Julián Casanova
La sublevación no se hizo en nombre de la religión. Los militares que la concibieron y la llevaron a cabo estaban más preocupados por otras cosas, por salvar el orden, la Patria, decían ellos, por arrojar a los infiernos al liberalismo, al republicanismo y a las ideologías socialistas y revolucionarias que servían de norte y guía a amplios sectores de trabajadores urbanos y rurales. Pero la Iglesia y la mayoría de los católicos pusieron desde el principio todos sus medios, que no eran pocos, al servicio de esa causa. Ni los militares tuvieron que pedir a la Iglesia su adhesión, que la ofreció gustosa, ni la Iglesia tuvo que dejar pasar el tiempo para decidirse. Unos porque querían el orden y otros porque decían defender la fe, todos se dieron cuenta de los beneficios de la entrada de lo sagrado en escena.
Con la República establecida en España, con su proyecto reformista puesto en marcha, con el grado de movilización social, cultural y político que había alcanzado la sociedad española, lo de julio de 1936 no podía ser una “militarada” o un pronunciamiento clásico. La solución autoritaria requería masas. Y nadie mejor que la Iglesia y ese movimiento católico que apadrinaba, para proporcionarlas, para “unificar”, a todas esas diferentes fuerzas. El catolicismo era el punto de unión ideal para aglutinarlas y favoreció el proceso de convergencia de todos esos grupos e intereses reaccionarios. Proporcionó toda una liturgia de reclutamiento, especialmente en la Vieja Castilla, Navarra y Álava, una liturgia barroca político-religiosa llena de gestos, creencias y fervor.
El éxito de esa movilización religiosa, de esa liturgia que creaba adhesiones de las masas en las diócesis de la España “liberada”, animó a los militares a adornar sus discursos con referencias a Dios y a la religión, ausentes en las proclamas del golpe militar y en las declaraciones de los días posteriores. Les convenció de lo importante que era la vinculación emocional, además de destruir y aniquilar al enemigo, en un momento en el que sabían lo que no querían pero todavía carecían de un proyecto político claro. La unión entre la “Religión y el Patriotismo”, las “virtudes de la Raza”, reforzaba la unidad nacional y daba legitimidad al exterminio que habían emprendido en aquel verano de 1936.
La unión entre la espada y la cruz, la religión y el “movimiento cívico-militar” es un tema recurrente en todas las instrucciones, circulares, cartas y exhortaciones pastorales que los obispos difundieron durante agosto de 1936. Antes de acabar ese mes, tres obispos ya habían aplicado explícitamente la categoría de “cruzada religiosa” a la guerra. Lo hizo Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona, el 23 de agosto. Lo repitió tres días mas tarde Rigoberto Domenech, arzobispo de Zaragoza. Y lo dejó para la posteridad de forma tajante Tomás Muniz Pablos, arzobispo de Santiago, el 31 de agosto: la guerra “levantada” contra los enemigos de España es “patriótica sí, muy patriótica, pero fundamentalmente una Cruzada religiosa, del mismo tipo que las Cruzadas de la Edad Media, pues ahora como entonces se lucha por la fe de Cristo y por la libertad de los pueblos. ¡Dios lo quiere! ¡Santiago y cierra España!”[xvi]
El 1 de octubre de 1936 el general Francisco Franco fue nombrado en Salamanca máxima autoridad militar y política de la zona rebelde, en una ceremonia en la que Miguel Cabanellas, en presencia de diplomáticos de Italia, Alemania y Portugal, le entregó el poder en nombre de la Junta de Defensa que presidía desde el 24 de julio y que fue disuelta ese día. Franco adoptó el título de “Caudillo”, que le conectaba con los guerreros medievales. A partir de ese momento, Franco fue tratado por la jerarquía de la Iglesia católica como un santo, el salvador de España y de la cristiandad. El cardenal Gomá le envió un telegrama de felicitación por su elección de “Jefe de Gobierno del Estado Español” y Franco le contestó que, al asumir esa Jefatura “con todas sus responsabilidades, no podía recibir mejor auxilio que la bendición de Vuestra Eminencia”.[xvii]
Varias decenas de miles de personas fueron asesinadas en la retaguardia de la zona franquista durante la guerra. La mayoría del clero, con los obispos a la cabeza, no sólo silenció esa ola de terror, sino que la aprobó e incuso colaboró en la represión. Era la justicia de Dios, implacable y necesaria, que derramaba abundantemente la sangre de los “sin Dios” para lograr la supervivencia de la Iglesia, de la institución representante de Dios en la tierra, el mantenimiento del orden tradicional y la “unidad de la Patria”.
