Miguel Artola
José Luis de Vilallonga y Cabeza de Vaca es conocido actualmente por sus obras literarias, por su breve aparición junto a Audrey Hepburn en la película Desayuno con diamantes y por llevar a gala un estilo de vida de playboy incorregible. Sin embargo, cuando Vilallonga escribió sus memorias en 2001 para dejar constancia de su infancia y juventud, el mundo que describió resultaba completamente distinto. Vilallonga había pertenecido a una de las familias nobles más distinguidas. Su abuela poseía los títulos de marquesa de Castellvell y baronesa de Maldá, su padre había rehabilitado el título de barón de Segur y su madre pertenecía al linaje de los marqueses de Portago. Acorde con su posición social, Vilallonga vivió hasta 1931 en un universo marcado por unas reglas estrictas, en el que se le educó a presentar siempre una imagen impecable, acicalado, repeinado, oliendo a jabón y colonia ante las personas que visitaban a su abuela y padres en casa. En el trato más íntimo con su familia siguió un orden reverencial, tratando de usted a los adultos y sin osar hablar en la mesa a no ser que su abuela le preguntara. Ellos eran ricos, pero incluso cuando se fue haciendo mayor solo conoció de forma muy vaga el patrimonio familiar. Sabía que acumulaban tierras, casas y valores, pero más allá de ver al administrador tratando con su abuela, a él le bastaba con saber que le llegaría su correspondiente asignación mensual. Su futuro profesional no iba a ser excesivamente complejo, pues su padre ya había imaginado para él un destino en el servicio diplomático o en el Ejército, donde encontraría a otras familias de grandes nombres y fortunas. Pero antes de dar ese paso, era fundamental que aprendiese las normas básicas de su clase. Debía recibir una buena educación en Oxford o Cambridge y conocer las maneras del gentleman inglés, es decir, a vestirse como un señor y beber como un caballero. Su padre le insistía especialmente en la importancia de la elegancia, de lucir ropa que se adaptara con magnífica precisión y a no mostrar una sola arruga en pantalones y trajes. También le enseñó el arte de la equitación y a vestirse de la forma adecuada para practicarlo, con botas altas relucientes, chaqueta inglesa, guantes de piel de cerdo, camisa blanca y corbata. Como jinete experimentado nunca debía llevar fusta, y ajustarse a un ritmo inmutable al trote y al paso, pero sin galopar. Su abuela le proporcionó consejos igualmente valiosos. Le dijo que aunque vivían en un mundo en el que gobernaba el dinero, para ellos había una cosa más importante: el prestigio. La marquesa también le previno de que, a pesar de las apariencias, las familias aristocráticas en Madrid poseían un bajo nivel cultural, pues solo mostraban interés en hablar de sus tierras, perros, caballos y títulos. En cambio, si alguien realizaba algún comentario sobre un libro, un cuadro o una ópera, lo normal era que le vieran como un excéntrico.
Sin previo aviso, el mundo en que había vivido José Luis de Vilallonga se torció de forma inesperada. A principios de abril de 1931, su padre le fue a recoger en su Rolls para abandonar inmediatamente el país con destino a Francia. En Biarritz descubrió que no estaban solos en ese viaje, pues encontró a varias familias aristocráticas, como los duques de Alburquerque, Santo Mauro o el conde de la Cimera. Tras conocer la caída de Alfonso XIII y la proclamación de la República, comprendió la gravedad de los acontecimientos, en especial, los temores de su madre a que las autoridades les expropiaran casas, fincas, cuentas bancarias, muebles y cuadros. Cuando él mismo volvió meses después a España, encontró que la situación no era tan grave, aunque sí notó que las formas estaban cambiando. Solo la gente de derechas llevaba sombreros, y los chóferes particulares, que anteriormente habían servido como símbolo de distinción, ya no iban ataviados con uniforme, dado que ello sería visto como una provocación. Pocos años más tarde, el estallido de la Guerra Civil convirtió en realidad aquellos temores; la República les expropió su patrimonio y las masas se hicieron con el control en las calles. Naturalmente, en estas circunstancias, su padre le obligó a dejar la escuela y a alistarse en el Ejército para garantizar la victoria nacional.
Cuando terminó la guerra, en 1939, Vilallonga encontró un país marcado por una profunda división entre vencedores y vencidos, si bien él no tenía ninguna duda de que pertenecía al bando ganador. Su familia recuperó todo: casas, fincas, acciones e incluso el dinero, que los bancos habían salvado. Y también comprobó que España era un país muy distinto de aquel que había conocido en época de Alfonso XIII. Poco antes de que terminara la contienda, un amigo de su padre ya le había advertido de que iba a encontrarse un mundo desconocido, oscuro, triste y feo. El orden social ya no iba a ser el mismo, pues, aunque se impusiera la paz, «Sancho Panza bajará a la calle y se cargará a Don Quijote». Lenta pero inexorablemente, les engullirían las clases medias, e instituciones como el Ejército dejarían de ser un club en el que todo el mundo se conoce, para convertirse en una agrupación de gentes que cobran por vestir uniforme. Pero, sin duda, el cambio que más le marcó fue la profunda renovación que se produjo entre las clases altas. En pocos años, propietarios y rentistas como su padre se vieron arruinados, mientras que aparecían por doquier los terribles nuevos ricos, estraperlistas, depredadores de guante blanco, tramposos a gran escala y financieros de nuevo cuño. La inaudita rapidez con que el dinero cambió de manos anunciaba el fin de un mundo considerado hasta entonces como inamovible[1].
