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Cuando Ruano fue nazi

   Retrato de Pedro Flores original

Plàcid Garcia-Planas / Rosa Sala Rose

Preámbulo del libro «El marqués y la esvástica»

“Smoking / traje largo”, exige la invitación.

Madrid es capital. El Ritz, su bombonera. Y el salón Real del hotel huele a zarzuela de tomates en texturas.

Es una cena de gala. Sirven el primer plato, y en el bolsillo de mi esmoquin guardo, doblado, un artículo que habla del amor. Del amor con intensidad. Casi siento este papel como una parte inconfesable de mi cuerpo, como si las molduras del salón Real observaran mi bolsillo y me susurraran: “venga, sácalo ya”… Intento sacarlo, desdoblarlo y dárselo a alguien, a quien sea, para que lo lea. Pero no me atrevo. Me atrevo a escribir desde Kandahar, capital espiritual de los talibanes, y no me atrevo a sacar aquí este papel.

Hemos llegado al Ritz de noche, caminando, vestidos de etiqueta. Pasando junto a la fuente de Neptuno. Rozando al dios de los mares y los terremotos. Rosa, con un crêpe de seda azul hasta los pies, y yo con el texto que nos habla del amor. Pensado por el rey Alfonso XIII y supervisado por César Ritz en persona, este hotel nació para contadísimos mortales: no admitían a actores ni toreros, y hasta 1975 prohibió la entrada a señoras con pantalón.

Traen el segundo plato, vieiras frescas a la plancha sobre sopa de guisantes y nieve de Idiazábal, y queda servido en un mundo que no es este. El grupo terrorista ETA acaba de anunciar que abandona la lucha armada y los rebeldes libios han matado a Muamar el Gadafi. Pero en el salón Real la fuerza de gravedad es otra. Las cenas de gala, como las fiestas rave, colocan a los humanos en órbitas de ingravidez, y esta ingravidez —la entrega del XXXVI premio de periodismo César González-Ruano— la preside Elena, infanta triste de España. La veo hermosa, será por su tristeza.

La tristeza, de hecho, define el viaje. Define el libro que estamos escribiendo y la historia del chico polaco que Rosa descubrió en los archivos fronterizos catalanes. Se llamaba Karol Radewicz. Un bombardeo aéreo alemán mató a sus padres y le arrancó la capacidad de hablar. Apareció una mañana de 1941, con 15 años, caminando por la carretera que viene de Francia, y lo encerraron en el hospicio de Gerona. No sabían qué hacer con él. Un día, Karol escribió al director del orfanato:

“Señor director: no puedo quedarme aquí porque para mí el mundo ha terminado y no querría matarme en esta casa porque eso a usted le causaría tristeza.”

Fue la lectura de esa nota, escrita con buena letra y un aceptable francés, lo que me empujó a llamar a Rosa —así nos conocimos— para sugerirle la posibilidad de seguir el rastro del chico al que se le terminó el mundo. ¿Y si no se suicidó? ¿Y si el mundo no terminó para él? ¿Y si sigue vivo? Tras un primer intento de búsqueda —la Guardia Civil lo llevó finalmente a la frontera y lo forzó a regresar a Francia— quedaba claro que el rastro de Karol moría ahí, en los Pirineos. Y fue esa frustración la que me empujó, meses después, a proponer a Rosa seguir el rastro de otra historia de la que ella me había hablado. Ya no era la de Karol, pero compartía la misma oscuridad: Segunda Guerra Mundial, Pirineos y muerte.

La tristeza define este viaje, sigo pensando con el texto de amor guardado en mi esmoquin.

—Qué bien escribía Ruano, ¿verdad? —comento a la mujer sentada a mi derecha.

—Por eso estamos aquí esta noche —responde.

