril del mismo 1926 le dice March a Primo de Rivera que está a su  disposición para darle todos los esclarecimientos relativos a una concesión de tabacos. Aquella carta es anterior en tres meses a ésta, y, sin embargo, se la coloca después. Este es el paracronismo a que aludíamos en el artículo anterior. Y tal es el uso que de los intersticios de los hechos -estrechamente ligados a su gestación- podemos hacer. Entre el hecho de la primera carta y el hecho de la segunda han trascurrido nada menos que tres meses. ¡Tres meses! ¡Cuánto tiempo en una vida tan agitada, tan llena de asuntos, de afanes y de preocupaciones como la de Primo de Rivera! En una vida así, en el tumultuoso correr de las cosas, en plena Dictadura, cuando cada día aportaba su conflicto, ¿cómo ver íntima relación entre lo que ha ocurrido en enero con lo acaecido en abril? ¿Cómo ver relación, cuando uno de los hechos expresados no ofrece base para establecer una sospecha de génesis? Ese hecho es el del auxilio a «La Correspondencia». No era «La Correspondencia Militar» un gran periódico, un periódico de opinión general, sino de opinión restricta, limitada a un sector de la sociedad.  Su circulación, por lo tanto, era escasa. Se puede decir que sólo tenía interés especial. El periódico se desenvolvía mal. Le hablaron al presidente del Consejo; escuchó el presidente las instancias que se le hacían. Lo imaginamos dudando un instante; piensa a quién acudirá, y al cabo de un momento dice: «Le escribiré a March.» Y el torbellino de las cosas, en ese período agitado, convulso, tumultuoso de la Dictadura, llevó en seguida su pensamiento hacia otro lado.

Para D. Juan March cien mil pesetas no eran una montaña. Para un cohecho, cohecho del presidente del Consejo, esas cien mil pesetas eran como diez céntimos. ¿Quién soborna a un dictador todopoderoso con diez céntimos? El anticipo a «La Correspondencia» se dio a mediados de 1926. La concesión del monopolio fué otorgada el 2 de agosto de 1927. La concesión la ha hecho el Consejo de ministros. Se ha deliberado sobre el caso y cada ministro ha expuesto, si lo ha estimado conveniente, su criterio. Se ha aprobado la concesión, y es todo el Consejo el que toma sobre si la responsabilidad, si la hubiere. Y es el presidente del Consejo el que, ante la opinión, si fuera éste el caso, habría de justificar la resolución tomada por el Gobierno y habría de demostrar, si llegara el momento, la justicia y el perfecto derecho con que la concesión se ha otorgado. El Consejo de ministros deliberó; contaba con los informes favorables de diversas entidades técnicas. Tenía el informe favorable del Consejo de Estado. Y el de la Dirección General del Timbre. Y el de la Dirección General de Aduanas. Y el de la Dirección General de Carabineros. Y el de la Dirección General de Marruecos. Había que evitar un ruinoso contrabando. Y para beneficio del Estado y evitación de ese contrabando había que ir a la unificación de los monopolios. Y como D. Juan March tenía ya la concesión de la zona del Rif, a él, con asentimiento de las entidades técnicas, tenia que ir a parar la concesión. El Estado contaba, en efecto—en vez de las pérdidas inveteradas—, con un promedio de beneficios evaluado en 1.670.000 pesetas. ¡Qué enorme prevaricación y qué enorme cohecho! Pero hay aquí algo que nos llena de estupor. Y es que, al anularse la concesión de March, a causa de reputarse como un ruinoso cohecho -y concesión que producía ese promedio de un millón seiscientas setenta mil pesetas, en vez de las pérdidas anteriores-, se anuncia un concurso para la nueva concesión, y ese concurso se establece sobre un tipo de 1.500.000 pesetas. Don Juan March acudió al concurso anunciado; concurrió también una nueva entidad. March ofreció 1.750.000 pesetas. La nueva entidad ofreció 1.613.000. Y la concesión se entregó a la nueva entidad. ¡Nos vemos náufragos en el clásico mar de confusiones! La concesión a March, repetimos, se otorgó en 1927; el anticipo a «La Correspondencia» es de 1926. Y aquí nos encontramos con un nuevo intersticio de hechos. Un claro que deja a larga distancia dos hechos que parecen íntima y rigurosamente ligados. Por otra parte, como el periódico no prosperase, el Sr. March se apartó de él; no lo hubiera hecho -y hubiera continuado gastando, no por el periódico, sino por su interés- de haber existido un tácito convenio. Don Juan March ha dado dinero para un instituto médico y para una iglesia. No podemos, aún dilatando mucho el concepto, hablar de cohecho. No vemos entre el concepto y los hechos ligazón que implique lesión y violencia para la justicia. La aclaración al concepto de cohecho que prometimos antes la hacemos ahora. Todo el mundo sabe, lo saben aun los más inexpertos, que un asunto de cohecho no se tramita por carta. Por carta es que, cuando las recibe o escribe un dictador, es decir, un hombre siempre en posición peligrosa, que puede derrumbarse en cualquier momento, es lo más fácil que se pierdan en el naufragio y sean halladas por un acusador. Un hecho serio, auténtico de cohecho se tramita, no por cartas, ni aun en conversaciones de sus autores, sino por mediación de tercera persona, lo bastante discreta y lo bastante cauta para que el hecho permanezca secreto y no deje rastro. A todo el mundo se le alcanzará que, de ser el anticipo a «La Correspondencia», debió tramitarse de ese modo. ¡Cohecho en cartas protocolarias y de secretaría, que es como salir al balcón a gritárselo a los que pasan!