Este libro recorre los mismos años que trata Vilallonga en sus memorias para presentar una historia social de las clases altas durante la primera mitad del siglo XX. Los cambios políticos de esta época constituyen los principales puntos de inflexión en esta obra. En origen, se presenta la jerarquía social que dominaba en época de la Restauración y se muestra cómo este orden pudo sobrevivir sin sufrir cambios relevantes al golpe de Estado protagonizado en 1923 por el general Primo de Rivera. Posteriormente, el lector acompañará a las familias más ricas en los múltiples retos que afrontaron durante dos tumultuosas décadas marcadas por la caída de Alfonso XIII, la proclamación de la Segunda República, el estallido de la Guerra Civil y la instauración de la dictadura franquista. Finalmente, se realiza un balance retrospectivo de esta transformación para mostrar cómo las clases altas, a pesar de pertenecer al bando vencedor de la Guerra Civil, paradójicamente perdieron las bases tradicionales de su poder y experimentaron una notable renovación en sus filas. En definitiva, la ruptura que se produjo entre las élites durante este periodo tan corto es de tal magnitud que solo puede compararse con otros cambios históricos trascendentales, como la quiebra del Antiguo Régimen y la revolución liberal ocurridas a principios del siglo XIX.
He buscado sintetizar este proceso de declive al poner como título El fin de la clase ociosa. El concepto de clase ociosa sin duda puede desconcertar al lector, dado que en la perspectiva actual no hay peor consideración que la de no cumplir función productiva alguna. Sin embargo, tal como señaló un autor norteamericano, Thorstein Veblen, el adjetivo «ocioso» resulta relevante para esta época, por cuanto ilustra la predisposición que mostraban las familias más ricas a abandonar cualquier forma de trabajo y, a cambio, desarrollaban una vida dedicada a la alta cultura, el deporte y el consumo de lujo[2]. Asimismo, el concepto de clase ociosa tiene la virtud de relacionar lo económico y lo social, pero también lo público y lo privado, ilustrando así el mosaico de matices que se manifestaba en lo más alto de la escala social. No obstante, por comodidad y convencionalismo, durante la mayor parte de este libro he utilizado el concepto de clases altas como sinónimo de clase ociosa.
Por otra parte, el uso que hago del concepto de clase permite retomar la definición de Marx, para así referirme a un actor cohesionado por poseer o controlar el capital. En la primera mitad del siglo XX esta cualidad se expresaba en que las clases altas reunían las mayores fortunas del país, incluyendo importantes participaciones accionariales en grandes empresas, puestos en consejos de administración, miles de hectáreas de tierra y docenas de propiedades urbanas. El concepto de clase señala igualmente las características propias de un actor socialmente cohesionado: sus miembros compartían una identidad común, sabían fijar las fronteras de su grupo y conocían las diferencias que les separaban con respecto a las clases trabajadoras y medias. En consecuencia, las clases altas tenían un estatus similar de forma que compartían un estilo de vida, educación y valores sociales. No obstante, esta preferencia por el concepto de clase no debe entenderse como un rechazo frontal a las categorías empleadas por historiadores y contemporáneos, entre ellas, élites, aristocracia, empresarios o clases conservadoras[3].
Los acontecimientos de la primera mitad del siglo XX, especialmente la Segunda República y la Guerra Civil, siguen estando muy presentes en la memoria de los ciudadanos. Los historiadores también han tratado con profusión esta época, por lo que el lector interesado podrá encontrar actualmente infinidad de libros sobre la política, la sociedad o la economía, incluyendo amplios trabajos sobre las formas de movilización, las condiciones de las clases trabajadoras, el ocio de masas o la vida en el medio rural. Por el contrario, si busca conocer las clases altas, sorprendentemente, encontrará muy pocos estudios. Por supuesto, existen solventes investigaciones sobre las élites políticas de la Restauración o del franquismo, así como un número creciente de trabajos sobre grandes y pequeños empresarios. Sin embargo, todavía sigue faltando un estudio sistemático sobre la economía, la cultura y el poder político de los sectores más ricos de la sociedad.
La diferencia que caracteriza a este libro radica en que sitúa la Guerra Civil como el punto central de una de las rupturas decisivas en la historia contemporánea española y no, como tradicionalmente se hace, al final (o inicio) de largos periodos históricos, por ejemplo, la España liberal o el franquismo. Al reconstruir la historia de las clases altas durante un periodo de tiempo tan largo, resulta obligado tomar en consideración las conclusiones e interrogantes que han planteado otros historiadores. Manuel Tuñón de Lara apuntó hace años que la aristocracia y la alta burguesía se habían fusionado para formar un bloque de poder, que hegemonizó el poder económico en España y constituyó uno de los mayores obstáculos para la instauración de la democracia. En cambio, investigaciones más recientes, como las de Mercedes Cabrera y Fernando del Rey, han negado que hubiese un bloque hegemónico, señalando además cómo propietarios e industriales fueron muchas veces incapaces de imponer su voluntad a la clase política. En este trabajo trato precisamente de indagar en la magnitud de las fortunas de las clases altas, su cohesión social y su capacidad de movilización y adaptación ante acontecimientos adversos[4].
