Antonio Bonet Correa (*)
Y puesto que mencionamos encuentros, aprovecho la ocasión para comenzar mi disertación sobre ese lugar de encuentro que son los cafés. El tema siempre me interesó en grado sumo, aunque los de mi generación, quizá por urgencias de la vida, apenas hemos frecuentado los cafés con la intensidad que lo hicieran nuestros padres y abuelos o lo hacen los jóvenes de hoy. Sin embargo, he de confesar la importancia que tuvieron los cafés en mi formación durante mis años de estudiante en la Universidad de Santiago de Compostela. No iba entonces a los cafés para tener un lugar caliente en donde estudiar como hacían la mayoría de mis compañeros que vivían en incómodas fondas, pues era un privilegiado que tenía una confortable casa. Si iba al café era para participar en la tertulia de Ramón Otero Pedrayo, primero en El Español y después en el Derby. Allí aprendí muchas cosas, tantas o más que en las aulas universitarias. Los contertulios habituales eran Ramón Piñeiro, Domingo García Sabell y Carlos Maside, además de algún médico ilustre como Ramón Baltar y Ramón Rodríguez Somoza. También acudían todos los escritores gallegos de paso y los jóvenes poetas que venían a saludar al patriarca de las letras. Brillante conversador, don Ramón derrochaba un caudal de anécdotas y citas literarias. Su cátedra se prolongaba a diario alrededor del velador del café. Años inolvidables. Con la llegada a Santiago de Raimundo García Domínguez, «Borobó», comenzó mi colaboración en el periódico La Noche. Borobó fue también quien me presentó al profesor Azcárate, que acababa de ganar la cátedra de arte en Santiago. De aquellos años también recuerdo cuando conocí a Gonzalo Torrente Ballester en el desaparecido café Suevia, en la plaza compostelana del Toral. Torrente, que durante poco tiempo había sido profesor en Santiago, antes de que yo llegase a la ciudad, dio asiento en el Suevia a una tertulia que luego mantuvo su malogrado hermano Jaime, estudiante de la Facultad de Derecho.
Cafés históricos, llenos de resonancias del pasado. Históricos por haber adquirido con el tiempo tal categoría. También históricos por haber desaparecido en su casi, por no decir completa, totalidad. El español, que en principio puede ser retardatario, nunca es conservador. De los primitivos y antiguos cafés sólo se guarda el nostálgico recuerdo literario y alguna que otra rara imagen gráfica, un cuadro al óleo, un grabado o una fotografía amarillenta. Para el estudioso de los cafés sólo los escasos autores de Memorias, de almanaques, de las guías de ciudades y los libros de viajes proporcionan las noticias necesarias. Sin embargo, historia y café caminan juntos. Igual en España que en toda Europa. La Edad Contemporánea no se entiende sin la existencia de los cafés. La Revolución Francesa y sus secuelas encontraron su campo de acción en los cafés. En el siglo xix el liberalismo y los conspiradores en España, los carbonarios italianos, los combatientes de la libertad en Grecia, los escritores románticos, o los pintores impresionistas no se explican sin sus cenáculos y reuniones en estos locales públicos. Tampoco los movimientos literarios o las revoluciones estéticas finiseculares como el modernismo y las vanguardias artísticas que en los cafés encontraban un camino para manifestarse y formar capillas de fieles adeptos a un ideal o tendencia.
El café es un lugar de reunión y de encuentro, de conversación e intercambio social. Es un espacio público y ciudadano. Ágora y plaza mayor cubierta, con un nuevo carácter cívico, en el que igual transcurren lentas las aguas de lo cotidiano que se desbordan las riadas históricas. Los periodos de calma y de agitación, los sucesos callejeros y las sacudidas sociales repercutían en su ámbito neutral y público. Su vitalidad ha sido siempre la de un lugar de comunicación, a mitad entre lo privado y lo público, de comunicación de espacios y comunicación de personas, que por igual es un paraíso artificial de meditación y soledad, de cita íntima, de tertulia y tribuna libre de un grupo. Ramón Gómez de la Serna, tan conocedor de la materia, dijo que «el café no nació como Ateneo, sino como andén de la Vida». También el dicho de Josep Pla de que «el hombre, además de hijo de sus obras, es un poco hijo del café de su tiempo» es cierto en lo que toca sobre todo a una época ya pasada. César González-Ruano, que tantas horas de su vida y de trabajo pasó en los cafés, no desmentiría esta afirmación. Más bien le daría plena rotundidez.