Los obispos y la mayor parte del clero fueron cómplices de ese terror militar y fascista, que no necesitaba en la mayoría de las ocasiones de procedimientos ni garantías previas. Lo silenciaban, lo aprobaban y lo aplaudían públicamente. Capellanes de las cárceles y del ejército; religiosos y curas rurales. Estaban tan entusiasmados con el resurgimiento religioso de España que no oían los gritos de las torturas, los disparos al alba, los gemidos de las viudas. Los curas delataban a los rojos, les negaban certificados de buena conducta para que los militares los castigaran.
En la zona donde la sublevación fracasó, la explosión revolucionaria fue acompañada desde el principio de una violencia anticlerical sin precedentes en la historia de España. El clero y las cosas sagradas constituyeron el primer objetivo de las iras populares, de quienes participaron en la derrota de los sublevados y de quienes protagonizaron la “limpieza” emprendida en el verano de 1936. No hubo que esperar órdenes de nadie para lanzarse a la acción. Algunos carmelitas fueron asesinados ya el 20 de julio en Barcelona en el mismo instante en que el regimiento de Caballería sublevado, que se había encerrado en su convento, era derrotado. Cerca de allí, en Igualada, el primer acto violento que se produjo fue la quema del convento de los frailes capuchinos. Las mismas escenas se sucedieron en muchos pueblos y ciudades de España, incluso en aquellos lugares donde la represión contra los “elementos de orden” adquirió mayor intensidad en la segunda quincena de agosto y primeros días de septiembre. En Murcia, que no se destacó por la arremetida violenta contra el clero, la mayoría de los conventos fueron asaltados en esos doce días finales de julio. Y el noventa por ciento del millar de eclesiásticos asesinados en Madrid cayeron en los dos primeros meses, bastante antes de las “sacas” masivas de noviembre.
El castigo fue de dimensiones ingentes, devastador, en aquellas comarcas donde la derrota del golpe militar abrió un proceso revolucionario súbito y destructor. No hay que dar muchas vueltas para hacer balance: más de 6.800 eclesiásticos, del clero secular y regular, fueron asesinados; una buena parte de las iglesias, ermitas, santuarios fueron incendiados o sufrieron saqueos y profanaciones, con sus objetos de arte y culto destruidos total o parcialmente. Tampoco se libraron de la acción anticlerical los cementerios y lugares de enterramiento, donde abundaron la profanación de tumbas de sacerdotes y la exhumación de restos óseos de frailes y monjas.
Lo que hicieron los revolucionarios y sus dirigentes con el clero en el verano de 1936 era, y de eso no había duda, lo que muchos decían que iban a hacer desde comienzos de siglo, cuando intelectuales de izquierda, políticos entonces radicales como Alejandro Lerroux y militantes obreros situaron a la Iglesia y a sus representantes como máximos enemigos de la libertad, del pueblo y del progreso, un honor que en la retórica revolucionaria obrera estaba reservado hasta ese momento al capital y al Estado. Todos prometieron que la revolución traería consigo, entre otras muchas cosas, “la tea purificadora” para los edificios religiosos y los “parásitos” de sotana. Y cuando llegó de verdad la hora, lo pusieron en práctica.
El conflicto de largo alcance entre la Iglesia y los proyectos secularizadores lo resolvieron las armas a partir de una sublevación militar que dividió a España en dos bandos, identificados, para la historia que aquí interesa, por la defensa de la Iglesia y de la religión católica o por la hostilidad hacia ellas. Tres cosas sustanciales cambiaron de repente con esa sustitución de los medios políticos por los procedimientos armados, las tres a la vez, sin que pueda decirse que una provocara a la otra. La primera es que la Iglesia se sintió salvada con la sublevación y por eso ofreció sus manos y su bendición a los golpistas desde el primer disparo. La segunda, que la violencia anticlerical, de unas dimensiones sin precedentes ni parangón histórico en los países del entorno, endureció las posiciones de la jerarquía de la Iglesia y de los católicos., reafirmó su ardor guerrero y patriótico y bloqueó cualquier posibilidad de piedad o perdón. Por último, esa necesidad de “recatolizar” por las armas mostró el fracaso histórico de la Iglesia para atraerse a amplias capas de pobres rurales y urbanos, que la identificaron con el sistema imperante de relaciones de clase y de propiedad.
