Luis de Oteyza
Sin aguardar siquiera a que coloquen la escalerilla, que traen para facilitarnos el descenso, me arrojo del aeroplano tan precipitadamente como si se hubiese inflamado el motor. ¿Necesidad imperiosa de recobrar fuerzas a la Anteo, poniéndome en contacto con la Tierra, nuestra amparadora madre ? No; no es eso. Si lo fuera lo diría, igual que he confesado haber sufrido algunos momentos de susto antes. Entre la cosas de que presumo no está el valor, que juzgo inconsciencia la mayoría de las veces. Y cuando en alguna ocasión ponderativos narradores han calificado de heroica mi conducta me he reído mucho recordando el miedo que pasé. Pero —a lo que estamos, tuerta— ahora se trata de otra cosa.
i Tengo unas ganas locas de fumar!
Ni más, ni menos… Así se lo participo al jefe del aeródromo, que acude a mi encuentro precipitadamente para ver qué me ocurre. Y, aprovechando la ocasión, añado que debe preocuparse la Empresa de habilitar en los aeroplanos departamentos especiales destinados a los fumadores, porque permanecer horas y horas por los aires sin el consuelo del tabaco, resulta inaguantable. Sin saber qué responder a mi reclamación, me ofrece lumbre y se aleja en busca de Alfonsito. Yo —fumando ya a grandes chupadas, ¿eh? — le sigo. ¿Qué le sucederá a Alfonsito, que permanece quieto en el avión? Pues no le sucede nada.
Es que con la santa paciencia que Dios le ha dado —la suma sabiduría le dotó de tal virtud al destinarle para que me acompañase en mis aventuras— está esperando a que le digan que se apee.
—Vamos, hombre, ¡ baja !
—Pero ¿hay que bajarse aquí?
Claro que hay que bajarse. Al final de cada etapa se cambia de aparato, dejando el que viene sucio, acaso averiado por la marcha, para tomar otro, que espera flamante, acabado de repasar. Además, aquí está el punto de reunión de los aviones que hacen el servicio desde París y desde Marsella. Estos y el de Toulouse, en que nosotros hemos llegado, distribuyen en Perpignan la correspondencia y hacen el transbordo de los viajeros. Luego sigue el que parte hacia el Sur y retoman los restantes.
Con toda calma, mientras M. Damonjean nos da esta explicación, Alfonsito ha ido guardando los «chasis» y la máquina en su saco de mano. Aún hace una requisa minuciosa por entre los paquetes sobre los que estuvo sentado para que nada
se le olvide. Y, al fin, pausadamente, se decide a abandonar el avión, donde, por lo visto, se encuentra muy a gusto.
Juntos marchamos hacia el hangar, tras de nuestro piloto, al que hemos visto dirigirse allí cuando descendió de su puesto. Queremos felicitarle por el admirable modo como ha conducido el avión y darle las gracias por sus complacencias para con nosotros.
M. Richard acoge encantado nuestras manifestaciones. ¿De veras estamos contentos, de él ? Pues se alegra infinito, porque ha de seguir conduciéndonos hasta Alicante.
—Aunque —se apresura a añadir— todos los pilotos de la línea son como yo o mejores.
Y nos conmueve verdaderamente la modestia de este aviador sin notoriedad, sin fama gloriosa, desconocido del público, que hace a diario tanto o más que otros cuyas hazañas se pregonan estrepitosamente y se premian con prodigalidad desmedida. Él cobra su sueldo mensual y compite con las águilas todos los días.
Le admiramos mientras, sentándose sobre una lata de gasolina, se
dispone a despachar un modesto almuerzo, que cree deber disculparse
de su escasez al invitarnos a compartirlo. Gracias mil; pero aún no tenemos gana. Vamos a recorrer el aeródromo curioseando un poco las muchas cosas que encierra, tan extrañas para nosotros.
En compañía de M. Damonjean y parte del personal a sus órdenes entramos en las oficinas y en los talleres. Con ser éstos de maquinaria especialísima no nos interesan tanto como aquéllas. ¡ Las oficinas del correo aéreo! Estas hojas impresas, cuyos blancos se llenan a pluma, que están esparcidas sobre mesas de pino sin pintar, verifican la marcha de los afectos y los intereses humanos a través del elemento que hasta ahora se mantuvo independiente del dominio del hombre. Y unos empleadillos las manejan sin respeto alguno… No comprenden que esas hojas son las más sublimes páginas del libro de la Historia.
Salimos en seguida al campo te aterrizaje. Nos anuncian que dentro
de unos minutos llegará el avión de Marsella. Y, en efecto, transcurridos esos minutos escasamente, el ave metálica rebrilla en el espacio y viene a posarse ante nosotros. ¡Matemático!
