Artículo histórico

Vidas difíciles de mujeres fáciles

Angel Marsá

Anita

Rápidamente se desnudó. Era la costumbre. Realmente es un poco cómica esta facilidad que tienen las mujeres fáciles para desnudarse. Y lo parece más aún cuando se piensa que casi siempre se desnudan tantas veces para poder ir bien vestidas de vez en cuando.

La ropa interior, a sus pies, conservaba algo de la coquetería sensual de su cuerpo.

Encendí un pitillo. Las deshabllés rápidas de las mujeres fáciles me resultan agradables. Las mujeres honestas no saben desnudarse.

Se metió en la cama.

—¿Y tú qué haces?,  me dijo.

—Déjame fumar este pitillo. Mientras, charlaremos. Ella puso una cara extraña, de sorpresa.

¿De qué vamos a hablar? Es tarde. Hablaremos de ti. Luego, será cuestión de cinco minutos.

Y sin transición :

—Cómo te llamas, pequeña?

—Ramona; pero me hago llamar Anita. Suena Mejor

-Pareces es joven. Anita…

—Veinte años, aunque aparento tener más.

Comprendí que acababa de escamotearme por lo menos cinco años, pero callé. Indudablemente si ahora no tenia veinte años los había tenido alguna vez. Y mi modesta aportación  económica a su presupuesto no me daba hasta tal extremo.

Seguimos hablando. Me dijo que era madrileña, que había nacido en un quinto piso de la Ronda de Atocha y que había caído un domingo por la tarde en un merendero de la Bombilla. Era vendedora de décimos de la lotería.

¿Tu novio?

—No. Yo nunca he  tenido ningún novio. Un amigo de mi padre me llevó engañada.

—¿Tú no sabías sus propósitos?

—Sí, pero no le creía tan torpe. Antes de los nueve meses tuve que huir de casa para ocultar mi vergüenza, que estaba a la vista de todos.

—¿Luego?

—Con una una señora me marché a Santander. Aquella señora me llevó a su casa, en una calle estrecha, con unas escaleras a la entrada y un cine en la otra esquina. Aquella calle olía a pescado y mariscos. Bien es verdad que todo Santander huele igual. Era verano. La señora recibía muchas visitas; llegué al otoño con tres mil pesetas ahorradas.

—¿Te marchastes de Santander?

—Sí, pase el  invierno en Bilbao. Conocí mineros y señoritos tímidos y brutales. Los bilbaínos no me gustan. Son poco espléndidos para las mujeres y muy fríos. Debajo de cada camiseta descubrí allí un escapulario.

—Estuvise mucho en Bilbao?

—Poco. Dos meses. Luego, otra vez a Madrid, a la calle de Lope de Vega.  Allá nos conocimos ¿recuerdas?. De Madrid pasé a Valencia. En Valencia me divertí mucho y engordé un poco. Seguramente, el arroz. Pero no sé cómo gasté todos mis ahorros.

—¿Te trataron bien en Valencia?

—A nosotras no nos tratan bien en ningún lado. De Valencia pasé aquí, a Barcelona. Llevo en Barcelona cinco meses y no conozco más que la Rambla y la calle Conde del Asalto. No me gusta ese pueblo, pero se gana dinero.

—¿Y amores?

—Amores ?

—¿ Amores? . No he querido nunca. Creo que nadie quiere nunca. Eso lo han inventado los del cine y los que hacen novelas.

—¿Lees?

—No tengo tiempo. Necesito ganar dinero. Llevo mucho gasto. Necesito diez duros diarios.

—¿ Para tí sola ?

—Para la pensión, para vestir y… para el chico, que lo tengo criándose allá en Guadalajara… ¡Míralo, qué rico es!

Saltó de la cama, así, desnuda como estaba. Revolvió un cajón. De entre unos papeles extrajo una cartulina.

El chico, de unos dos años, era gordo, mofletudo y de piernas torcidas. No era feo.

—¿ Y dices que no has querido nunca?

—Hombre! Eso—y señalaba el retrato del chico—es otra cosa…

 

LULÚ

—Mon petite garçone! Y me acariciaba como a un niño, con un recóndito instinto de maternidad frustrada.

—¿Realmente, me quieres?—le pregunté.

—Porque eres bueno—dijo en un castellano detestable—. El único hombre bueno de acá. En Marsella sí, conocí a un muchacho como tu. Ya te he hablado de él: Luigi. Mi novio.