Toda esa violencia anticlerical no representaba tanto un ataque a la religión como a una específica institución religiosa, la Iglesia católica, estrechamente ligada según se suponía a los ricos y poderosos. Y no es que la mayoría de esos miles de eclesiásticos asesinados, curas y frailes, fueran ricos, que no lo eran y no era eso lo que importaba Pero predicaban la pobreza y ambicionaban la riqueza. Hablaban del cielo y en la práctica sólo se preocupaban por los valores mundanos. Eran una plaga, decía la prensa republicana y obrera, la desgracia nacional que impedía al pueblo avanzar. Una crítica cargada de simbolismos, ingredientes culturales y reproches éticos. Sin ellos, resulta muy difícil explicar el trasfondo de aquella matanza.
La religión católica y el anticlericalismo se sumaron con ardor a la batalla que sobre temas fundamentales relacionados con la organización de la sociedad y del Estado se estaba librando en territorio español. La religión fue desde el principio muy útil porque, como dice Bruce Lincoln, “demostró ser el único elemento que generaba de manera sistemática una corriente de simpatía internacional en favor de la causa nacionalista del general Franco”. El anticlericalismo violento que estalló con la sublevación militar no aportó, sin embargo, beneficio alguno a la causa republicana. El incendio público de imaginería y culto religioso, la utilización de iglesias como establos y almacenes, la fundición de campanas pera munición, la supresión de actos religiosos, la exhumación de frailes y monjas, y el asesinato del clero regular y secular fueron narrados y difundidos, en España y más allá de los Pirineos y de los mares, con todo lujo de detalles, ilustrados a menudo con fotografías macabras y espeluznantes, constituyendo el símbolo por excelencia del “terror rojo”.
La guerra civil adquirió así una dimensión religiosa que condenó al anticlericalismo a pasar a la historia como una ideología y práctica negativas y no como un importante fenómeno de la historia cultural, con su visión particular de la verdad, de la sociedad y de la libertad humanas. Todos los partidarios de la República derrotada se vieron obligados a ponerse a la defensiva en el tema religioso, aunque sabían lo importante que había sido la batalla por la enseñanza, por la creación de una burocracia laica y por someter a las órdenes religiosas a la legislación de asociaciones civiles. Todo se lo engulló el saldo mortal que el anticlericalismo había dejado, los 6.832 clérigos asesinados. De modo que, desde la guerra, aclara el mismo Lincoln, “incluso los historiadores liberales más favorables a la República se han visto forzados a reconocer la existencia de tales acontecimientos y a describirlos como un lamentable exceso perpetrado por fanáticos incontrolados en medio de la tensión de la crisis”.[xviii]
El anticlericalismo sirvió también para que los vencedores ajustaran cuentas con los vencidos, recordándoles durante décadas los efectos devastadores de la matanza del clero y de la destrucción de lo sagrado. Después de la guerra, las iglesias y la geografía española se llenaron de memoria de los vencedores, de placas conmemorativas de los “caídos por Dios y la Patria”, mientras se pasaba un tupido velo por la “limpieza” que en nombre de Dios habían emprendido y seguían llevando a cabo gentes piadosas y de bien. La conmoción dejada por el anticlericalismo tapó el exterminio religioso y sentó la idea falsa de que la Iglesia sólo apoyó a los militares rebeldes cuando se vio acosada por esa violencia persecutoria.
Los estragos ocasionados por la persecución anticerical, la constatación de los sacrilegios y asesinatos del clero cometidos por los “rojos”, multiplicaron el impacto emocional que causaba el recuerdo constante de los mártires asesinados. El ritual y la mitología montados en torno a esos mártires le dio a la Iglesia todavía más poder y presencia entre quienes iban a ser los vencedores de la guerra, anuló cualquier atisbo de sensibilidad hacia los vencidos y atizó las pasiones vengativas del clero, que no cesaron durante largos años.
Resulta imposible, por lo tanto, pasar por alto la dimensión religiosa de la guerra civil española, una guerra “santa y justa” por un lado, y de arrebato airado contra el clero por otro, que ha dejado importantes huellas en los recuerdos y memorias de los españoles.
La Iglesia de Franco.