El jefe del aeródromo asiente. Matemático, sí; a la señal de los cronómetros se hace el servicio. La línea Aérea Latecoere funciona como una línea de ferrocarril. Y la comparación es precisa. Cambiando con la mente los aviones por locomotoras, estamos en una estación ferroviaria. Su tráfico es igual.
Descienden los pasajeros con su equipaje de mano; se transportan en carretillas las sacas de correspondencia; son llevados a hombros los bultos de peso… Y hasta hay voces de bienvenida para las gentes que llegan de parientes y amigos que les estaban esperando. Todo lo mismo que a la entrada de los trenes en el andén.
Sólo falta en este aeródromo el mozo que lance el correspondiente pregoneo:
«Perpignán… Cambio de aeroplano para las líneas de España y Argelia… Señores viajeros, al avión… Que se va el avión…»
Pero es de esperar que se le pondrá pronto. Y que también se comprará un pito al jefe para que dé la salida.
Presenciando el curioso espectáculo del arribo de un avión de línea, y tras de haber recorrido una por una minuciosamente todas las dependencias del aeródromo, nada nos queda aquí en que ocuparnos. Pero aún ha de pasar un rato hasta que reanudemos el viaje, ya que para ello hemos de aguardar la llegada del aeroplano de París, que trae retraso ni más ni menos que si se tratase del corto de Guadalajara.
¿Con qué distraer la imprevista espera? Alfonsito decidió trasladarse en automóvil a la oficina del telégrafo para participar a su familia que lleva un vuelo tan feliz como si hubiese nacido gorrión. Yo no le acompaño por dos razones: a) Porque, estando ataviado de aviador, considero rebajarme el pasar a actuar de automovilista; y b) Porque mis familiares harto saben que esto que voy haciendo, igual que todo lo que hice y que cuanto decida a hacer, saldrá perfectamente. Dejo, pues, partir al hijo de Alfonso, con encargo de que envíe mis recuerdos a su padre, quedándome completamente solo.
Solo en absoluto. El jefe del aeródromo y su gente me abandonan también, requeridos por las funciones que les son obligatorias. Nuestro piloto, que ha de revisar el motor y los mandos del aparato que tripulará luego, pasa a mi lado sin detenerse, limitándose a dirigirme una sonrisa. No tengo con quien hablar, si no es con vosotros, lectores míos.
Y determino deciros algo de Perpignan, puesto que en Perpignan estoy. Cierto que no he llegado a entrar en esta ciudad, de la que su aeródromo queda tan distante que desde él resulta imposible verla. Pero no es menos cierto que sin ver —ni haber visto nunca— una ciudad puede contarse de ella lo que se tenga aprendido.
Así, os diré de la ciudad de Perpignan que es la capital del Departamento de los Pirineos orientales; que posee treinta y cinco mil habitantes, salvo error u omisión, y que está situada en la orilla derecha del río Têt, junto a la desembocadura de su tributario el Bosse, que en parte la cruza. Añadiendo que no toca con el mar, de cuya orilla dista unos once kilómetros, dato interesantísimo, pues revela que Perpignan no es precisamente un pueblo de pesca.
Dicho ya cuanto a su parte material se refiere, llega la ocasión de decir algo referente a la parte que pudiéramos llamar espiritual. Y sin recoger la leyenda de que debe su fundación al campesino Pére Pignam, de ejemplar conducta, pues las leyendas morales sólo están bien en los cuentos de Calleja, os hablaré de su historia. Perpignan tiene historia: no es tampoco un pueblo feliz.
La ciudad galoromana de Ruscindo, próxima al mar, se despobló en el siglo VIII por los ataques frecuentes de que la hicieron objeto los piratas berberiscos. Y los habitantes que de ella huían echaron los cimientos de Perpignan, con tan buena fortuna que al llegar el siglo XI ya se consideraba la nueva ciudad capital del Rosellón.
En 1172 pasó este territorio a poder de los reyes de Aragón, quienes residían frecuentemente en el castillo de Perpignan, contribuyendo con su presencia y liberalidades consiguientes a aumentar el poderío y la riqueza de la urbe adjunta. Por ello, cuando en 1473 el Rosellón fue cedido a Fancia, Perpignan se resistió a la anexión, siendo preciso un sitio de más de dos años para que se decidiera a abrir sus puertas al ejército francés. Pero sus nuevos soberanos —Luis XI y Carlos VII en particular — favorecieron a Perpignan tanto que aguantó otro sitio por conservarse bajo su mando antes de volver en 1493 al dominio de la corona aragonesa.
Perpignan perteneció a España otra vez desde entonces, hasta el año 1642 que, habiéndose entregado a fuerzas francesas, el Tratado de los Pirineos reconoció que a Francia debía pertenecer. Que a Francia siga perteneciendo por los siglos de los siglos, y que buen provecho le haga, pues maldito si valió nunca, no ya una operación militar, sino una reclamación diplomática siquiera.
Después de lo cual salgo volando, que es lo más prudente.
Heraldo de Madrid, enero de 1928
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