En España, antes de la aparición de los cafés de la segunda mitad del siglo XVIII, existieron lugares de sociabilidad que desempeñaban un papel similar al que luego tendrían los cafés. Aparte de las tabernas y figones había alojerías, aguaduchos, horchaterías, neverías y otras expendedurías de refrescos y bebidas frías. Puestos callejeros y ambulantes de resolis, mistelas y aguardientes, según Torres Villarroel «especie de retablos» que «ni son boticas, ni figones y lo parecen todo» (1). Las alojerías o establecimientos de aloja, bebida de origen árabe compuesta de agua, miel, arroz y especias aromáticas eran ya con sus puestos fijos, portátiles o ambulantes, el antecedente de las botillerías y cafés modernos (2). Hasta su desaparición entre 1835 o 1838, al igual que las neverías, estos expendedores de jarabe oriental considerado medicinal atraían a un público numeroso. Pero quizás los cafés en España tienen un antecedente más claro que el de las alojerías. Nos referimos a los mentideros, lugares muy españoles y celebérrimos. En un punto principal de la ciudad se reunían al aire libre todos aquéllos deseosos de charlar, de estar al tanto de los cotilleos y de las noticias más señaladas. Se les llamó mentideros por el considerable número de embustes que en ellos se forjaban y difundían. Los soldados contaban falsas proezas, los cómicos y artistas hacían lengua con sus pretendidos éxitos, los burócratas convertían en hazañas sus grises ocupaciones. Todo era fabuloso en boca de sus protagonistas. En Madrid, durante el siglo XVII, fueron famosos el mentidero de las Gradas, de San Felipe el Real o de los Soldados, en la esquina de la calle Mayor con la Puerta del Sol, el mentidero de los Representantes o gentes de Teatro en la confluencia de la calle de León con la del Prado y el de las Losas de Palacio, en los patios del Alcázar, en el que predominaban los covachuelistas u oficinistas, los pretendientes de empleos y los divulgadores oficiosos de las novedades del Estado. En Sevilla, Córdoba, Valencia o Segovia también había otros mentideros que en la ciudad desempeñaban el papel que desde el final del antiguo Régimen correspondió a los cafés.
El origen del café
La costumbre de tomar café es moderna (3). Todavía más el ir a tomarlo a un establecimiento o casa de café. En Europa se introdujo el café en el siglo XVIII. Austriacos, franceses e italianos fueron los primeros en degustar el llamado «néctar» o «vino de los árabes». En España llegó más tarde, en el siglo XVIII, a la par que las ideas ilustradas. Varias son las historias legendarias acerca del descubrimiento u origen del café. En todas se alaban los efectos que origina este oloroso y exquisito reconfortante. Al ingerirlo el espíritu adquiere mayor fluidez y vivacidad. La leyenda más común es la del pastor del Yemen que observó las consecuencias que se producían en su rebaño cuando las cabras comían en unos árboles una frutilla de color violáceo. Durante la noche no dormían y balaban excitadamente. Tras probarla él y sentir igual resultado se lo comunicó al imán de un vecino monasterio, el cual, a su vez, las utilizó dándolas a sus derviches para que pudiesen mantenerse despiertos durante la vigilia y oración nocturnas. Esta historia, como otras más o menos similares, engendra una leyenda religiosa referida por un hadith del Profeta. A Mahoma, que sufría una gran somnolencia, Alá por medio del ángel Gabriel le envió una bebida que era «calentísima, negra como la sagrada Kaaba, amarga como el mirto». Esta poción mágica no sólo le reconfortó sino que le devolvió la fuerza viril.
