Manuel Chaves Nogales
En el aeródromo del Prat, ante el avión que ha de conducirnos, el piloto y el radiotelegrafista consultan las indicaciones meteorológicas que acaban de recibir sobre el estado de la atmósfera en el trayecto hasta Marsella. Hay un poco de tormenta en el Pirineo y el avión tiene que ir subiendo y bajando constantemente para esquivar las corrientes de aire y las nubes.
Al despegar el avión cruza con un poco de petulancia sobre Barcelona, que ofrece el grato espectáculo de su dilatado caserío extendido por la amplia planicie entre el mar y las montañas. Barcelona es ancha y plena. Lo tiene todo; todo lo que puede tener una ciudad para estar bien plantada; todo aquello de que carece Madrid. El mar, la montaña, la huerta, el puerto, la zona fabril…
Pronto queda atrás el gran hormiguero, y este buen mar Mediterráneo, antes tan llano y humilde, a medida que avanzamos se va enfoscando y creciendo. La costa llana es ahora costa brava y difícil.
Súbitamente por un boquete de las nubes descubrimos el golfo de Rosas, puerto ancho por el que quiso entrarse a raudales en la hosca península la vieja cultura clásica. No sé si es exactamente una impresión directa del paisaje o más bien una sugestión literaria anterior; pero la luz de esta mañana en el golfo de Rosas tiene una diafanidad mayor que nunca.
En la lontananza las últimas estribaciones de los Pirineos orientales bajan a bañar su cola en el mar asemejándose a esos paquidermos que en los jardines zoológicos nos recuerdan cómo debían ser los animales antediluvianos. El terreno montuoso es, visto desde el avión, como un fabuloso plesiosaurio.
Poco a poco vamos metiéndonos en la zona tormentosa. El viento viene a chocar con fuerza contra nuestro avión. Es curioso advertir cómo para el navegante del aire la atmósfera no es esa cosa vacua, sin sentido que es para el terrícola. El aviador sabe las cosas que hay en el aire; las mil cosas sorprendentes que cuando todos sean aviadores exigirán para poder percibirlas, si no un nuevo sentido, una agudeza mayor de la que tenemos ahora. Los baches, las zonas de menor densidad, las corrientes de aire, los remolinos, las trombas, toda esa mecánica aérea puebla la atmósfera que antes creíamos diáfana y vacía.
Ya en pleno Pirineo la tormenta nos alcanza. Las nubes se precipitan furiosas sobre el aparatito que se les entra valientemente por la panza negruzca. Hace falta una gran decisión para meterse nube adentro. La nube es como una gran humareda y cuando nos metemos en ella tenemos la misma sensación de que nos hemos metido de cabeza en un incendio.
Huyendo del seno de la nube el avión gana altura, gracias a las arremetidas valientes del motor. Se ha borrado por completo la tierra. Esto tiene ya un aspecto curioso de paisaje sideral, tal como podemos concebir nosotros lo sidéreo. Hemos superado las nubes y las vemos correr insensatamente debajo de nuestro aparatito. A veces entre sus desgarrones aparece la mancha clara de la tierra o la mancha verde del mar sobre las que se proyectan las sombras de estas nubes que por debajo nuestro corren empujadas por quien sabe con qué secreto designio.
Cada vez se cierra más y más el horizonte. Llega un momento en que no hay solución de continuidad entre las nubes. Toda porción del planeta que pueda abarcarse desde la altura del avión está algodonada, cubierta de ese algodón sucio de los nubarrones. Nuestro motor se abre paso lentamente; sus gruñidos isócronos parecen descubrir ya un poco de jadeo, y el piloto, erguida la cabeza bajo la caperuza de pájaro, lo vigila y lo fuerza a seguir. La resistencia del viento se me antoja insuperable. Subimos hasta no poder más. Allí no son tan densas las nubes, pero la fuerza del viento es mayor. Desbaratadas por el ventarrón pasan las nubes a nuestro costado como lanzas tendidas contra un invisible enemigo.
La tormenta está muy alta y hay que intentar el paso por debajo de ella. El piloto pica la proa del avión y nuevamente nos zambullimos en la gran masa de vapor de agua; durante unos minutos navegamos perdidos en la panza de los nubarrones. De improviso se abre un jirón por el que asoma siniestro el cuchillo de una montaña demasiado próxima. Más que el viento y el mar es la tierra nuestro enemigo.
