Comentario

La Iglesia y la República: “Que Dios guarde la casa ” (II de III)

Julián Casanova

La “ilusión de masas” y esperanzas que acompañaron a la proclamación de la República en los grandes centros urbanos no se repitió en todos los lugares. Juan Crespo, entonces estudiante en un colegio religioso de Salamanca, le recordaba a Ronald Fraser que ese día el director del colegio les echó un sermón sobre la tragedia que se avecinaba: “Criticó la ingratitud de los españoles para con el rey, alabó el servicio que la monarquía había prestado al país, recordó el ejemplo de los Reyes Católicos, que habían unido a la nación. Al final casi lloraba, y nosotros también…”.[vi]

Con luto, rezos y pesimismo reaccionaron, efectivamente, la mayoría de católicos, clérigos y obispos ante esa República celebrada por el “pueblo” en las calles. Y era lógico que así lo hicieran. Como lógico era también que no se lanzaran a un enfrentamiento directo desde el primer instante. Entre otras cosas porque ya el 24 de abril el nuncio Federico Tedeschini recomendaba por escrito a los obispos españoles, de parte del Secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Eugenio Pacelli, futuro Pío XII, “que respeten los poderes constituidos y obedezcan a ellos para el mantenimiento del orden y para el bien común”.[vii]

El Vaticano era, por supuesto, mucho más prudente y diplomático que la jerarquía eclesiástica y los católicos españoles. “Soy absolutamente pesimista” le decía Isidro Gomá en ese escrito ya citado que le envió a Vidal i Barraquer al día siguiente de proclamarse la República: “No me cabe en la cabeza la monstruosidad cometida. No creo haya ejemplo en la historia, con ser tan copiosa en ejemplos. Que Dios guarde la casa, y paz sobre Israel”.

La “monstruosidad cometida” era sencillamente que el triunfo arrollador de las candidaturas republicanas en las grandes ciudades en unas elecciones municipales habían revelado que el rey, tal y como él mismo declaró en su célebre proclama “Al País”, no tenía ya “el amor” de su pueblo. Mientras que lo de guardar la casa, el orden, la propiedad, se convirtió en una auténtica obsesión para los católicos. Su principal órgano de expresión, El Debate,  pedía el mismo 12 de abril el voto para quienes respetasen “las grandes instituciones sobre las que descansa la sociedad presente: Iglesia, familia, propiedad”. Y el 17 de abril, el cardenal Pedro Segura, entonces arzobispo de Toledo, recomendaba a los “Hermanos en el Episcopado”, en una circular “confidencial y reservada”, esperar y “orar mucho”: “En las desgracias de familia se estrechan más los lazos que unen a los Hermanos, y esto creo que nos debe acontecer ahora a nosotros”.

Pese a la recomendación, no espero mucho, sin embargo, el entonces cabeza de la Iglesia española, cargo al que había accedido en 1927, en plena dictadura de Primo de Rivera, a los 47 años. Integrista y enemigo acérrimo del republicanismo, publicó el 1 de mayo una pastoral en la que hacía un caluroso elogio del destronado Alfonso XIII, “quien, a lo largo de su reinado, supo conservar la antigua tradición de fe y piedad de sus mayores”.

A partir de esa inoportuna salida de tono, pues no era eso lo que le habían aconsejado desde la Secretaría de Estado del Vaticano, el cardenal Segura mantuvo un forcejeo con las autoridades republicanas que acabó en conflicto abierto, con su expulsión de España y, meses después, presionado por la Vaticano, con su renuncia a la sede primada de Toledo.[viii]

Pero al margen del rocambolesco “affaire” Segura, fue la repentina explosión de ira anticlerical del 11 de mayo de 1931 la que marcó la actitud de muchos católicos. No tanto por la magnitud de los acontecimientos, muy localizados y en los que participó poca gente, como por la forma en que fueron recordados después, durante la República, la guerra civil y por los vencedores en la guerra.