El café, al contrario del vino, que amodorra y da pesadez a la cabeza, tiene la virtud antisoporífera de mantener la mente clara y despejada. Los ascetas árabes lo ingerían para estar desvelados durante la oración. Poco a poco el uso de tan sorprendente brebaje, que potenciaba la vida cerebral, se fue extendiendo. En la Meca, en El Cairo, Damasco, Bagdad y Constantinopla se abrieron los primeros establecimientos en donde se expendía el café, convirtiéndose sus locales en centros de reunión y vida social. Los venecianos, en guerra con el Imperio turco, fueron los primeros que, a principios del siglo xvii, lo trajeron a Europa dedicándose a su comercio. En 1683, cuando el cerco de Viena por los turcos, un polaco llamado Kolschitzky, tras la victoria cristiana abrió el primer café de la capital de Austria, gracias a la gran cantidad de sacos de café que habían abandonado al retirarse los otomanos. Kolschitzky, tras la proeza de atravesar las líneas enemigas para ponerse en contacto con las tropas del duque de Lorena, había pedido como recompensa aquellos fardos con granos que las autoridades creían que eran un forraje para alimentar a los camellos. El premio fue su fortuna. Como a los vieneses no les agradaba el café con posos, a «la turca», Kolschitzky coló el líquido por un tamiz, inventándose así el filtro. También mezcló el café con leche, naciendo así el café vienés que tanto éxito alcanzaría mundialmente. En Francia, tras un primer ensayo al abrirse un establecimiento en Marsella, el café se puso de moda en París gracias a las invitaciones del embajador turco Soliman Aga, que representaba al sultán de Constantinopla en la corte de Luis XIV, el rey Sol. Alemanes, ingleses y holandeses entraron también pronto en juego respecto al café. Pero éste no es lugar para referir en detalle cómo los ingleses de entonces bebían más café que té o cómo los holandeses introdujeron las plantaciones en el Brasil. Esta historia, económica y social, se la ahorramos al oyente. Solamente como índice de la importancia que en aquella época adquirió el café señalaremos que el prusiano Federico II ordenó, en 1721, que en las ciudades de su reino se abriesen establecimientos bajo el monopolio del Estado. De esta manera no sólo se controlaría el gasto público, sino que a la vez impediría que la población rural se acostumbrase a tomar café, evitando que el dinero saliese fuera del país.
Los cafés en Europa
El primer café de Europa, al igual que el primer museo público, se abrió en Oxford en 1650. Como acabamos de decir, antes de que el té se convirtiese en la infusión nacional, los ingleses bebían café. Su influencia fue grande en la literatura y el periodismo de la época. En Francia el café, con la Ilustración, adquirió un auge extraordinario. Los cafés han ido desapareciendo, como fue el caso del célebre Malibrán, pero todavía se conserva en París, en muy buen estado, el Procope, fundado por el siciliano Procopio di Coltello en 1702. Con sus espejos, lámparas de cristal y veladores de mármol y su aire de pastelería, cambió el aspecto antes más sobrio de los cafés franceses. En el siglo XVIII los salones de estos establecimientos públicos fueron diseñados por arquitectos tan notables como Nicolás Ledoux, cuya primera obra, en 1762, fue la decoración con revestimientos de madera o «boiseries» del café Militaire, situado en el ángulo de las concurridas calles de Saint-Honoré y de Valois. Según un testimonio de la época «tout Paris s’y porte et l’admire». Desaparecido el local en el siglo XIX, estos paneles tallados hoy se conservan en el museo Carnavalet (4). Haces de lanzas enlazadas por laureles que sostienen cascos con penachos dividen los paños, que ostentan en el centro varios trofeos, de banderas, armas y laureles. Anterior al estilo revolucionario, esta obra es precursora del estilo imperio, creado bajo Napoleón, aficionado y propulsor de los cafés.