—Aquél no fué bueno para tí.

—¿Por qué? ¿Porque me dejó? Tuvo que marcharse a Milán, al lado de su madre. Pero él me quería. Todavía ahora debe quererme.

—No lo creo.

—¡ No lo creo, no lo creo! Eres incrédulo. El pobre tuvo que casarse a la fuerza. Yo habré sido la ilusión de su vida, lo irrealizable, el ideal.

—¿Y te place este papel?

—¡ Claro ! Es mi desquite. Todos los demás hombres me han tomado como pretexto, como instrumento. Incluso tú.

—¿Incluso yo? Te engañas pequeña. Yo no voy contigo por deseo. Voy por gusto, que no es lo mismo.

—Instrumento. Para todos, instrumento de placer sexual. Para tí, instrumento de goce estético. A ellos les gusta mi cuerpo. A tí, mi charla, mi carácter, mi tranquila sumsión. Ellos son bestias. Tú eres artista. Yo, instrumento, instrumento… Pero te quiero así. Después de haber ido durante el día con tantos hombres distintos, indiferentes, odiosos, vengo a tí un poco virgen. Tú eres mi compensación, como el recuerdo de Luigi es mi desquite. En mi panorama interior, tú y el recuerdo de Luigi sois las figuras. Todos los hombres que a diario pasan por mi cuerpo, borrosos, desdibujados, son el paisaje.

Entramos en la camareta. Luz roja. Unas flores. Una camisa negra estrangulada en un butacón. Retratos por las paredes. El mío, entre una bailarina y una niña corriendo tras un aro.

En el bidet adivino, las páginas por abrir, una novela de Marcel Proust con la cubierta amarilla

 

 

Pura

Aquel clavel encendido, entre la maraña de su pelo negro resultaba, no sé por qué, un poco sarcástico.

La pianola martilleaba a lo lejos, allá en el gran salón de la casa, repleto de marineros y de soldados, las lúbricas ensoñaciones de un tango argentino.

Desde la cama, ante los preparativos lentos de ella, le grité:

—¡ Quítate este clavel!  Me hace daño.

Sin inmutarse, sumisa a todas las órdenes de los hombres —ella, acaso irónicamente, les llamaba amigos— dejó el clavel encima del lavabo.

El espejo de un gran armario de lima reproducía, como en un sueño la escena.

—¿Estás triste? Le pregunté, intrigado por aquel mutismo.

—No —dijo secamente—. Yo nunca estoy triste. Y sí lo estoy, me lo guardo.

No pude reprimirme. Cogí su cabeza entre mis manos y acaricié la maraña de su pelo revuelto. Aquel conato de rebeldía me puso triste.

—¿No te gusta esa vida?

Seguía callando. Lentamente quedó apelotonada a mis pies, al borde de la cama. Mi mano, un poco temblorosa, acariciaba ahora su rostro marchito por los afeites y por los besos rápidos.

Sin saber qué decir, seguramente sin querer, le pregunté:

—¿Este de Pura, es tu nombre verdadero? Ella me miró con la domesticidad de un perro enfermo.

—Sí. Mi madre quiso burlarse. Cuando nací, ya sabía ella que yo nunca podría llevar este nombre más que como una burla.

No sé qué extraña tristeza irradiaron sobre mí aquellas palabras.

Insistiendo en mi idea fija, formulé de nuevo la pregunta:

—¿Vives mal?

Ella se inguió rápidamente:

—¡ Déjame!—dijo con voz cortante. Y luego, con la voz dulcificada de repente:

—¡Perdóname! Estos nervios… Hazme sitio a tu lado, chiquillo. Te voy a querer mucho.

Sus pechos nacidos, emergiendo de la camisa de batista azul, cayeron encima de mi brazo.

La hice mía con una placidez lenta, silenciosa y sombría.

Luego, al despedirnos, ella me besó en la mano y puso aquel clavel encendido, que yacía entre un frasco de agua de Colonia y un cepillo de dientes, en mi solapa.

 

La Roja

Era chula, bravia y habladora. Era holandesa, pero se llamaba Mariana. No parece verosímil que una holandesa se llame Mariana, nombre de tradición zarzuelera en nuestro país. Sin embargo, el santoral debe ser del domino público en toda Europa.

La llamaban la Roja porque tenía el pelo del color de esos gatos rojizos que se ven en las rectorías de algunos pueblos.