Y por eso estamos ante uno de los premios de periodismo mejor pagados del mundo: 30.000 euros. Un premio a la altura de Ruano, “el último escritor vestido de escritor y viviendo en escritor que quedaba realmente en Madrid”, como lo definió su discípulo Francisco Umbral. Un prosista, añadía, que “sabía ver más allá de lo que se ve”. Y quizá por ese saber ver más allá de lo que se ve, las bases del galardón dicen que se concederá “atendiendo a la calidad literaria de los artículos y a su interés general como reflejo de algún aspecto de la realidad viva de nuestro tiempo”.

El texto de amor, realidad viva de cualquier tiempo, sigue escondido en mi esmoquin. Intento sacarlo, desdoblarlo y dárselo con suavidad a la mujer que tengo a mi derecha para que lo lea. Pero sigo sin atreverme.

Sirven el tercer plato. Suprema de pintada rellena de duxelle de setas de temporada con salsa moscatel.

—Qué bien escribía Ruano, ¿verdad? —comento al hombre sentado a mi izquierda. Conteniendo algo la respiración, ahora sí me atrevo. Saco de mi bolsillo el artículo del amor y se lo entrego.

El hombre lee atentamente el texto, publicado el 17 de noviembre de 1935 en la primera página del diario ABC.

Me mira unos segundos.

—Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres, según las últimas estadísticas —dice el hombre a mi oído, pesando en sus cuerdas vocales cada una de estas quince palabras.

—¿…?

—Es un poema de Dámaso Alonso. Y Madrid es una ciudad profundamente acrítica. Eso ya se lo digo yo —concluye.

Maquetación 1

 

 

El postre es dulce: tartaleta de merengue de limón, crujiente de caramelo y sorbete de mandarina. Y con el crujiente en los paladares, la actriz Pastora Vega lee impecable a los asistentes el artículo premiado, “La serpiente de san Miguel”, escrito por Jorge Edwards.

“Montaigne, fundador del ensayo moderno, dice que le podría encender un cirio a san Miguel y otro a su serpiente. Las imágenes tradicionales muestran a san Miguel Arcángel hundiendo una lanza en una serpiente pecaminosa. Para Montaigne, el santo era símbolo de la poesía celeste, que subía al cielo, y la serpiente era el barro humano. Entre ambos extremos, encontraba serias dificultades para decidir.”

 

* * *

 

Café, infusión y mignardises… La cena de gala llega a su fin. Los invitados se van levantando, el salón Real se vacía y aprovecho para acercarme al galardonado.

—Hola señor Edwards. Soy periodista. ¿Ha leído usted alguna vez a César González-Ruano?

—Pues…, no… La verdad es que no —responde sorprendido.

—Es que le traigo un artículo que escribió… —busco el folio doblado en el bolsillo de mi esmoquin e irrumpe una mujer algo mayor, arregladísima, que toma al escritor chileno del brazo y se lo lleva… “Vamos a tomar una copa al Wellington, Jorge.”

Y me quedo en el salón Real con el artículo en las manos. Un artículo en el que Ruano habla del amor. Intensamente. Con toda la intensidad de la destrucción… Es un encendido elogio de la ley ratificada ese mismo día por el Führer, una ley que prohibía el matrimonio entre judíos y alemanes puros, que prohibía incluso el acto de amor carnal. Aunque se atrajesen con toda la fuerza de un colapso cósmico.

“Se impone por fin como bandera del imperio la bandera de la cruz svástica, que es el símbolo más rotundo del antimarxismo, del nervio antisemita —escribía Ruano—. Son [la prohibición de los matrimonios y la práctica del sexo entre arios y judíos] evidentes leyes de protección de la sangre y del honor nacionales. […] La tierra del Tercer Reich es la primera que, con un acento liberador y espiritual frente al sórdido materialismo de la economía marxista y el negocio judío, se alza contra la antieuropa.”

Desaparece la infanta triste de España, desaparece el escritor que se ha llevado el galardón y, reflejado en el gran espejo del salón Real, me parece ver a Charles Frédéric Mewes, el hombre que diseñó este salón y este hotel, la caja que ha envuelto el premio de esplendor.

Al arquitecto del Ritz de Madrid, pienso guardando el texto en mi esmoquin, también le habrían prohibido hacer el amor.

Era judío.

 

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