Franco comulgando
La contribución de la Iglesia católica al mantenimiento de la dictadura de Franco durante tantos años fue inmensa. No se conoce otro régimen autoritario, fascista o no, en el siglo XX, y los ha habido de diferentes colores e intensidad, en el que la Iglesia asumiera una responsabilidad política y policial tan diáfana en el control social de los ciudadanos. Ni la Iglesia protestante en la Alemania nazi, ni la católica en la Italia fascista. Y en Finlandia y en Grecia, tras las guerras civiles, la Iglesia luterana y ortodoxa sellaron pactos de amistad con esa derecha vencedora que defendía el patriotismo, los valores morales tradicionales y la autoridad patriarcal en la familia. En ninguno de esos dos casos, no obstante, llamaron a la venganza y al derramamiento de sangre con la fuerza y el tesón que lo hizo la Iglesia católica en España. Es verdad que ninguna otra Iglesia había sido perseguida con tanta crueldad y violencia como la española. Pero, pasada ya la guerra, el recuerdo de tantos mártires fortaleció el rencor en vez del perdón y animó a los clérigos a la acción vengativa.
Tres ideas básicas resumen la relación entre la Iglesia y la dictadura en esos primeros años decisivos de la paz de Franco. La primera, que la Iglesia católica se implicó y tomó parte hasta mancharse en el sistema “legal” de represión organizado por la dictadura de Franco tras la guerra civil. La segunda, que la Iglesia católica sancionó y glorificó esa violencia no sólo porque la sangre de sus miles de mártires clamara venganza, sino, también y sobre todo, porque esa salida autoritaria echaba atrás de un plumazo el importante terreno ganado por el laicismo antes del golpe militar de julio de 1936 y le daba la hegemonía y el monopolio más grande que hubiera soñado. La tercera, que la simbiosis entre Religión, Patria y Caudillo fue decisiva para la supervivencia y mantenimiento de la dictadura tras la derrota de las potencias fascistas en la Segunda Guerra Mundial.
Pero la jerarquía eclesiástica, el catolicismo y el clero no permanecieron inmunes a esos cambios socioeconómicos que desde comienzos de los años sesenta desafiaron el aparato político de la dictadura franquista. El catolicismo tuvo que adaptarse a esa evolución con una serie de transformaciones internas y externas que han sido analizadas por varios autores. En opinión de José Casanova, la “aguda secularización de la sociedad española que acompañó a los rápidos procesos de industrialización y urbanización fue vista con alarma al principio por la jerarquía de la Iglesia. Lentamente, sin embargo, los sectores más concienciados del catolicismo español empezaron a hablar de España no como una nación inherentemente católica que tenía que ser reconquistada, sino más bien como un país de misión. La fe católica no podía ser forzada desde arriba; tenía que ser adaptada voluntariamente a través de un proceso de conversión individual”.[xix]
Esa secularización coincidió en el tiempo con tendencias generales de cambio que llegaban desde el Concilio Vaticano II. La opinión y práctica católicas comenzó a ser más plural, con sacerdotes jóvenes que abandonaban la ideología tradicional, trabajadores de la JOC (Juventud Obrera Católica) y de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) que militaban en contra del franquismo, y sectores cristianos que elucubraban con los marxistas sobre la futura sociedad que seguiría al derrumbe del capitalismo.
Curas y católicos que hablaban de democracia y socialismo y criticaban a la dictadura y a sus manifestaciones más represivas. Todo eso era nuevo en España, muy nuevo, y parece lógico que provocara una reacción en amplios sectores franquistas, acostumbrados a una Iglesia servil y entusiasta con la dictadura. Un documento confidencial de la Dirección General de Seguridad, fechado en 1966, ya advertía que de los tres pilares de la dictadura, “el Catolicismo, el Ejército y la Falange”, únicamente el segundo aparecía “firme, unido como realidad y esperanza de continuidad”, mientras que el catolicismo mostraba signos de división en torno a tres problemas: “el clero separatista; la lucha interna entre sacerdotes conservadores y sacerdotes avanzados; y la actitud de cierta parte del clero frente a las altas jerarquías eclesiásticas”.