Hablaba muy bien el castellano. Yo siempre sospeché, aunque ninguna característica racial hacía suponerlo, que tenía sangre judía. En efecto, parece que su madre había nacido en Salónica, de una familia de judíos oriunda de España.

Frecuentaba el Lión, el Màxims y Excelsior. Bebía cocktails intrincados y exóticos y aspiraba cocó.

—¿Un wiskey?

Ella, con una sonrisa que -parecía luminosa- se sentó a mi lado.

—Y un beso— dijo, tal vez demasiado perversa. No fué uno; fueron muchos, breves, secos, mordientes.

Los tziganes, en una hipérbole musical estrepitosa, desglosaron con sus instrumentos brillantes notas de un cuplé de Chevalier.

—¿Qué te recuerda esa música?—me preguntó.

Sonreí:

—¡Veo que no habías olvidado nuestra primera aventura! ¿No has vuelto a París, desde el invierno pasado?

Y ella, secamente:

—París me da asco. Traté de zaherirla:

—Siempre has sido poco espiritual…

Encendió un cigarrillo turco y me ofreció su pitillera de oro. Con los labios así fruncidos, el humo azulado parecía huir de ellos como un suspiro.

—¿Antes de conocernos?

AI mirarme ampliamente, su rostro tomó una actitud irónica.

—Casi antes de que tú nacieras… En 1915, cuando la guerra. Estuve en la cárcel… ¡Qué horror! ¡París, París! París siempre me parecerá un poco cárcel…

—No me habías hablado de eso—la atajé,

—Comprenderás que no es muy agradable recordarlo… Me acusaron de espía. Los franceses, durante la guerra, creyeron descubrir un espía en cada extranjero.

—¿Y no era cierto?

Palideció.

—¿ Tú lo crees ? La única prueba que había contra mí eran mis pasados amores con un oficial alemán. Se me acusaba de facilitar datos a los submarinos.

-¡Y…?

—No se me pudo probar nada. Me dejaron en libertad. Huí a España. Fué la primera vez que estuve en Barcelona. Hice algunas amistades. Entonces conocí a un bailarín uruguayo muy simpático. Me enamoré como una loca. ¿Tampoco te había hablado nunca de esta aventura? Un mes estuvimos juntos. Luego, desapareció misteriosamente y no he vuelto a saber de él. Le quise mucho, mucho.

Callamos. Pero de pronto una extraña certeza me hizo preguntarle:

—¿Cómo se llamaba?

Y sin transición:

—¿Uruguayo? ¿Se llamaba Heredia?

Tuvo un gesto de avidez:

—¿Le conociste?

La así fuertemente de las muñecas

—¿ Y no sabes qué fué de él ? Escucha: Heredia tuvo que volver a su país. Las autoridades españolas le expulsaron de aquí. Embarcó en el «Ferrugia»…

Con mirada atónita, preguntó:

—¿En… el… «Ferrugia»?

—…que fué torpedeado a cinco millas del puerto…  No se salvó nadie…

Ahora parecía no oír. La mirada extraviada, diríase da alegoría de la locura.

Y de pronto:

—Dame el wiskey… Me ahogo… Esta noche te acostarás conmigo, ¿eh? No sé por qué, pero tendría miedo sola…

Salimos del cabaret. Va en el auto, arrebujada en su abrigo de petit-gris, suspiró a mi oído:

—¡Dime que me quieres mucho, chiquillo! ¡ Dime que no me abandonarás nunca! No dudé. ¡ Estaba tan hermosa en su vencimiento!

 

Sacha

—¿La señora Sacha Leonofï?

—Aquí es.

Un recibidor coquetón, lleno de bibelots y de retratos enmarcados. AI fondo, una puerta entreabierta—¿la alcoba?—dejaba ver los guiños de un espejo biselado medio oculto por unos cortinones de terciopelo granate.

Cinco minutos de espera. En seguida, Sacha Leonofï ante mí.

Llevaba un quimono de seda amarilla, con grandes flores rojas. El pelo, partido en dos bandos brillantes y muy lisos. Gracias a la química de tocador, aparentaba treinta años.

Un primer piso del Faubourg Montmartre. En la puerta, una placa de latón:

SACHA LEONOFF

Profesora de Ruso

_ ¿ Deseaba verme, señor ? He leído su anuncio en Le Matín… Unas traducciones.

Me pasó a un despachito breve como una cabina de teléfono. Me hizo tomar asiento en una otomana llena de almohadones, y ella se sentó a mi lado.

