Manuel Chaves Nogales
Los soviets tienen hoy la mejor policía del mundo. Es tan buena, está tan maravillosamente organizada que ni siquiera se advierte su existencia. Yo he recorrido Rusia de punta a punta, he andado a mi placer por ciudades importantes y por aldeas, he viajado solo, siempre solo, sin decir a nadie a dónde iba ni con qué objeto; en avión, en ferrocarril, en “auto” y hasta en carro. Nadie me ha molestado nunca, ni me ha pedido un documento, ni me ha puesto la menor dificultad.
Tengo, sin embargo, la impresión de que me han seguido cuidadosamente los pasos y de que se ha sabido en todo momento a dónde iba y con quien me entrevistaba. Sería cándido suponer lo contrario. Pero no se me ha ocasionado la más mínima molestia, como si yo fuese el amo de Rusia. Por eso afirmo que la policía soviética es la mejor del mundo.
Esta opinión me la han confirmado quienes tienen más motivos que yo para sostenerla. Los comunistas de la oposición. Por un extraño azar, durante todo mi viaje por Rusia he ido cayendo sucesivamente en manos de miembros de la oposición más o menos caracterizados, y todos ellos, cuando yo les hablaba de la libertad que tenía para moverme, se sonreían diciéndome: “Tenemos la mejor policía del mundo. Mientras usted no haga más que curiosear de un lado a otro todo irá bien. Pero, por si acaso, no salga nunca usted de su papel de viajero curioso”.
Después he tenido ocasión de comprobar la omnipresencia de los agentes de la G.P.U. Lo ven todo y lo saben todo. Piénsese que no solo sus directores, sino muchos de sus agentes, han sido cocineros antes que frailes; es decir, que han estado muchos años burlando a la policía del zar o cayendo en sus garras. Son, indudablemente, la gente que estaba mejor preparada para organizar una policía política. Imagínese lo que sería la Guardia Civil si estuviese algún día en manos de los gitanos.
Como policía política, la G.P.U. es la mejor del mundo. Ahora, como policía criminal, es absolutamente ineficaz. Aún no ha podido reprimir el bandidaje en los campos y en los trenes, y ni siquiera responde de la seguridad del transeúnte que se aventura a horas avanzadas por las barriadas extremas de Moscú. No es su oficio, sencillamente.
Su poder es omnímodo en toda Rusia. El “guepeú” asume todos los poderes y disfruta de la más absoluta inviolabilidad. Esto ha garantizado el orden, cosa que a la gente de temperamento conservador quizá le satisfaga. Pero los que estamos espiritualmente más cerca de los delincuentes que de la policía sentimos cierta angustia al advertir que hay unos individuos privilegiados que tienen en sus manos todos nuestros derechos y nuestras libertades. El hombre netamente liberal no abdica esto ante ninguna garantía de orden, por fuerte que sea.
Para el que no siente este escrúpulo de conciencia ni está animado de ningún propósito revolucionario en contra del gobierno de Moscú, la institución es maravillosa. El “guepeú”, consciente de la responsabilidad que en él se deposita, es en cada caso la garantía de una justicia inmediata, un poco patriarcal, absolutamente honrada. Todos los pleitos e incidentes de la vida cotidiana los falla en el acto de su planteamiento de manera inapelable el agente de la G.P.U. En un país todavía desorganizado como Rusia, la intervención inmediata y por todos acatada de esta autoridad sin límites es altamente beneficiosa.
Yo mismo he tenido ocasión de comprobarlo. Quería ir por ferrocarril desde Bakú a Tiflis, para atravesar después en automóvil la cordillera del Cáucaso por el llamado Camino Militar y volver a tomar el avión en Vladicaucas. Creí que adquirir un billete de tren era en Rusia una cosa tan hacedera como en cualquier otra parte; pero conociendo ya el “tempo lento” que tienen todas las cosas en este país, tuve la precaución de ir a la estación a comprar mi billete veinticuatro horas antes de la salida del tren.
El aspecto de las estaciones de Rusia es sorprendente. Como los viajes a través del territorio ruso son casi siempre de miles de kilómetros, los viajeros se mueven de un lado a otro con una terrible impedimenta de colchones, sábanas, mantas, almohadas, vajilla y provisiones. Algunas familias viajeras llevan hasta el samovar, que en cualquiera de las estaciones en su departamento del vagón, en cualquier sitio, preparan para hacer cada dos horas el inevitable té. Ante las ventanillas del despacho de billetes había largas colas de gente que esperaba pacientemente. Tomé plaza en una de aquellas colas y me puse a fumar cigarrillos y a esperar que me llegase el turno. Pero pasaba una hora y otra y otra y la cola no avanzaba un paso. Entablé una rudimentaria conversación con mis compañeros de espera por medio de la mímica y de algunas palabras rusas que yo ya conocía, y pude saber, con el consiguiente espanto, que el despacho de billetes no se abría hasta doce horas más tarde. Además, según me dijeron, sólo habría plazas para los diez o doce primeros puestos de la cola, que estaban allí desde el día anterior. Nosotros hacíamos cola para el día siguiente, o para el otro. Desistí.
Yo, que estaba dispuesto a adquirir mi billete sin ninguna preferencia, viajando como cualquier hijo de Rusia, me convencí de que aquella espera de dos o tres días en una estación para tomar un billete era un esfuerzo superior a la resistencia física de un occidental y salí de la cola dispuesto a hacer valer mi condición de extranjero para que se me despachase inmediatamente. Emprendí entonces una difícil peregrinación. Interpelé, uno tras otro, a todos los empleados de la estación. Llegué hasta el despacho del jefe y formulé mi pretensión ante el que llamaríamos interventor del Estado. Todo inútil. La contestación era siempre la misma. En la Rusia comunista todo el mundo tiene los mismos derechos. Yo debía esperar, como cada cual, a que me llegase el turno.
Estaba ya resignado por la fuerza de los hechos, cuando pasé casualmente ante un puesto de vigilancia de la G.P.U. ¿No dicen que la G.P.U. es omnipotente en Rusia? Vamos a ver si ella me consigue un billete de ferrocarril.
Entré y expuse mi deseo al comandante del puesto, quien, atendiendo a mi condición de extranjero, lo estimó muy razonable.
– Le despacharán a usted el billete hoy mismo.
– Le advierto que he hablado con el jefe de estación, quien me lo ha negado.
– Irá usted de nuevo, recomendado por la G.P.U.
– Es que, según creo –aventuré tímidamente- a veces no hay plazas libres en el tren.
– Usted irá en ese tren –me dijo- . Diez minutos antes de la hora de partida esté usted aquí con su equipaje.
Así lo hice, y efectivamente, allí estaba mi billete y mi plaza reservada en un magnífico vagón de primera clase. Porque esto sí, en Rusia es difícil obtener un billete de ferrocarril; pero cuando se ha obtenido se viaja mejor, con más lujo y comodidad que en ningún país del mundo. No es una cosa excepcional para extranjeros, no. Los trenes rusos son los más confortables y los más baratos del mundo. Ahora bien, no hay ni la mitad de los que se necesitan.
He relatado esta intervención en favor mío de la G.P.U. porque demuestra el omnímodo poder que tiene en Rusia. No porque me satisfaga. Yo, la verdad, en lo íntimo de mi conciencia, hubiese preferido esperar los tres días a pie firme en la estación de Bakú a sentir netamente la influencia de ese poder absoluto, sin ningún control, que campea hoy en Rusia.
21/9/1928
Categorías:Vuelta a Europa