El domingo 10 de mayo, un grupo de jóvenes derechistas, reunidos en un piso de la calle Alcalá de Madrid para inaugurar el Círculo Monárquico Independiente, colocaron en la ventana un gramófono con la Marcha Real, justo en el momento en que muchos madrileños regresaban desde el parque del Retiro. Algunos de los que la oyeron, enfurecidos, se dirigieron a la sede del periódico monárquico ABC , a cuyo propietario, Juan Ignacio Luca de Tena, le atribuían la responsabilidad de la provocación, y al ministerio de Gobernación. Dos personas resultaron muertas como consecuencia de los enfrentamientos con la Guardia Civil. Al día siguiente, las protestas derivaron en el incendio de iglesias, colegios religiosos y conventos, sin que Maura lograra la autorización de sus compañeros de gabinete para usar la fuerza contra los incendiarios. La agitación se extendió el 12 a otras localidades del Levante y sobre todo a Málaga, donde ardió también el palacio episcopal. Según los telegramas que los gobernadores civiles enviaron al ministro de Gobernación, frailes y monjas, atemorizados, abandonaron sus conventos en algunas localidades de las provincias de Teruel, Valencia y Logroño. Cuando el 15 todo acabó, un centenar de edificios habían sido afectados por la quema.[ix]

Sorprende, por supuesto, la acción desproporcionada que supone quemar edificios religiosos como reacción a un incidente, aparentemente insignificante, con unos jóvenes monárquicos. No era la primera vez en la historia de España ni sería la última que el fuego destructor y purificador se utilizaba contra los símbolos religiosos y las cosas sagradas. Pero la quema de conventos apenas se repitió durante la República, salvo en las jornadas revolucionarias de octubre de 1934 en Asturias, y el precedente más cercano, la llamada Semana Trágica de julio de 1909 en Barcelona, había ocurrido bajo la Monarquía y tuvo un alcance muchísimo mayor que los incencios de mayo de 1931.

En Barcelona, escenario en aquel verano de 1909 de una poderosa huelga general frente al embarque de reservistas hacia Marruecos, varias decenas de iglesias, conventos, escuelas y residencias religiosas fueron pasto de las llamas. Además, se profanaron tumbas, aunque se evitó causar víctimas entre el clero. Pero por mucho que se recuerden los conventos ardiendo y a las clases populares en las barricadas, nada fue comparable a la crueldad de la represión. Hubo alrededor de 2000 detenidos, de los cuales 600 serían condenados, 59 a cadena perpetua y 17 a muerte, aunque sólo se ejecutó a 5. El primero que cayó fusilado, Jose Miquel Baró, era el único que tenía algo que ver con la dirección de la insurrección popular. El último en morir ante el piquete de ejecución fue Fracisco Ferrer y Guardia, el 13 de octubre, exdirector de la Escuela Moderna, condenado como “autor y jefe de la rebelión” por un tribunal militar carente de las mínimas garantías legales. El fusilamiento de Ferrer, que tuvo una considerable repercusión internacional, fue una revancha en toda regla, que castigaba a un teórico revolucionario que había desafiado el control eclesiástico de la enseñanza y no tanto a un dirigente de la revuelta popular, que nunca lo había sido.

En mayo de 1931 no hubo insurrección popular y fueron grupos minoritarios, republicanos izquierdistas de tendencias anarquizantes, aunque ni siquiera eso está claro, quienes prendieron la mecha. El significado principal de esos acontecimientos es que se produjeron al mes escaso de inaugurarse la República y que en la memoria colectiva impuesta por los vencedores de la guerra civil quedaron definitivamente conectados con la tremenda violencia anticlerical desatada en el verano de 1936, una especie de ensayo general de la catástrofe que se avecinaba. Compárese, por ejemplo, el contenido de la nota de protesta que el prudente cardenal Vidal i Barraquer le envió por escrito el 17 de mayo al presidente del Gobierno provisional de la República, Niceto Alcalá Zamora, con lo que un sacerdote, Alejandro Martínez, le contó a Ronald Fraser para su historia oral de la guerra civil varias décadas después. Según Vidal i Barraquer, “hechos de esta índole (…) disminuyen la confianza que a un numeroso sector de católicos había inspirado la actuación discreta del Gobierno en muchas de sus primeras disposiciones”. A juicio posterior de ese sacerdote, la República firmó su sentencia de muerte aquella primavera de 1931: “Fue a partir de aquel día cuando comprendí que nada se conseguiría por medios legales, que para salvarnos tendríamos que sublevarnos antes o después”.[x]

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Almanaque de la revista satírica valenciana La Traca en la etapa republicana.