 

Por mucho que sutilicemos no podremos llegar al convencimiento de que la construcción de un sanatorio y de una iglesia implica materia delictiva. Ni podremos ver en el presidente del Consejo, que habla a un amigo acerca de la conveniencia de fomentar las investigaciones científicas o amparar al creyente, una incitación pecaminosa o delictiva. No nos acostumbramos, ante la lectura de las cartas y de la cuartilla anónima, a ver en D. Miguel Primo de Rivera y en D. Juan March dos depravados autores de cohecho. Y en este punto entra el problema de psicología a que aludimos en el comienzo. Solicitó Primo de Rivera auxilio para un periódico subalterno y no pensó más en eso. No podía; no tenía tiempo. El ímpetu de los sucesos le arrastraba. Si eso fuera un cohecho, la vida entera de un presidente del Consejo o de un ministro, sean los que sean, estaría tejida de cohechos. A D. Miguel Primo de Rivera se le ha combatido dura y virulentamente. Era el dictador un hombre de   exterioridades cordiales. Tenía un primero y súbito impulso, que lo lanzaba a hacer lo que los demás no se atrevían a hacer. Nada había en su carácter del reconcentramiento que produce los largos e inextinguibles odios. No sabía Primo de Rivera odiar larga e intensamente. El irritable ímpetu que lo dominaba en un momento dado se desvanecía, afortunadamente, al cabo de poco tiempo. El autor de estas líneas no pudo encargarse, como Primo de Rivera quería, de la dirección de su periódico. Y más tarde tuvo para la Dictadura ataques muy duros; en «La Prensa», de Buenos Aires, se publicaron artículos agresivos que el dictador conocía. Un día se anunció en un teatro el estreno de una obra traducida por mí. Se habían hecho muchos gastos. El director de Seguridad prohibió el estreno. No quedaba otro recurso que apelar al jefe del Gobierno. «Será inútil -pensaba yo- el ir a ver a Primo de Rivera. No me recibirá. Y si me recibe será con sumo desabrimiento. Allegaré fuerzas desde ahora para sobreponerme al frío desdén del jefe del Gobierno.» Y entré en el despacho del ministerio de la Guerra. Con el más vivo asombro vi que el presidente avanzaba hacia mí con los brazos tendidos. No se acordaba ya ni de mi negativa a ser director de «La Nación» ni de mis ataques en «La Prensa». Su acogida fué cordialísima. Cogió el teléfono; habló dos palabras con el director de Seguridad; colgó el aparato. «Ya está» -me dijo- . Y no hubo más. Tal era el marqués de Estella. Como a mí no me guardó rencor, e hizo generosamente lo que yo le pedía, no se lo guardó tampoco a March por negarse a seguir dando anticipos a un periódico. Si ahora, saliendo de los términos de la pura psicología, entráramos en los de la política, podríamos decir que caminamos rápidamente hacia la completa rehabilitación de D. Miguel Primo de Rivera. Pero de esto diremos algo al final. Muchos juicios duros se han formulado de Primo de Rivera; muchos improperios se han lanzado contra su persona. Pero ¿es que alguien ha podido acusarlo de concusionario, de siniestro buscador de dinero, de cometedor de desafueros por el dinero? Todo se ha podido decir, y eso no se ha podido decir. Vivió Primo de Rivera con un absoluto desdén hacia el dinero. Y si aceptó una casa, regalo de sus admiradores, fué, como él dijo, por no encontrarse al caer, al no ser nada, después de haberlo sido todo en su patria, en medio de la calle con sus familiares. ¿Cómo podemos tener ni siquiera la sombra de una sospecha, tratándose de un hombre así, que no ha tenido en su vida, no ya un acto definido, pero ni siquiera equivoco, relacionado con el dinero?

Al terminar este examen he de ponerle un colofón paradójico e inesperado. He de hacer el elogio, sincero elogio, de los miembros de la Comisión de Responsabilidades que han redactado los cargos contra D. Juan March. Y he de hacerlo porque el escrito de los cargos es de lo más endeble y fútil. Escrito que parece redactado por niños, y no por hombres expertos en la vida y conocedores del Derecho. De tal naturaleza son esos cargos -lo hemos dicho ya-, que aunque fueran aceptados  integramente por el acusado, en vez de haber sido rebatidos, no habría posibilidad de basar en ellos una acusación. Y yo, sin tener el gusto de conocer a los miembros de la Comisión de Responsabilidades, les supongo con más altura, con mayor consistencia, con más profundo conocimiento del Derecho y de los problemas de la vida social que lo que ese escrito supone.

Algo más tenemos que añadir, y esto ya sin paradoja. Y es que la Subcomisión creada para entender en los actos de la Dictadura no tiene ya razón de ser; ha dejado de tener sus motivos y su justificación. No puede, lógicamente, enjuiciar actos de la Dictadura. La Dictadura ha quedado total y absolutamente rehabilitada después de las singulares e inauditas manifestaciones de dos ministros: el de Trabajo y el de Justicia. Ha quedado rehabilitada doctrinalmente. En cuanto a la práctica, no sería difícil encontrar actos que se prestaran a una detenida meditación.

Luz, 11 de julio de 1933

 

 

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