Joseph Pulitzer
Hay quienes han dicho que mi finalidad al fundar la facultad de Periodismo era ayudar a los jóvenes que quisieran hacer de esta su vocación. Otros han dicho que se trata de un esfuerzo por elevar el periodismo a su posición real entre las profesiones que se aprenden. Eso es cierto. Pero, aunque sea un placer sentir que esta facultad ayudará a muchos jóvenes a tener un mejor comienzo en su vida, no ha sido este mi objetivo primordial. Tampoco lo ha sido la elevación de la profesión que amo y a la que tanto respeto. A lo largo de toda mi planificación, el fin principal que he tenido en mente ha sido el bienestar de la República. El objetivo de la facultad será crear mejores periodistas que, a su vez, creen mejores periódicos que presten un mejor servicio a la sociedad. Impartirá conocimientos, pero no como fines en sí mismos, sino para que sean empleados en el servicio público. Tratará de desarrollar personalidades, pero incluso eso será sólo un medio para el fin por excelencia: el bien público. Nos encontramos ante un portento inaudito hasta la fecha: una democracia incontable, mundial, culta y consciente de sí misma. Las pequeñas revoluciones del pasado las llevaron a cabo unos pocos líderes que actuaban sobre una población ignorante, consciente sólo de una vaga sensación de insatisfacción. Ahora las masas leen. Saben de qué se quejan y cuál es su poder. Debaten en Nueva York la situación de los trabajadores de Berlín y de Sidney.
También el capital está desarrollando un sentimiento de clase mundial. Ha aprendido a su vez el poder de la cooperación.
¿Cuál será el estado de la sociedad y la política de esta república dentro de setenta años, cuando algunos de los niños que ahora van al colegio aún estén vivos? ¿Conservaremos un gobierno basado en la Constitución, en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y en la pureza de la justicia, o nos gobernarán el dinero o la mafia?
La respuesta a esas preguntas dependerá en gran medida del tipo de educación que la gente de ese tiempo reciba a través de sus periódicos, sus libros de texto, sus oradores y sus predicadores de masas.
He hablado tanto de la necesidad de mejorar el periodismo que, para evitar malentendidos, debo dejar clara mi opinión sobre el trabajo admirable que muchos periodistas ya están haciendo. El competente autor de editoriales, por ejemplo. ¡Qué cantidad de información sensata nos da cada día! ¡Qué justos son por lo general sus juicios, y qué rápidas sus decisiones! Sin conocer a la gente para la que trabaja, coincide con sus sentimientos y sus aspiraciones, y —cuando se le deja solo, sin las restricciones que imponen los prejuicios partidistas— suele interpretar sus ideas como a ella le gustaría expresarlas por sí misma.
No resultaría exagerado decir que la prensa es la única gran fuerza bien organizada que está activa y unida en la conservación de la rectitud civil. Hay muchos reformadores políticos en el clero, pero al púlpito como institución le preocupa el Reino de los Cielos, y no la República de los Estados Unidos. Hay muchos abogados con espíritu cívico, pero la abogacía como profesión trabaja para sus clientes, y ningún trust de los que desafían la ley ha sucumbido por no tener suficiente talento jurídico a su servicio. Los médicos trabajan para sus pacientes, y los arquitectos, para sus clientes. Solamente la prensa hace suyo el interés público. «Lo que es problema de todos no es problema de nadie» 17, excepto del periodista: es suyo por adopción. Si no fuera por su preocupación, prácticamente todas las reformas morirían antes de nacer. Mantiene a los dirigentes en el que es su deber. Desvela los intentos secretos de robo. Promociona todos los planes de progreso que resultan esperanzadores. Sin él, la opinión pública no tendría forma, y sería muda. Une a todas las clases y a todas las profesiones, y les enseña a actuar en consonancia con los principios de su ciudadanía común.
Los griegos creían que no se podía gobernar con éxito una república si todos los ciudadanos estaban demasiado lejos como para reunirse en un mismo sitio. En la democracia de Atenas, todos podían juntarse en la asamblea popular. Allí era donde se formaba la opinión pública y, dependiendo de si se escuchaba a un Pericles o a un Cleón, el Estado prosperaba o se deterioraba. El orador que se dirige a la democracia americana es el periódico. Es el único que posibilita la buena circulación de la sangre política por las venas de una república continental. Tenemos unos cuantos periódicos —es triste, pero cierto— que propugnan peligrosas falacias y falsedades, apelando a la ignorancia, al partidismo, a las pasiones, a los prejuicios populares, a la pobreza, al odio a los ricos y al socialismo, sembrando la semilla del descontento —que con el tiempo, si no se le pone freno, conduce sin duda alguna a la anarquía y el derramamiento de sangre. La virtud, como dijo Montesquieu, es la base de la República, y por ello una república, que en su versión más pura es la forma de gobierno más deseable, es la más difícil de mantener. Porque no hay nada más susceptible de decadencia que la virtud.
Nuestra república y su prensa triunfarán o caerán juntas. Una prensa capaz, desinteresada y solidaria, intelectualmente entrenada para conocer lo que es correcto y con el valor para perseguirlo, conservará esa virtud pública sin la cual el gobierno popular es una farsa y una burla. Una prensa mercenaria, demagógica y corrupta, con el tiempo producirá un pueblo tan vil como ella. El poder de modelar el futuro de la República estará en manos de los periodistas de las próximas generaciones. Por esa razón ruego a mis colegas que apoyen este importante experimento. De su generosidad y su cooperación dependerá el éxito final del proyecto.
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