Corpus Barga
Es muy natural que las palabras más serviciales de cada época
sean de contornos inciertos, capaces de adoptar las formas diversas
que, en su afán de servir, toma el sentido acuñado en ellas.
Son las más usadas, es decir, de las que más se abusa. Las monedas
también se desgastan con el uso, pierden sus contornos y hasta
su efigie; varía, asimismo, su significación y su valor. Una de las
palabras que más se ha prestado hacia el abuso en nuestra época
ha sido sin duda el vocablo “nación”. Los autores clásicos decían
nación en el sentido que hoy decimos pueblo. A lo largo del siglo
XIX y a lo ancho del siglo XX, la nación ha significado otras muchas
cosas, ha llegado a no saberse lo que es una nación, se ha
extraviado en sus derivaciones y deformaciones: nacional, nacionalizar,
nacionalidad, nacionalismo. Una nación no se define por
su lengua, ya que hay naciones distintas con el mismo idioma (ingleses,
norteamericanos) y diferentes idiomas con igualdad de condiciones
en una misma nación (Suiza, Bélgica). Ni tampoco se define
por las costumbres de sus hombres, que pueden ser muy diversas.
La religión hubiera podido definirla en otro tiempo; en el
nuestro, aparte de que dentro de las naciones más civilizadas conviven
las religiones más opuestas, la nación se ha inventado una
religión para su uso particular pero que es igual en todas las naciones;
esto es lo que paradójicamente tiene de singular. Luego diré
dónde y cuándo nació. La raza en América mejor que en las demás
partes del mundo se sabe que no sirve para la definición de
nacionalidad.
Como sucede siempre que no se puede definir satisfactoriamente
una cosa, se han acumulado sobre la cosa “nación”, las definiciones,
las aproximaciones. Renán, de quien por cierto debiera
difundirse hoy El porvenir de la ciencia escrito hace más de un siglo (en 1848, bien que no se publicó hasta 1890), escribió todo unopúsculo para contestar lo más científicamente posible a la pregunta:
¿Qué es una nación? Su respuesta fue considerada como la
más aproximada. Tenía en ella cuenta de todos los factores contribuyentes,
si no decisivos: la raza, la lengua, la religión, las costumbres,
etc… de un conjunto humano formado en el mismo pasado
y tendido hacia el mismo porvenir. Hago esta síntesis brutal
que inevitablemente fuerza el pensamiento siempre tan matizado
de Renán, porque hace ver rápidamente su fondo histórico. Si ahora
se considera a la historia de otro modo que la consideraba Renán,
se sigue considerando a la nación como él la consideraba en
función de la historia. No obstante, para crear y también para resucitar
una nación lo primero que se necesita no es tener ni un
pasado común ni un porvenir parejo. Lo primero de todo es tener
una oficina. El primer instrumento que necesita tener un constructor
o restaurador de nacionalidades es una burocracia. En los tratados
diplomáticos después de las guerras de nuestro siglo hemos
visto surgir naciones provistas de todo, desde luego de Estado, la
obra genuina de los burócratas, y a su vez de pueblo, lengua, tradición,
religión, leyendas, historia…; han surgido, ya hechas, prefabricadas
por la burocracia nacionalista. Y en las naciones más
establecidas, construidas y acabadas el nacionalismo ha encontrado
medio de añadir por obra de los burócratas sus obreros de
Estado, nuevas construcciones y caracterizaciones nacionales. Europa
se reía antaño de España porque los españoles hacían de un
torero un héroe nacional; actualmente los boxeadores, los futbolistas,
los deportistas de todas las naciones son considerados héroes
nacionales, sin que haga ni siquiera falta que sea nacional el
deportista de que se trate.
Las naciones tienen la buena o la mala costumbre de apropiarse
de lo que no es suyo, pero lo curioso es que consideran que es
suyo porque no han hecho más que ponerle su nombre inevitablemente
como un adjetivo pues el sustantivo, mejor dicho: lo sustantivo,
es lo que se han apropiado. Naturalmente en este orden
de ideas, mejor dicho: de palabras, siguen la línea del menor esfuerzo
para su realización. Nacionalizar las riquezas nacionales
de un país, lo que tiene no es tarea fácil; en cambio claro está que
es facilísimo nacionalizar lo que no tiene. Así, con la escasez de
materias que las guerras causaron en Europa, las naciones nacio-
nalizaron enseguida lo que no producían, por ejemplo el café. Cada
nación europea tuvo su café al que llamaba café nacional y que en
efecto era nacional pero no era café. La religión nacional ha sido
una religión auténtica y tuvo su primer culto en la nación tildada
de ser la más escéptica. Francia había iniciado ya este culto con el
Panteón de los hombres ilustres, lo ha culminado, ha creado en
nuestro tiempo una última religión, la nacional con el culto perpetuo
que se rinde en el centro de París al soldado desconocido.
Veamos el otro lado de la moneda o palabra “nación”. Cuando
se constituyeron los Estados Unidos de América pasó desapercibida
la novedad trascendental de que el nombre de una nación
no era tanto el de un país (se dijo vagamente América, nombre continental
que luego ha habido que precisar —América del Norte—
y no se ha precisado del todo) como el de una organización: Estados
Unidos como el que se emplea escuetamente. Ciento cuarenta
y un años después se constituye en Rusia una nación y en su título
el nombre del país desaparece por completo, se dice: Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas. Durante el interregno, la vieja
Europa al crear una nación se rompe la cabeza, hace un rompecabezas
para darle un nombre con arreglo a la concepción de lo que
aún se tenía, de lo que era eso que en el siglo XIX se dijo la Doble
Monarquía del Imperio Austro-Húngaro, y en el siglo XX se ha
hecho de Bohemia, Moravia, Silesia y Eslovaquia o de Servia, Croacia
y Eslavonia, nombres de países nostálgicos, esas horribles denominaciones
burocráticas de Checoeslovaquia y Yugoeslavia, respectivamente.
Las dos naciones triunfantes de la última gran guerra,
la Unión Soviética y los Estados Unidos no responden a la idea
hecha, sino definida de lo que es una nación. Con sus magnitudes,
cantidades y variaciones de medios y hombres son más que
naciones. Son mundos China, India que se perfilan en el porvenir
a continuación de aquéllas; han sido siempre nombres de mundos
y lejanías, no de naciones sin horizontes como las europeas,
las cuales tenían que ir a buscarlos a las colonias. El nuevo nacionalismo
surgido en Asia, África, Oceanía y en el Mediterráneo resulta
en un nacionalismo no de nación, de mundo, es un mundialismo,
como también sucede en el Perú si el nacionalismo se
refiere al país profundo y a los pueblos remotos.
Expreso, Lima, 14 de febrero de 1962
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