Hoy sabemos perfectamente que no todo fue tan caótico y que tuvieron que pasar muchas cosas antes de que un fallido golpe de Estado en julio de 1936 provocara una guerra civil. Lo primero que pasó, para la historia que aquí interesa, fue que, además de “orar mucho”, un grupo de católicos encabezados por Ángel Herrera, director del influyente diario El Debate, fundaron a finales de abril de 1931 una asociación llamada Acción Nacional  que tendría como objetivo, según podía leerse en el primer capítulo de su reglamento, “la propaganda y actuación política bajo el lema de Religión, Familia, Orden, Trabajo y Propiedad”. Bendecida desde el principio por el Vaticano, por el nuncio Tedeschini y por una gran parte del episcopado, le ganó pronto la partida al catolicismo republicano de Alcalá Zamora y de Maura, al mismo tiempo que marginaba a la causa carlista, que no contaba todavía por entonces con el patrocinio oficial de la Iglesia católica.

Los resultados en las elecciones para las Cortes constituyentes de junio de 1931 fueron malos, desorientada y en fase de reorganización como estaba todavía esa derecha católica: de los 478 miembros de la Cámara, apenas una cincuentena parecían dispuestos a defender los intereses de la Iglesia. Por eso las cláusulas más anticlericales del proyecto de Constitución pudieron ser aprobadas por una amplia mayoría. En conjunto, los artículos 3, 43, 48 y el famoso 26 declaraban la no confesionalidad del Estado, eliminaban la financiación estatal del clero, introducían el matrimonio civil y el divorcio, disolvían a los Jesuitas y, lo más doloroso para la Iglesia, prohibían el ejercicio de la enseñanza a las órdenes religiosas. El artículo 26 fue aprobado el 13 de octubre; la Constitución el 9 de diciembre. Atrás quedaban alborotos, peleas, insultos y algunas perlas cultivadas tanto de los integristas como de la izquierda más incendiaria y anticlerical.

Si todas esas medidas se cumplían, la posición privilegiada de la Iglesia iba a tambalearse. Cuestiones simbólicas al margen, las bases de la cultura nacional católica estaban en peligro. Así lo percibieron muchos católicos, desde los más notables a las mujeres,  que ya en el fragor del debate del artículo 26 habían comenzado a enviar telegramas desde todos los puntos de España al “Sr. Ministro de Gobernación” rogándole “defienda Congreso asunto religioso”.[xi]

Ante tanto peligro y amenaza, el catolicismo político irrumpió como un vendaval en el escenario republicano. Como ha señalado Santos Juliá, los fundadores de la República, con Manuel Azaña a la cabeza, nunca lo contemplaron en su justa medida, lo despreciaron como una reacción de esa Iglesia que olía a rancio, a Monarquía destronada, como fuerza marginal que nada podía hacer frente a ese régimen sostenido por el pueblo. Ocurrió, sin embargo, lo contrario: en dos años el catolicismo arraigó como un movimiento político de masas capaz de convertirse en árbitro del futuro de la República. Primero, a través de elecciones libres; después, con la fuerza de las armas.[xii]

Parte del mérito de esa conversión del catolicismo en un movimiento político de masas, creado a comienzos de 1933 con el nombre de CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), hay que atribuírselo a José María Gil Robles, un joven y poco conocido hasta entonces abogado salmantino, hijo de carlistas y protegido de Ángel Herrera. Su estrategia consistía en alzar la “bandera que una a los católicos y atraiga a una gran masa de indiferentes”, movilizarlos y unirlos políticamente. Eso significaba implicar a la jerarquía eclesiástica para organizar en un partido a toda la masa católica, llevar diputados al parlamento, exigir la revisión de los artículos de la Constitución perjudiciales a los intereses de la Iglesia.