Carrero Blanco llamó a esa disidencia de una parte de la Iglesia católica “la traición de los clérigos”, porque el manto protector que la dictadura había dado a la Iglesia no se merecía eso. Y para demostrar los servicios prestados, “aunque sólo sea en el orden material”, prueba de cómo Franco “quiso servir a Dios sirviendo a su Iglesia”, Carrero daba cifras: “desde 1939, el Estado ha gastado unos 300.000 millones de pesetas en construcción de templos, seminarios, centros de caridad y enseñanza, sostenimiento del culto”.
Algo se movió en la Iglesia católica española en la última década de la dictadura, después de que murieran la mayoría de los obispos que habían bendecido la Cruzada y se habían sumado con fervor y entusiasmo a la construcción del Nuevo Estado que emergió sobre las cenizas de la Segunda República. Enrique Pla y Deniel, por ejemplo, el principal artífice, junto con Gomá, de esa Iglesia de Franco, murió en 1968, a punto de cumplir los 92 años. Pero resulta muy exagerado concluir que la mayoría del clero, y de la Conferencia Episcopal, creada en 1966, abandonaron en esos últimos años el franquismo y abrazaron la causa democrática. Estaban Enrique Vicente y Tarancón, Narcís Jubany y Antonio Añoveros, en Madrid-Alcalá, Barcelona y Bilbao, a quienes la dirección general de Seguridad calificaba en diciembre de 1971 de “jerarquías desafectas”, pero también pesaban, y mucho, en esa Iglesia obispos como José Guerra Campos y Pedro Cantero Cuadrado.
José María García Lahiguera, arzobispo de Valencia en 1975, que había dirigido los ejercicios espirituales a Franco y a su esposa en 1949 y 1953, resumió en la homilía del funeral celebrado por Franco en su sede episcopal, las tres principales virtudes del Caudillo al que tanto admiraba: “ser hombre de fe; entregado a obras de caridad, a favor de todos, pues a todos amaba; hombre de humildad”.[xx] No eran pocos los obispos que suscribirían por esas fechas esa definición de Franco.
Por eso sería más correcto decir, como matizaba hace ya un tiempo Frances Lannon, que la Iglesia española había descubierto que sus intereses “podían estar mejor protegidos bajo un régimen pluralista que mediante una dictadura” que manifestaba ya importantes síntomas de crisis. Esa es la idea también que ha transmitido recientemente William J. Callahan: se trataba de reformar lo necesario pero preservando al mismo tiempo “todo aquello que pudieran salvar de la privilegiada relación que la Iglesia mantenía con el régimen”.[xxi]
Cuando murió el “invicto Caudillo”, el 20 de noviembre de 1975, la Iglesia católica española ya no era el bloque monolítico que había apoyado la Cruzada y la venganza sangrienta de la posguerra. Pero el legado que le quedaba de esa época dorada de privilegios era, no obstante, impresionante en la educación, en los aparatos de propaganda y en los medios de comunicación. Lo que hizo la Iglesia en los últimos años del franquismo fue prepararse para la reforma política y la transición a la democracia que se avecinaba. Antes de morir Franco, la jerarquía eclesiástica había elaborado, según Callahan, “una estrategia basada en el fin de la confesionalidad oficial, la protección de las finanzas de la Iglesia y de sus derechos en materia de educación y el reconocimiento de la influencia de la Iglesia en las cuestiones de orden moral”.
Naturalmente, la Iglesia cambió mucho si se compara con el otro pilar básico de la dictadura, el ejército, que se identificó con Franco y con el régimen sin fisuras y lo sostuvo hasta el final. Pero en la larga perspectiva de los cuarenta años del régimen dictatorial, la Iglesia hizo mucho más por legitimarlo, afianzarlo, protegerlo y silenciar sus numerosas víctimas y atropellos de los derechos humanos que por combatirlo. Proporcionó a Franco la máscara de la religión como refugio de su tiranía y crueldad. Sin esa máscara y sin el culto que la Iglesia forjó en torno a él como caudillo, santo y supremo benefactor, Franco hubiera tenido muchas más dificultades en mantener su omnímodo poder.
Conclusión
Como hemos visto, a comienzos del siglo XX, España representaba el ejemplo por excelencia de una sociedad con “una religión única, dominante y coherente”, una religión dirigida y seguida por gente, obispos, órdenes religiosas y clero secular, que consideraba que la preservación absoluta del orden social era irrenunciable, dada la estrecha relación entre orden y religión en la historia de España. Por eso resistieron los vientos de la modernización y la secularización de forma tan enérgica. Y levantaron un sólido dique frente a los individuos que disentían con sus opiniones y estilo de vida de ese orden que ellos bendecían y amparaban. Así se forjó la historia de un resentimiento constante entre clericalismo y anticlericalismo, orden y cambio, reacción y revolución que, agudizado en los años republicanos, acabó en 1939, tras una sangrienta batalla con el triunfo violento y duradero de las fuerzas de la reacción.