En Italia en el siglo XVIII fue Venecia la primera ciudad de los cafés. Se agrupaban en especial en la Plaza de San Marcos. El Florián, creado en 1720, con el magnífico nombre de Caffè della Venezia Trionfante, es todavía un cosmopolita centro de reunión de artistas y viajeros cultos. Los demás, como el Caffè degli Sepechi, han desaparecido o han sido sustituidos por otros del siglo XIX. En Roma el Café Greco, en via Condotti, se ha calificado de «umbiculus urbi». Punto de referencia, de encuentro en la ciudad, ha sido un lugar frecuentado por poetas, escritores y artistas. También por reyes e incluso por futuros papas. Goethe, Schopenhauer, Andersen, Lord Byron, Shelley, Chateaubriand, Stendhal, Leopardi, Henry James, Mark Twain, Gabriel d’Annunzio, Ingres, Corot, los pintores nazarenos, Thorvaldsen, Rossini, Berlioz, Listz, Gounod, Wagner, Toscanini, y tantos otros fueron asiduos clientes. Tan pronto llegó a Roma el novelista Pedro Antonio de Alarcón, acudió al Café Greco para encontrar a los artistas españoles que se reunían en uno de sus salones particulares. Fortuny, Palmaroli, Rosales, Gisbert, Casado del Alisal y tantos otros, durante sus estancias en Roma, frecuentaron este café, declarado por el italiano Ministerio de Bienes Culturales, en 1953, monumento nacional5. En Italia, donde aún se conservan interesantes cafés históricos en Milán, Nápoles o Florencia, allí estuvo el Café Michelangiolo de los Macchiaioli, tenemos el café más hermoso y completo de los históricos, el café de los cafés por antonomasia, el Café Pedrocchi de Padua. Sobre el solar de un viejo café del siglo XVIII, su propietario Antonio Pedrocchi hizo levantar, en 1816, al arquitecto Giuseppe Jappelli el bellísimo edificio neoclásico —recuerda en pequeño al museo del Prado— que todavía hoy se conserva en toda su integridad. Después de un viaje por Francia e Inglaterra, en 1837, Jappelli agregó un ala neogótica al café. En marzo de 1985, se celebró en el Pedrocchi el Congreso Internacional La civilttà del caffè, en el que estudiosos europeos demostraron cuán importantes habían sido para la política, la cultura, el arte y la literatura de Occidente «estas máquinas o estructuras abiertas puestas al servicio de la ciudad y la comunidad desde el siglo XVIII hasta el siglo XX» (6). Sin los cafés decimonónicos o modernistas de Viena, Budapest, Praga, Cracovia, Berlín, Bruselas, Ámsterdam o París no se comprenden los movimientos estéticos contemporáneos (7). Balzac, Baudelaire, Verlaine y Apollinaire, los pintores impresionistas, cubistas y surrealistas están ligados a los cafés parisinos de los grandes Bulevares, de Montmartre y Montparnasse, y Sartre, Camus y Giacometti a los del Boulevard Saint- Germain, Les Deux Magots y el Café de Flore. Cada café tiene su literatura. En la provincia francesa el café de los Deux Garçons de Aix-en-Provence, con su terraza en el dieciochesco Cours Mirabeau, ha sido evocado por escritores de la categoría de Jean Giraudoux. De Lisboa podría establecerse una nómina muy completa de cafés modernistas y art déco. La Brasileira do Chiado con sus filiales en Oporto y Coimbra, el Martinho da Arcada, frecuentado por Fernando Pessoa, la Suiça del Rossio, etc. Por desgracia no ocurre lo mismo en España. Desde hace años he visto desaparecer, uno a uno, una larga lista de viejos cafés históricos. En Madrid, Pombo, el Varela y el Teide. En Barcelona, el Canaletas. En Santiago de Compostela, el Español. En Lugo, el Méndez Núñez, y en Murcia, el Santos. Podría enumerar muchos más. Los españoles siempre estamos a la última. En materia de desprecio y destrucción de nuestro patrimonio cultural nadie nos gana.
