Manuel Chaves Nogales
Cuando en una calle de Moscú se encuentra uno arrimado a la acera a un tipazo mugriento, barbudo, con una pelambrera piojosa cayéndole sobre los hombros, los grandes ojos azules mirando espantados el espectáculo callejero, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, la testa oscilante mientras los labios torpes intentan vanamente articular unos sonidos humanos entre eructos de aguardiente, ya se sabe: en un “pope”.
Yo no sé si antes de la revolución sería así también. Sospecho que la embriaguez habitual es una de las tradiciones más características del clero ruso, a juzgar por las referencias literarias que de él tenemos. Lo que es ahora decir “pope” es decir borracho.
Yo creo que, aparte de una natural predisposición al alcoholismo que por lo visto ha sido siempre patrimonio del cura ruso, es la revolución la que le empuja ahora fatalmente a la embriaguez. Desde el triunfo del bolchevismo el “pope”, como dice la letra de los tangos, “bebe para olvidar”. La tragedia de la iglesia ortodoxa dentro del régimen soviético es una tragedia disuelta en alcohol.
El partido comunista, siguiendo su táctica jesuítica de siempre, cuando se topó de cara con la Iglesia no se atrevió a darle la batalla francamente. El pueblo ruso era y sigue siéndolo, el pueblo más religioso del mundo. No se trata de una religiosidad militante, disciplinada y concreta, sino de un difuso sentimiento religioso mezcla de superstición e idolatría, tan arraigado en el fondo del alma rusa que hasta los bolcheviques que se atrevieron con todo se detuvieron prudentemente antes de atacarlo a fondo.
Pudieron haber suprimido al cura como suprimieron al comerciante, al patrono y, en general, a toda la burguesía. Los sótanos de la checa habían probado ya su capacidad para eliminar una clase social entera por fuerte y numerosa que fuese. Pero con el cura, acaso por temor a la explosión de ese difuso sentimiento religioso tan arraigado en el alma del pueblo ruso, tal vez porque los comunistas han puesto siempre un exquisito cuidado en evitar que se formase la aureola de mártir alrededor de sus víctimas y la Iglesia es maestra sapientísima en la elaboración de mártires, el caso es que se siguió otro procedimiento de eliminación. El sitiarlos por hambre.
Hace once años que la vida se le hace imposible al pobre “pope” ruso. Si subsiste es porque por lo visto la clase sacerdotal tiene una vitalidad superior a la del resto de los mortales.
Se nacionalizaron todos los bienes religiosos, hasta los ornamentos del culto. El “pope” se encontró de la noche a la mañana con que no tenía más que la sotana que llevase puesta. Se suprimió toda subvención al clero, se castigaron duramente las especulaciones con objetos de culto y se impidieron las recaudaciones de fondos entre los fieles. Durante los terribles años de miseria que siguieron a la revolución, el “pope” privado de todos sus recursos, permanecía impotente y famélico a la vera de sus iconos, ante los que iba a prosternarse una muchedumbre llena de fervor religioso, pero sin una “copeca” en el bolsillo. Los buenos parroquianos de antes habían emigrado o perecido.
El “pope” se lanzó entonces a una vida de hampón. Mendigando por las casas de sus fieles, comiendo aquí y ayunando allá, durmiendo donde le cogía, alternando con ese poso turbio de malhechores e infelices que revuelven las revoluciones, el “pope” ha ido cayendo poco a poco en una especie de vagabundaje que pone pellas de barro en sus barbazas antes tan respetables y deshace en jirones su imponente sotana.
¡Pobres “popes” rusos” Yo he visto a uno que llevaba todo el verano durmiendo bajo la bóveda del firmamento. En Moscú hay un pavoroso problema de vivienda y la dictadura del proletariado distribuye las habitaciones de que dispone según la utilidad social del que las demanda. El cura, según los bolcheviques, no desempeña en Moscú ninguna función necesaria y no tiene, por tanto, derecho a habitación. Considerado como una “superfluidad”, el “pope” ve claramente que está condenado a perecer. Y, consciente de su fin próximo, desesperado, se entrega a la bebida.
Me dicen que algunos, no muchos, han tenido una resolución heroica y se han puesto a trabajar en las fábricas.
Durante algún tiempo la Iglesia, a la que los bolcheviques no atacaban directamente, creyó que podía salvarse y convivir con el nuevo régimen. La maniobra soviética de favorecer encubiertamente a una secta para hacer daño a otra hizo concebir a algunos la esperanza de que podrían sobrevivir. Una parte de clero se puso del lado de los bolcheviques bajo la bandera de la Iglesia viviente, que, en efecto, encontró cierto apoyo entre los directores del partido.
Este intento de salvarse fue muy curioso. Compaginaban la revolución con sus creencias aquellos pobres “popes” diciendo que puesto que la voluntad de Dios era que hubiesen triunfado los bolcheviques había que someterse a ellos y ayudarlos incluso en su tarea revolucionaria. Para congraciarse con la dictadura del proletariado, algunos “popes” izaban la bandera roja sobre las cúpulas doradas de sus iglesias y en su propaganda religiosa intercalaban citas de Marx, Engels y Lenín entre los versículos de la Biblia. Pero la mayoría soviética está ya demasiado clara para que puedan hacerse ilusiones sobre su destino. Los bolcheviques favorecían esta herejía de la Iglesia viviente para acabar de destruir la Iglesia ortodoxa.
A pesar de todo, el pueblo sigue siendo religioso. El “pope” ha perdido todo su prestigio. No hay paridad posible entre la significación social de un cura católico o protestante y un “pope” ruso. En la aldea, el “pope”, que siempre, aun bajo el zarismo, tuvo una reputación moral poco envidiable, se ha convertido en un tipazo pintoresco, filósofo cínico, borrachín genial, que divierte a los campesinos con su ingenio, su cultura y su desvergüenza.
El “pope” y su mujer la “papadia”, con sus broncas conyugales, sus borracheras, sus árbitros para poder comer, su desesperación y sus pecados, todos, son la sal de la vida aldeana, la anécdota pintoresca que alegra un poco la triste vida de trabajo de los campesinos. El “pope” ha venido a ser el fermento anarquista de la aldea.
Y a pesar de todo subsiste inalterable este difuso sentimiento del pueblo ruso.
15/10/1928
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