Hablamos mucho. Primero de banalidades: París, el affaire mundano de moda, la última novela de Colette… Acabamos hablando de Lenin. Sacha era comunista.

Me lo dijo con cierta petulancia

—Aquí en París —sonrió—todos los rusos que hay ahora emigrados son zaristas. Yo no. Soy hija de la Revolución. Si vivo en París es porque Moscou me ha destacado.

Silencio. Estábamos muy juntos. Su perfume cosquilleaba mi médula. Por fin, ella, vivamente, mirándome muy fijo a los ojos:

—¿ Es verdad lo de las traducciones ? , ¿ Ha venido usted por eso?

No quise mentir:

—No. He venido por usted. La seguía desde Barcelona. En París perdí la pista. El anuncio de Le Matín me ha orientado. Sacha, un poco intranquila, se levantó: —¿Barcelona? Sí estuve de profesora de ruso en la Berlitz School. ¿Me conoció usted allí?

—No. La conocí en…

Y deslicé en su oído tres palabras.

Ella se estremeció. Cogiéndome una mano y mirando instintivamente hacia la puerta, entornada, dijo con voz silbante:

—¡Calla! Pude dominar mi turbación. Recliné la cabeza en su muslo prieto y sonreí discretamente:

—¿Has leído el libro de Popoff sobre la Checa ? Debe ser horrible esta Inquisición roja de los Soviets. En Francia, según creo, está obteniendo un gran éxito este libro. Ella parecía no oir mí charla. Como despertando de un sueño, me preguntó:

—Pero ¿cómo pudiste enterarte? ¿Estabas tú allí?

Se desbordaron mis recuerdos:

—¡ Te he seguido como un loco por todas partes! Conozco tu vida de Barcelona, de mundana de lujo que ofrecía sus sonrisas misteriosas en los tes del Ritz y que recibía a los amigos millonarios en un chalet propicio de la Avenida… Conozco tus andanzas por Madrid, rindiéndote sumisa en todas las antesalas de los Embajadores… Tus veranos de San Sebastián, tras las combinaciones tortuosas de la ruleta… Te he seguido a todas partes y conozco tu vida pasa a paso… Nada hay oculto en ella para mí. ¡Ni aquéllo!

Sacha, palpitante, me miraba sin pestañear:

—¿Eres loco? ¿Acaso un espía al servicio de Moscou? ¿Qué quieres? ¿Dinero?

Hundí mi cara en su regazo. Mi voz fué un largo sollozo entrecortado:

—¡A tí, Sacha, a ti te quiero!

Quedó repentinamente transfigurada. Ahora su voz era dulce y lejana:

—¡Levántate, pequeño mío! ¿Sólo eso? Ya no me acordaba de que los hombres podían querer así. Desde que fui arrojada de mi patria por la revolución, todos mis amores han tenido una equivalencia en francos. Y ahora tú, dices que me quieres, después de seguirme durante dos años en silencio…

Salimos del despacho. Ella me llevaba de la mano como un niño. Atravesamos el recibidor y nos metimos por la puerta entreabierta del fondo—¿la alcoba?—que dejaba ver los guiños de un espejo biselado medio oculto por unos cortinones de terciopelo granate.

Largo rato estuvo cerrada aquella puerta. Cuando se volvió a abrir, Sacha me había regalado su sortija de platino. Tenia un escudo imperial orlado de brillantes. Bajo su quimono, todavía palpitaba la carne desnuda y morena que yo había adorado con tanto fervor.

Entre los besos robados a la postración, ella suspiró:

—i Has olvidado aquéllo ?

—Moscou está muy lejos de Barcelona. Y afortunadamente nosotros nos hallamos ahora en París… En aquel primer piso del Faubourg Montmartre pasé las mejores horas de mi vida

                                                                            II

Sacha desapareció misteriosamente de París. Me desperté aquel mediodía y encima de la almohada, en el lugar que ocupaba la cabecita de ella, hallé una tarjeta escrita con trazos nerviosos. Tenia el olor de su carne:

«Me voy. Acaso no nos veamos más. Regreso a mi patria».

A los cuatro o cinco días, todos los diarios del mundo publicaron la noticia de que en Moscou acababa de morir misteriosamente la princesa Natacha Alexandrowna.

 

La Encarna

—No, no te quites nada. Deja que te tenga un poco así, con tu uniforme de chula castiza.