El cumplimiento del artículo 26 de la Constitución exigía declarar propiedad del Estado los bienes eclesiásticos y prohibir a las órdenes religiosas participar en actividades industriales y mercantiles y en la enseñanza. Todo eso se plasmó en la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas que provocó en la jerarquía eclesiástica una auténtica conmoción.

Los obispos, dirigidos ya desde abril de 1933 por el integrista Isidro Gomá, reaccionaron con una “Declaración del Episcopado” en la que sentían “el duro ultraje a los derechos divinos de la Iglesia”, reafirmaban el derecho superior e inalienable de la Iglesia a crear y dirigir centros de enseñanza, a la vez que rechazaban “las escuelas acatólicas, neutras o mixtas”. El 3 de junio, al día siguiente de que la Ley fuera sancionada por Alcalá Zamora, presidente de la República, el Vaticano daba a conocer una carta encíclica de Pío XI, Dilectissima nobis, dedicada exclusivamente a esa Ley que atentaba “contra los derechos imprescriptibles de la Iglesia”. La prensa católica se sumó a los ataques. Enrique Herrera Oria, hermano de Ángel Herrera y dirigente de la Federación de Amigos de la Enseñanza, calificó el escenario creado por la Ley de “guerra civil de la cultura”. Los carlistas y los católicos más integristas. llamaron a la rebeldía.[xiii]

El intento de revolución de octubre de 1934 en Asturias, dirigido por socialistas, añadió violencia a todo ese conflicto. 34 sacerdotes, seminaristas y hermanos de la Escuelas Cristianas de Turón fueron asesinados, pasando de la persecución legislativa del primer bienio a la destrucción física de los representantes eclesiásticos, algo que no había sucedido en la historia de España desde las matanzas de 1834-35 en Madrid y Barcelona. En Asturias volvió a aparecer además el fuego purificador: 58 iglesias, el palacio episcopal, el Seminario con su espléndida biblioteca, y la Cámara Santa de la Catedral fueron quemados o dinamitados.

La represión llevada a cabo por el ejército y la guardia civil fue durísima, de escarmiento ejemplar, y miles de militantes socialistas y anarcosindicalistas llenaron las cárceles de toda España. Pero la Iglesia y la prensa católica se dedicaron a recordar las atrocidades sufridas por sus mártires, apelando al castigo y a la represión como únicos remedios contra la revolución. Esa ceguera de la Iglesia en el terreno social es lo que lamentaba el canónigo Maximiliano Arboleya, buen conocedor del mundo obrero asturiano, en una carta que le enviaba a su amigo zaragozano Severino Aznar tras la tormenta de “odio y dinamita”: “Nadie, absolutamente nadie, se para a preguntar si este atroz movimiento criminal revolucionario de cerca de 50.000 hombres no tiene más explicación que la consabida malsana propaganda socialista; nadie piensa en que también puede haber tremendas responsabilidades por parte nuestra”.[xiv]

Excepto en los medios rurales del Norte de España, ese catolicismo social que abanderaban gentes como Maximiliano Arboleya o Severino Aznar había abierto muy pocos surcos. Para los mineros y pobladores de los suburbios industriales de las grandes ciudades, la Iglesia católica aparecía identificada con el capitalismo “opresor” y los sindicatos católicos tenían como única finalidad la defensa de la Iglesia y del capitalismo: “Guste o no”, reflexionaba Arboleya, eso es lo que pensaban “casi todos nuestros trabajadores”.