Aunque la historiografía española de finales de la dictadura de Franco y de comienzos de la transición a la democracia no concedió a este tema la importancia que merecía, las nuevas investigaciones aparecidas en las últimas dos décadas han incorporado el anticlericalismo y la violencia política a la historia social y cultural del siglo XX español.
Además, la reflexión historiográfica ha ido acompañada recientemente de una ácida discusión política. La sombra de la persecución religiosa dura hasta la actualidad y se ha manifestado claramente en la discusión de la Ley de Memoria Histórica, aprobada por el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero en 2007, en el culto a los “mártires de la fe” y en las ceremonias de beatificación. Ninguna investigación rigurosa y seria ha tratado de ocultar esa violencia anticlerical o de evitar su análisis e interpretación. La jerarquía de la Iglesia católica, sin embargo, nunca condenó la sublevación militar que la desató ni necesita pedir perdón por bendecir y apoyar la violencia franquista durante la guerra y la larga dictadura que siguió. Son los ecos del pasado, de un conflicto que ha sobrevivido en las memorias de la guerra civil y de la dictadura.
[xvi] Alfonso Álvarez Bolado, Para ganar la guerra, para ganar la paz. Iglesia y guerra civil: 1936-1939, Universidad Pontificia de Comillas, Madrid, 1995, pp. 55-56.
[xvii] “Informe del Cardenal Gomá a Secretaría de Estado. Tercer informe general sobre la situación de España con motivo del movimiento cívico-militar de julio de 1936” (24 de octubre de 1936), en Archivo Gomá. Documentos de la Guerra Civil. 1: Julio-diciembre de 1936, edición de José Andrés Gallego y Antón M. Pazos, CSIC, Madrid, 2001, pp. 245-252.
[xviii] Bruce Lincoln, “Revolutionary Exhumatios in Spain, July 1936”, pp. 241-260.
[xix] José Casanova, “Modernización y democratización: reflexiones sobre la transición española a la democracia”, en Teresa Carnero, ed., Modernización, desarrollo político y cambio social, Alianza Editorial, Madrid, 1992, pp. 235-276.
[xx] Fragmentos de la homilía del arzobispo de Valencia y de otros obispos españoles, reproducidos por Manuel Garrido Bonaño, Francisco Franco. Cristiano ejemplar, Fundación Nacional Francisco Franco, Madrid, 1995.
[xxi] Frances Lannon, Privilege, Persecution, and Prophecy: The Catholic Church in Spain 1875-1975, Clarendon Press, Oxford, 1987; William J. Callahan, The Catholic Church in Spain, 1875-1998, The Catholic University of America Press, Washington DC, 2000.
Trabajos citados
Trabajos citados
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Los curas de los pueblos en los primeros 30 años del franquismo, eran la máxima autoridad. Era la que decía la última palabra,lo digo con conocimiento de causa, mi padre solicitó una parcela, en el famoso plan de Badajoz, y le vino aprobada, hasta con el número de la parcela, y el cura del pueblo la denegó, alegando, que no era prácticamente cristiano, eso paso en el 1954,en un pueblo de Badajoz ( La puebla). Todo tenía que pasar por la curia, lo mismo pasaba con las casas de Santa dela. Lo mismo pasaba con las condenas tenían que ser revisadas por ellos. Tenian un poder absoluto. Y no han pedido perdon. Es verdad que pudo haber des madres y abusos en la guerra civil por parte del ejército republicano. Que yo condeno todos los abusos que se cometieron en ambos lados. Pero también tengo claro que el único cuplable de todas las víctimas tanto de un bando como el de otro, fue Franco que fue el que inició la guerra.
No tenéis ni idea de lo que fue la Cruzada española. Incultos, analfabetos y mal informados, no deberían escribir sobre lo que no conocen, difundiendo ideas y criterios procedentes de la Leyenda Negra anti-española y anti-cristiana. Dios os pedirá cuentas por difundir tantas mentiras. Pandilla de rojos repugnantes, hipócritas y farsantes.