Y arrebujada en su mantón de flecos, la senté en mis rodillas.

La habitación era pobre, destartalada y fría.

Encima de la cómoda había un gato disecado. Debajo de la cama, allá en el fondo de la alcoba, un caballo de cartón.

En primer término, un diván cubierto de cretona.

Colgada de la percha, entre una chaqueta de pana, una falda de percal, un sostén-busto y una toalla, había una chichonera

Me gustaba así aquella mujer de pelo repeinado y brillante, con muchos bucles y muchas peinetas de colores. Por eso no quise que se desnudara. La camisita burda, el pantalón honesto y el corsé alto y duro me hubieran desilusionado.

Largo rato estuve acariciándola en silencio. Parecía una obrerilla, una mujercita de su casa.

Ella me dejaba hacer. La había encontrado por la calle de Jacometrezo, llevando su pasito breve de muchacha tímida, y recorriendo medio Madrid en una persecución obstinada fuimos a parar a aquella casa sórdida de la calle de Infantas. Era la Encarna. Aventura fácil, conquista de bocacalle sombría.

Estaba ensimismada, absorta, bajo mis caricias.

Por fin, pareció despertar de su aletargamiento:

—¿Vamos ya? Se hace tarde. Y yo necesito aún trotar mucho… Aquí mismo, en el diván…

Su decir achulado sonaba a falso. En volandas, vestida como estaba, la llevé hasta la cama, perdida en la semioscuridad del fondo de la alcoba, a pesar de la extraña resistencia que ella oponía.

La dejé suavemente. De pronto, el llanto desesperado de un niño me inmovilizó.

La muchacha, con incomprensible rapidez, levantó en vilo un envoltorio informe.

—Está enfermíto el pobre ¿sabes? —dijo mirándome de soslayo—. Tendrás que esperarte un poco. En seguida estoy.

Se desabrochó el corpiño. De su fondo extrajo un pecho amplio y redondo y lo ofreció a la voracidad del pequeño. Mientras, me repetía:

—Luego tú, luego tú… ¿No te molestas, verdad? ¡Él está enfermíto!

Pensé:

—¿Qué extraño poder me habrá hecho respetar las ropas sobre esta pobre carne gloriosa ?. Disimuladamente deslicé un billete bajo la almohada. Luego, la besé a ella en la frente. Y al ir a dar un beso al pequeño incrustado en el seno maternal, no pude evitar que mis labios rozaran la pompa magnífica de aquel pecho glorificado por el hijo.

Al marcharme, dejé a la Encarna llorando en silencio

 

Juanita

Fuí distribuyendo ante mí los naipes en forma de abanico.

Juanita sonreía con incredulidad.

—¿Vas a revelarme el destino?

—¡Claro, mujer! Yo leo de corrido en los de las mujeres… especialmente si, como tú, son jóvenes y bonitas.

Estábamos en un antepalco del Gran Teatro del Sardinero, de Santander. En la escena, Ricardo Calvo recitando a Calderón de la Barca.

Para no aburrirnos mucho, propuse aquel intento de cartomancia.

Me la habían presentado aquella mañana en el salón de ruleta del Casino. La reconocí en seguida. Ella no. Después de almorzar fuimos al teatro. Luego, comeríamos juntos. Ahora parece que había adquirido categoría de mundana de lujo. Cuando yo la conocí en Buenos Aires —barrio de la Boca, bandoneones lastimeros desgranando tangos, cafisos, caña, guitarras; a veces, también, un cuchillo homicida— vivía miserablemente en un conventillo y correteaba todo el día por los muelles en busca de emigrados españoles con la bolsa llena.

Como era bonita me interesó. Un muchacho argentino, conocedor como pocos de los bajos fondos de Buenos Aires, me contó la historia de Juanita con todos sus detalles. Y una noche me fui con ella.

Ahora, en España los dos, pasados tres años, Juanita se había olvidado por completo de mi.

—Escoge siete cartas.

Juanita me obedeció.

Empecé a leer:

—El tres de bastos… Comenzaste la vida mal… ¿Querrás que te repita todo lo que me dicen las cartas?

Juanita quedó intrigada:

—Si, sí.

—¿ No te molestarás ?

—No.