El café y la Ilustración en España
Pero retomemos nuestro discurso, que trata del café en España. Su aparición como establecimiento público, lo mismo que la afición a tomar esta bebida, está ligada a la nueva mentalidad surgida bajo la España borbónica. Tomar café significaba ser un ilustrado, tener la mente despierta, ser lúcido y clarividente. El filósofo y el partidario de la razón tenían que estar informados, leer periódicos y, además de ser tolerantes, tener avispado el espíritu para enterarse de todas las novedades.
La palabra café, que como planta y bebida figura en el Diccionario de Autoridades de la Real Academia Española, en 1726, comenzó siendo de uso de gentes ricas y elegantes. La hermosa cafetera de plata rococó que se conserva en el museo de Málaga perteneció a una elegante familia con fortuna que, a mediados del siglo xviii, degustaría a diario el café (8). A propósito de esta costumbre venida de «tras los montes», Cadalso, al criticar la vida lujosa de los adinerados de su tiempo, dice:
Despiértanle los ayuda de cámara primorosamente peinados y vestidos; toma café de Moka exquisito en taza traída de la China por Londres, pónese camisón finísimo de Holanda, luego una bata de mucho gusto tejida en León de Francia; lee un libro encuadernado en París…
Poco amigo del café parece Cadalso, que en otro lugar de sus Cartas Marruecas opina que «debilita los nervios» y en Anales de cinco días satiriza la manera de vivir de un elegante madrileño en cuya casa, desde el portero hasta el peinado de la señora, todo es francés, mansión en la que después de la comida se toma el café en una pieza aparte (9).
(*) Fragmento del discurso de recepción en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (13 de diciembre de 1987)
1 Diego de Torres Villarroel, Visiones y visitas de Torres con don Francisco Quevedo, citado por Evaristo Correa Calderón, Costumbristas españoles, siglos xvii al xx, tomo I, Madrid, Aguilar, 1950, págs. 364-365.
2 José Deleito Piñuela, Sólo Madrid es Corte. La Capital de Dos Mundos bajo Felipe IV, Madrid, Espasa-Calpe, 1953, págs. 149-174.
3 El libro más completo sobre el origen, difusión e historia del café; Heinrich Eduard Jacob, Biografía del caffè, Milán, Bompiani, 1936, 415 págs. Antonio Carbè, II caffè nella Storia e nell’Arte, Milán, Centro Luigi Lavazza per gli studi e le richerche sul caffè, 1981, 80 págs.
4 Marcel Raval, Claude-Nicolas Ledoux 1756-1806, commentaires cartes et croquis de J. Ch. Moreaux, colección Les Architectes Français, París, Arts et Métiers Graphiques, 1945, pág. 48, lám. I.
5 José Antonio Pérez-Rioja, «Un café-museo de Roma: El “Greco”», en Goya, núm. 164-165, Madrid, 1981, págs. 120-123.
6 II Pedrocchi vivo. Manifestazioni per la riapertura del Piano Nobile dello Stabilimento Pedrocchi, Comune di Padova, diciembre de 1984-marzo de 1985.
7 Coffe Houses of Europa, introducción de George Mikes, fotografías de Manfred Hamm, Nueva York, Thames and Hudson, 1986, 136 págs. Mariel Oberthur, Cafés ands Cabarets of Montmartre, Gibbs M. Smith, Salt Lake City, 1984, 94 págs.
8 Rafael Sánchez-Lafuente Gemar, Orfebrería del Museo de Málaga, Ministerio de Cultura, Dirección General del Patrimonio Artístico, Archivos y Museos, Patronato Nacional de Museos, 1980, catálogo núm. 5, pág. 15, láms. 6, 7 y 8, págs. 56, 57 y 58.
9 J. Sarailh, La España ilustrada de la segunda mitad del siglo xviii, México, Fondo de Cultura Económica, 1957, pág. 116. Además de los Anales de Cinco Días, véanse Las Cartas Marruecas, núms. 41 y 56.
http://www.catedra.com/fichaGeneral/ficha.php?obrcod=3909267&web=01
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