Cambiar esa imagen, atraer a todos esos hijos díscolos al redil de la Iglesia era una labor “ardua, costosa, de grandes dificultades, de larga duración, acaso de dolorosas rectificaciones”. Algo que parecía ya inalcanzable, imposible, cuando empezó 1936, cuando los resultados electorales fueron desfavorables para la CEDA y daban al traste con cualquier lejana esperanza. Las posiciones catastrofistas ganaron a los pocos Arboleyas que habitaban la geografía española, a los católicos vascos como Manuel Irujo o José Antonio Aguirre y a los sectores renovadores de ese catolicismo catalán que encabezaba el cardenal Vidal i Barraquer. El triunfo de la coalición del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 significó, en efecto, la tumba del “accidentalismo”, de las posiciones posibilistas, en el catolicismo.

La confrontación entre la Iglesia y la República, entre el clericalismo y el anticlericalismo, dividió a la sociedad española de los años treinta tanto como la reforma agraria o el más importante de los conflictos sociales. Establecida oficialmente como Iglesia del Estado, la institución eclesiástica había hecho durante la Restauración y la dictadura de Primo de Rivera un generoso uso de sus monopolio de la enseñanza, de su control sobre la vida de los ciudadanos, a los que predicaba unas doctrinas históricamente conectadas con la cultura más conservadora: obediencia a la autoridad, redención a través del sufrimiento y confianza en la recompensa en el cielo.

Con la proclamación de la República, la Iglesia perdió, o sintió que perdía, una buena parte de su posición tradicional. El privilegio dejaba paso a lo que la jerarquía eclesiástica y muchos católicos consideraban una persecución abierta. De nuevo, las dificultades de la Iglesia española para arraigar entre los trabajadores urbanos y el proletariado rural. Se hizo todavía más patente el “fracaso” de la Iglesia y de sus “ministros” para comprender los problemas sociales, preocupados sólo por el “reino de lo sacro” y la defensa de la fe. Eso es lo que un régimen reformista y de libertades como el republicano sacó a la luz, además de la persecución legislativa, el anticlericalismo popular y la violencia esporádica. La Iglesia se resistió a perder todo eso, que era un poco morir, y se preparó para el combate contra esa multitud de españoles a los que consideraba sus enemigos, que la consideraban a ella de verdad su enemiga. Y el catolicismo, acostumbrado a ser la religión del statu quo,  pasó a la ofensiva, se convirtió, en expresión de Bruce Lincoln, en “una religión de la contrarrevolución.[xv]

Cuando un importante sector del ejército tomó sus armas contra la República en julio de 1936, la mayoría del clero y de los católicos se apresuraron a apoyarlo, a darle su bendición como defensores de la civilización cristiana frente al comunismo y el ateismo.

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(Seguirá un tercer capítulo dedicado al franquismo)

[vi] Ronald Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo a otros. Historia oral de la guerra civil española, Crítica, Barcelona, 1979, Tomo I, p. 40.

[vii] Arxiu Vidal i Barraquer, p. 24.

[viii] Frances Lannon, Privilegio, persecución y profecía, p. 214.

[ix] Los incendios de iglesias y conventos y diversos incidentes reflejados en esos telegramas, en la Serie A de Gobernación, Legajo 16, del Archivo Histórico Nacional, Madrid.

[x] La carta del cardenal a Alcalá Zamora en Arxiu Vidal i Barraquer, pp. 41-42. La memoria posterior de esa quema de conventos en Ronald Fraser, Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, tomo II, pp. 322-327.

[xi] Serie A de Gobernación, legajo 6.

[xii] Santos Juliá, Manuel Azaña, una biografía política. Del Ateneo al Palacio Nacional, Alianza Editorial, Madrid, 1990, pp. 242-243.

[xiii] Martin Blinkhorn, Carlismo y contrarrevolución en España, 1931-1939, Crítica, Barcelona, 1979, p. 154.

[xiv] Citado en Domingo Benavides, “Maximiliano Arboleya y su interpretación de la revolución de octubre”, en Gabriel Jackson y otros, Octubre 1934. Cincuenta años para la  reflexión, Siglo XXI, Madrid, 1985, p. 262.

[xv] Bruce Lincoln, “Revolutionary Exhumations in Spain, July 1936”, Comparative Studies in Society and History, vol. 27, 2 (1985), pp. 241-260.

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