Desarrollar una investigación sistemática sobre las familias más ricas del país resulta una tarea difícilmente abarcable, por lo que he elegido la ciudad de Madrid como el marco geográfico de este trabajo. La capital sirve de escaparate inigualable de la composición de los grandes patrimonios, el poder político, la elegancia y la distinción. En términos generales, Madrid tuvo una fuerte presencia de las clases altas, pues además de ser la capital del Estado y principal centro financiero del país, tuvo también un indudable atractivo social y cultural fruto de su doble condición como espacio de la Corte y polo de la modernidad. Además, su historia sobrepasa claramente el ámbito local, dado que las familias que residieron en ella poseían propiedades y empresas en otras regiones, tejieron amplias redes sociales y gozaron de la proyección pública que les confería la aspiración a dominar toda la nación. En sus múltiples dimensiones, Madrid era, y es, una ciudad de élites.
Este trabajo hubiera sido imposible de realizar sin el recurso a gran variedad de fuentes, muchas de ellas totalmente inéditas. En el primer capítulo, dedicado al estudio económico, utilizo de forma sistemática las declaraciones de la renta del periodo, obteniendo una imagen compleja que permite diferenciar entre la posesión de distintas formas de patrimonio, como fincas rústicas, propiedades urbanas y acciones en grandes empresas. Preguntas básicas sobre quiénes eran las familias más ricas en el Madrid de la Restauración, o cuáles fueron los principales consejeros en las sociedades industriales y financieras son tratadas en profundidad. El segundo capítulo explora las formas de identidad de las clases altas, entre ellas, las categorías profesionales que se utilizaban en el ámbito de los negocios, las señas aristocráticas que predominaban en la alta sociedad o los roles familiares que se inculcaban en la esfera privada. El capítulo tercero reconstruye los espacios exclusivos que existían en la ciudad de Madrid, entre ellos, los barrios acomodados, los palacetes y apartamentos de la Castellana o la sociabilidad que giraba en torno a los clubes. En el siguiente capítulo se ilustra la importancia que tuvo el consumo de lujo, en particular el empleo de un amplio servicio doméstico o la posesión de automóviles extranjeros. Por último, el capítulo quinto introduce las dinámicas relacionadas con el problema social y el conflicto político hasta el final de la monarquía. En la segunda parte del libro se recorre de forma cronológica los principales retos y puntos de inflexión en la historia de las clases altas. El capítulo sexto trata las dinámicas presentes durante la Segunda República, y se reservan los dos siguientes para analizar las transformaciones ocurridas durante el primer franquismo.
No quisiera terminar sin hacer una mención especial a todas las personas que han contribuido de forma especial a la elaboración de este libro. En primer lugar, a la Universidad Autónoma, que me concedió una beca de Formación de Personal Investigador con la cual pude dedicarme a tiempo completo a esta investigación. Asimismo a Juan Pro, mi director de tesis, y a los miembros del tribunal, cuyas críticas y sugerencias he intentado recoger en esta adaptación. También estoy muy agradecido a Germán Gamazo, por brindarme la posibilidad de consultar el archivo de su familia, y a las múltiples personas que accedieron a entrevistarse conmigo, especialmente a Jaime Urquijo, José Sáinz de la Cuesta y Jaime Salazar. A Carla, que me ha acompañado en los momentos más tediosos de elaboración y revisión del texto. Por último, a mi familia, pero especialmente a mi abuelo y mi tío Ricardo, que me proporcionaron consejos muy valiosos.
http://www.alianzaeditorial.es/libro.php?id=3763864&id_col=100508&id_subcol=100513
[1] José Luis de Vilallonga, La cruda y tierna verdad, Barcelona, Debolsillo, 2001.
[2] Thorstein Veblen, Teoría de la clase ociosa, Madrid, Alianza Editorial, 2004.
[3] Clase según Karl Marx, El capital: crítica de la economía política, Madrid, Akal, 1976; Karl Marx y Friedrich Engels, El manifiesto comunista, Madrid, Fundación de Estudios Socialistas Federico Engels, 1996; E. P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, Barcelona, Crítica, 1989. El estatus en Max Weber, Economía y sociedad: esbozo de sociología comprensiva, México,
Fondo de Cultura Económica, 1964.
[4] Manuel Tuñón de Lara, Historia y realidad del poder: el poder y las élites en el primer tercio de la España del siglo XX, Madrid, EDICUSA, 1967; Mercedes Cabrera y Fernando del Rey Reguillo, El poder de los empresarios: política e intereses económicos en la España contemporánea (1875-2000), Madrid, Taurus, 2002.
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