—Pues adelante. Empezaste la vida mal. Tu casa no fué nunca un templo de virtud. Luego vienen espadas: el dos. Te escapaste de casa. Seguramente con un hombre. Sí, aquí está: el rey de copas. Pero aquí sale el cinco de oros. Eso es dinero. Aquel hombre te exigía dinero, cada día más dinero, y tú… Aquí está el as de espadas. Muerte.

Juanita lanzó un grito ahogado. —;Qué dices? ¿Eso dicen las cartas? ¡No, yo no fui! ¡ Fué él, el!

Acerqué su cabeza llena de rizos a mí pecho. La humillé sobre mi corazón. En esta actitud, jadeante ella, le fui diciendo:

—¿ Recuerdas ? Hace tres años… Allá en Buenos Aires… en tu pieza. ¿Recuerdas? Un hombre estaba contigo. Te preguntó por qué estabas intranquila. Tú le dijiste: «No es nada; jaqueca». Pero cuando aquel hombre te fué desnudando, de tu pecho cayó un facón. Querías matarte, porque aquél, el otro, había bautizado tu cuerpo con la sangre de un infeliz que tú te llevaste a la cama por mandato suyo… ¿Recuerdas? Todo esto le contaste hace tres años a un nombre en tu pieza, allá en Buenos Aires, cuando cogió el facón que había caído de tu pecho…

De mi revolvera extraje un cuchillo de gandes dimensiones. Se lo ofrecí.

Me miró con ojos de espanto:

—¡ Tú!

—Sí yo. Sabía que debía encontrarte de nuevo. Cuando esta mañana te vi, me pareció que acababa de dejarte. Me abrazó, enfebrecida. Me besó con unos besos largos húmedos:

Salimos del teatro. Aquella noche dormí en su habitacion. Pude advertir que en tres años había aprendido considerablemente.

A la mañana siguiente, cuando me desperte, noté que me faltaba la botonadura de brillantes de la camisa, el oro y la cartera. Juanita había desaparecido. Encima de la mesilla de noche, el facón abierto. Y junto, una nota escrita en lápiz

«Hubiera podido asesinarte. No lo he hecho por no perder el tiempo».

Y entonces – ¡Extraña psicologia humana!- es cuando empecé a enamorarme de ella.

 

NELLY

Nunca supe de dónde era. Hablaba seis o siete idiomas a la perfección,

Nos conocimos en una casa confidencial de la calle de Muntaner, cerca del apeadero del ferrocarril eléctrico.

Luego, nos encontramos varias veces en Maxims, en Villa Rosa, en Excelsior.

Vestía lujosamente. Estaba algo enferma, seguramente tísica. Pero tenía un tipo interesante de amiga fatal.

Este tipo de la mujer fatal no es un tipo inventado por la literatura. Hay mujeres fatales, con una extraña fatalidad que radica en sus ojos o tal vez sea en sus pechos puntiagudos y breves. Nelly me dijo un día :

—Quisiera tener un cuerpo de matrona, de valenciana, de mallorquina o de catalana. Esas mujeres grandes y abundantes me dan envidia.

Ella era diminuta y fina. Parecía una niña. Sólo mis ojos la delataban.

Un diplomático francés, que la visitó durante su breve estancia en Barcelona, dijo que tenia ojos de senegalesa. A ella le complacía tener ojos de senegalesa, aunque no sabía muy exactamente cómo tendrían los ojos las senegalesas.

Nelly vivía su vida con una indiferencia ofensiva. Yo me sentía humillado ante ella.

-Cuando  estoy contigo – solía decirle- parece siempre que sea recibido en audiencia por una reina desterrada.

Ella esbozaba una sonrisa:

  • A mi modo, soy en efecto una reina desterrada.

Y confidencial:

—¿Quieres verlo?

Me ofreció su mano enguantada:

—Mañana, a las cinco te espero en casa.

Me recibió en un salón que tn conocía. Lacas chinas. Almohadones. Rasos negros. Luz color de ámbar.

Ante mí, que procuraba guardar la más estricta indiferencia mundana, inició un extraño rito,

—¿Quieres?

Me ofreció el tubo de su pipa.

—Es la herencia que recibí de mis años de amante del canciller del consulado inglés en Hong-Kong. No creas que abuso, el opio, en pequeñas dosis, no hace daño.

Pero a la cuarta pipa, distentida en un diván, como rota, con un extraño idioma casi sin palabras, acabó por confesarme desde el fondo de sus ensoñaciones viscosas que se fumaba hasta veinte pipas diarias.

El Escándalo, 18 de marzo de 1926

 

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