Al Senegal en avión

No hay cartas para Barcelona

Luis de Oteyza

El suelo que nos ha parecido llano, al verlo inmediatamente después de las rápidas pendientes de los picos pirenaicos no lo es del todo aún. Todavía volamos algún tiempo sobre las cimas bastante pronunciadas que constituyen las estribaciones meridionales del gran macizo montañoso. Y así vamos a cierta altura hasta llegar a Figueras, donde M. Richard hace descender el avión a menos de 200 metros para que recreemos nuestra vista en una ciudad española.

Muy de agradecer es, sin duda, la amabilidad del piloto, aunque no produzca en nosotros el resultado por él pretendido. Figueras no nos parece una población demasiado importante ni su castillo una fortaleza demasiado terrible. Dicho sea en honor de la verdad, ya que no en el de ninguna otra cosa. En cambio, encontramos, a seguido, bastante mejor la amplia planicie del Ampurdán, muy cultivada.

Gerona, sobre la que pasamos después, tampoco ofrece una importancia grande. Por si esta observación molestase a una ciudad que es capital de provincia nada menos, advertiré que la veo desde muy respetable altura, pues el terreno quebrado que la rodea nos ha hecho volver a elevarnos. Tal vez desde el nivel de sus calles sea extensa y bonita…

Lo que es extraño y bonito, indiscutiblemente, es lo que ahora  comenzamos a ver: la costa levantina. Hemos llegado al mar, y vamos volando por sobre la línea que el contacto del agua y la tierra traza. Y el espectáculo resulta bellísimo, sublime.

Ya lo dijo Camprodón, que alguna vez había de acertar:

«Costas, las de Levante, playa, la de Lloret.»

Sí; la playa de Lloret y las de Blanes, Malgrat, Pineda, Calella, San Pol, Canet, Arenys y Caldas son las más nacaradas conchas del más azul de los mares, iQué hermosas costas las que tan lindos lugares presentan a la caricia del oleaje manso!

Y en las costas de Levante hay más todavía: riqueza, esplendor. Mataró, Badalona y San Martín nos muestran ya las chimeneas de sus numerosas fábricas. Y luego Barcelona, la magnífica urbe, con su puerto potente y su múltiple caserío.

Aquí sí; aquí, M. Richard, es muy oportuna su amabilidad haciendo descender el aparato y llevándolo en vuelo bajo hacia la montaña del Tibidabo. Gracias mil por permitirnos apreciar en conjunto cuánto vale la gran ciudad, que nos enorgullece de ser españoles. Verdaderamente soberbia es la vista de Barcelona, tal y como nuestro piloto nos la ofrece cruzando con el avión de la Barceloneta a Gracia.

Pero dejamos Barcelona demasiado atrás. Esto que ahora vemos es el autódromo de Sitges. Hemos pasado — ¡ y con mucho!— el Prat de Llobregat que tiene campo de aterrizaje. ¿Será que no tomamos tierra?… Transmitimos la pregunta al piloto, y nos responde: «No hay correspondencia.» ¡Imposible! Es completamente absurdo que los corresponsales de los comerciantes barceloneses no aprovechen lo que adelanta el correo aéreo para mandar sus cartas por él. Pero aun en este caso,
que hoy habrá de resultar excepcional, ¿cómo, aunque no se traigan cartas, no bajan a recogerlas?… Una dolorosa sospecha me asalta, y quiero desvanecerla en seguida.

Escribo otra vez al piloto, « ¿Es que la Línea no presta servicio postal en España?» M. Richard, recibido mi nuevo mensaje, vuelve, la cabeza y la mueve negativamente. ¡Lo que sospeché resulta cierto! La Línea Latecoère atraviesa todo nuestro país de punta a punta, en su mayor extensión, teniendo en él varios aeródromos donde aprovisiona, repara y cambia los aparatos, y no deja ni recoge nuestro correo…

Es absurdo. Tanto más cuanto que la Línea sigue por sobre el Marruecos español y los territorios, también españoles, de Ifni y Río de Oro, en que asimismo tiene sus aeródromos… Esto hoy, que mañana —un mañana muy próximo— irá la Línea a la América española. Entonces, que no transporte nuestro correo será más que absurdo.

Pero en fin… Vuelvo a entregarme a la contemplación de la costa levantina. Las playas de Villanueva y de Vendrell, i qué bellas!… El acantilado de Tarragona, ¡ qué hermoso !… El golfo de San Jorge,  ¡qué magnifico!… El delta del Ebro, ¡qué fecundo!… Y después, el abrigo de los Alfaques y los puertecillos de Aleonar, Vinaroz y Benicarló. La Naturaleza se ha otorgado pródiga, verdaderamente, con nosotros los españoles.

Esto nos debe consolar de otras penurias. ¡ Todo no iba a habérsenos
concedido! Alegrémonos, pues, ante nuestras riquezas naturales.

¿Cantamos?… Cantemos, sí ; cantemos. Venga de ahí. Con música de «Marina»…

Heraldo de Madrid, enero de 1928

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