Adolfo Carratalá
La apuesta por el sensacionalismo y el amarillismo acostumbra a empujar a la prensa a intervenir en la realidad de la que debe dar cuenta. La historia del periodismo nos ha dejado casos célebres de esta estrategia editorial, como aquel temprano movimiento del director del New York Herald, James Gordon Bennett Jr., cuando en 1869 envió al reportero Stanley al centro de África en busca del desaparecido doctor Livingstone. De este modo, se trataba de provocar las condiciones idóneas para dar con una información espectacular, que causase impacto en los lectores. La prensa americana comenzaba a ser testigo de cómo algunos de sus responsables ponían en marcha el conocido lema I make news.
Pero llegó Randolph Hearst y de la provocación de la noticia se pasó a su invención con el único objetivo de disparar el interés de la audiencia. Su New York Journal ofreció relatos que poco o nada tenían que ver con los sucesos que habían tenido lugar. En algunos de estos casos, como en el rescate de la cubana Evangelina Cisneros o la búsqueda de responsables de la explosión del estadounidense acorazado Maine, el poderoso editor cambió la estilográfica por la toga e hizo que su cabecera abanderase campañas en busca de justicia, estableciendo procesos paralelos y señalando directamente a quienes consideraba culpables. La Guerra de Cuba (1898) le proporcionó el escenario perfecto para pregonar su famosa máxima: “mientras otros hablan, el Journal actúa”.
Sin embargo, una década antes, en 1888, la prensa de Madrid ya había hecho de esa sentencia su modus operandi. El Crimen de la Calle Fuencarral impulsó a diversos diarios a llevar su acción mucho más allá de sus redacciones con el aparente objetivo de esclarecer qué es lo que realmente había ocurrido. El homicidio de la adinerada Luciana Borcino, que había tenido lugar en la madrugada del 2 de julio, estuvo rodeado de circunstancias confusas desde el inicio: un incendio provocado en la vivienda con el objetivo de encubrir la comisión del crimen; el hallazgo de la sirvienta, Higinia Balaguer, desvanecida en la cocina junto al perro, también inconsciente; el hecho de que la puerta de entrada estuviese cerrada por dentro; las supuestas salidas de prisión del hijo de la víctima, José Varela, con antecedentes violentos, durante los días previos al suceso e incluso la misma noche del crimen, lo que implicaría cierta complicidad con el director de la cárcel, Millán Astray…
Los periódicos del momento supieron aprovechar bien todos estos ingredientes para dar forma a una cobertura seriada que, al estilo de los folletines más intrigantes y llamativos, generó un continuo y creciente interés entre los lectores. Era el arranque del sensacionalismo en España. El atractivo tratamiento del caso impactó notablemente entre la opinión pública, que quedó dividida entre quienes consideraban que la autora del crimen había sido la criada de la víctima –los ‘higinistas’– y aquellos que sospechaban que, en realidad, Varela, y por lo tanto también Astray, estaban directamente implicados en los hechos –los ‘varelistas’–. Esa dualidad tuvo notable reflejo en los diarios de la capital. Mientras que un grupo de cabeceras mostró respeto al rumbo que tomaba la investigación oficial –cada vez más centrada sobre la criada–, otras publicaciones no confiaban en absoluto en esa tesis, a la que criticaban por, supuestamente, proteger a los verdaderos e influyentes responsables del crimen. Era la voz de la llamada “prensa criminalística” o “diarios insensatos”, como los denominó Pérez Galdós en las crónicas que realizaba para el periódico argentino La Prensa.
Convencidos de que los auténticos responsables iban a quedar impunes, los directores de estas cabeceras decidieron dar un paso al frente y actuar. Estaban resueltos a impulsar la acusación popular que contemplaba el artículo 101 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal aprobada seis años antes, con Sagasta como presidente. Sería la primera en registrarse en España. Los directores de El Liberal, El Resumen y El País convocaron una reunión en la redacción del primero de ellos a la que asistieron más de treinta colegas de la prensa madrileña. En ese encuentro, celebrado el 8 de agosto, se acordaron las primeras medidas: acudir a los tribunales ejerciendo la acción popular, promover una suscripción pública para solicitar a los lectores que contribuyeran económicamente a sufragar los gastos asociados, nombrar dos comisiones –una de letrados y otra ejecutiva-, encargar la dirección de la acusación al ex ministro de Gracia y Justicia, Francisco Silvela, y organizar un servicio con el objetivo de recabar datos en torno al suceso para depurarlos e indagar sobre ellos.
La cobertura que los periódicos ofrecieron de esa reunión y la publicación de distintos editoriales en los días posteriores permiten identificar las líneas argumentales de fondo tanto de quienes decidieron secundar la iniciativa como de aquellos que rechazaron sumarse a ella. Entre los primeros, las razones eran contundentes. Su actuación estaba legitimada porque no era sino el reflejo de lo que demandaba la opinión pública, a la que la prensa debía representar y vengar. Asimismo, insistieron en subrayar que el sistema judicial era deficiente y, por lo tanto, precisaba de auxilio. No faltaba, en tercer lugar, las apelaciones a un fin superior de búsqueda de “la verdad”.
La prensa contraria a la acción popular –encabezada, entre otros, por La Época, La Monarquía y La Unión Católica–, articuló su negativa desmontando las razones de los impulsores. En su opinión, obedecer la voluntad popular resultaba peligroso, pues esta no estaba preparada para decidir sobre asuntos judiciales y, además, carecería de juicio y cultura jurídica. Sin embargo, lo que más preocupaba a este conjunto de diarios es que, para ellos, la acusación popular –que consideraban “rebeldía”– no buscaba ayudar a la justicia, sino sustituirla. De este modo, entendían que apoyar la iniciativa era secundar un movimiento que suponía ir contra el principio de autoridad y podía poner en peligro a otras instituciones como el ejército, la Iglesia o la monarquía.
Pese a la polémica, la acción popular siguió adelante. Mientras algunos revestían la iniciativa de argumentos nobles e intachables, el incipiente fenómeno sensacionalista aceleraba su implantación en el país. La prensa actuó y aquella incursión judicial se desprende que los periódicos se veían a sí mismos no solo como correa de transmisión de la opinión pública sino también como organizadores sociales y agentes justicieros, decididos a dictar sentencia y cobrarse venganza, con la tensión y atractivo lógicos que esa actitud ofrecía a la audiencia. Finalmente, la justicia condenó a Higinia Balaguer como única autora del crimen y la sentenció a garrote vil. La prensa calculó en 20.000 las personas que asistieron a contemplar su muerte en el patio de la Cárcel Modelo. Fue la última ejecución pública que se celebró en España y el episodio final de una sensacional cobertura que dejaría huella en la historia del periodismo español.
Categorías:Investigación
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