Son cada vez más frecuentes los jirones verdes y azules en la mesa vaporosa. Al primer rayo de sol que alancea la tormenta nuestro aparatito brilla gracioso como un juguete. Sus piezas niqueladas y su ala metálica juegan con el sol. ¡Qué grata esta alegría radiante de nuestra maquinita con sus cueros primorosos, su tapizado impecable y el brillo de sus bronces en este paisaje sideral que va hundiendo inalterable, como si jugara!
Camina el viento barriendo las nueves a nuestra espalda y lanzándonos como flechazos. Nos apartamos de la ancha fauce del mar y volamos ya sobre tierra francesa. Cuando el ámbito queda limpio y oteamos el paisaje se ha operado en él una de esas maravillosas mutaciones de decoración que tanto sorprenden al viajero del aire.
Contemplamos ahora una planicie inmensa, irregularmente dividida en pequeñas porciones, donde se dan todas las tonalidades del verde y el amarillo. Es el campo de Francia. De trecho en trecho se alzan las granjas, las innumerables granjas que toman posesión efectiva de esta tierra próvida del Mediodía francés. El viejo tema de la diferencia del paisaje español y el paisaje francés se nos suscita ahora vivamente, obligándonos a la reiteración. He aquí un paisaje humanizado, sencillo, confortable como muy raras veces puede contemplarse en España. El Garona riega cómodamente la dilatada planicie y se ve en seguida que aquí la vida no puede tener ese sentido dramático de los roquedales aragoneses, la dura meseta castellana o la reseca Andalucía.
Volamos ahora plácidamente. Pero acaso el motor ha trabajado demasiado y empieza a ronquear. Sus gruñidos no tienen ya esa isocronía que tanto tranquiliza y tanta seguridad da al viajero. Gruñe con intermitencias y parece dispuesto a dimitir. Empieza a notarse un fuerte olor a caucho quemado y el piloto y el mecánico luchan un momento por conservar la marcha, pero finalmente se disponen al aterrizaje forzoso.
Estamos todavía a gran altura y puede escogerse el sitio donde ir a caer planeando. Lo único disponible que tenemos a la vista es un campito de trigo recién segado. Es lo único abordable entre las grandes masas de follaje y la exuberancia de las viñas. No tendrá este campito cien metros de largo. Mientras bajamos sobre él en espiral nos intranquiliza un talud que hay hacia el extremo opuesto del lado por donde hemos de entrar. El piloto hace su maniobra y nosotros nos amarramos prudentemente a nuestro butacón. A motor parado, el avión vira en redondo y va perdiendo altura en espiral para posarse en el pequeño espacio de que disponemos con la menor violencia posible. Pero aquello es demasiado chico. Entramos rozando las copas de los árboles y tocamos tierra violentamente, un formidable golpe. El avión salta sobre su tren de aterrizaje y se precipita fuera de nuestro improvisado aeródromo. Súbitamente, un formidable golpe; cruje la caja metálica de la cabina, hay un estrépito de cristales y saltamos en nuestros asientos hasta dar con la cabeza en el techo. Miramos por la ventanilla. El avión está empotrado en el borde de una zanja de un metro y medio de profundidad que separa nuestro campo de aterrizaje de una viña colindante. ¡Cochino espíritu de la propiedad de los franceses! No les basta con tener fijadas sus lindes en el Registro de la Propiedad; por poco no nos dejamos los sesos en esta zanja.
Salimos de la cabina, salvamos la zanja y esperamos a unos campesinos que llegan corriendo desde una granja próxima.
Se han metido en la cabina del avión y andan curioseándolo todo y considerando y tasando los desperfectos del golpe.
Mientras llega un automóvil que hemos pedido por teléfono a Béziers me tumbo en el viñedo a la sombra bajo un ala del avión, el cual ha clavado su hélice en una cepa y con uno de sus brazos ha levantado el voltear un espléndido racimo de uva gorda, verde y jugosa que lo mantiene en alto como un trofeo.
7/8/1928
Categorías:Vuelta a Europa