Al Senegal en avión

Casablanca, una ciudad “castiza”

Luis de Oteyza

Casablanca es francesa –dejemos el eufemismo de la palabra “protectorado”, tan suave y decorosa como inexacta- y debiera ser española.

Sobre esto que de consignar acabo podría extenderme mucho, aduciendo gran número de razones históricas; pero solo diré que con verlo basta. En cuanto a Casablanca se llega salta a la vista, o, mejor dicho, al oído. Un nombre español tiene la ciudad, y en el idioma de ese nombre hablan casi la totalidad de los que la habitan.

Al entrar en el hotel Excelsior, donde vamos a alojarnos, el conserje nos saluda en nuestra lengua, y en ella nos ofrece sus servicios la camarera que arregla las habitaciones. Y cuando salimos del hotel y vamos recorriendo las calles y plazas –plazuelas, callejones y travesías: toda Casablanca- continúa ocurriéndonos lo mismo: que cuantos nos dirigen la palabra lo hacen en castellano.

Pero ¿el elemento indígena? Claro que el elemento indígena. A él se debe el empleo del idioma español. Casablanca está poblada en su inmensa mayoría por descendientes de los judíos expulsados de España; por esos admirables sefarditas, tan amantes de la patria que les rechazó, que el cariño a su idioma les ha hecho conservarlo a través de la distancia y del tiempo, obligando a que para entenderse con ellos aprendieran el castellano antes los moros y lo aprendan ahora los franceses. Así como en el hotel la servidumbre francesa, en el zoco nos hablan los árabes llegados a proveerse del interior.

Tomamos un refresco en las mesas del bar Zazi, cuyos mozos nos preguntan “qué va a ser” y un limpiabotas nos ofrece dejarnos el calzado “como el charol”.

-¡Estoy en mi pueblo!- exclama Alfonsito.

Y a esta evocación de Madrid, cual atraído por ella, comparece un camarada del Círculo de Bellas Artes ni más ni menos que si nos encontrásemos en cualquier café de la calle Alcalá. Es el pintor Cruz Herrera que se acerca a nosotros y nos saluda preguntándonos cómo estamos. Estamos bien, a Dios gracias. Pero y él ¿cómo está?… ¿cómo está aquí?… Pues, muy sencillamente, porque aquí se celebra una Exposición de sus cuadros.

Me asombro un poco y al significarle él me replica:
-No sé por qué no han de exponerse mis obras en Casablanca si se exponen las de usted.

-¿Las mías?

-¿Pero no lo ha visto?… Pues venga a verlo, es aquí al lado.

Y, efectivamente, a dos pasos del bar “Zazi”, en el escaparate de una gran librería está mi último libro, luciendo la preciosa portada de Rivas, que lo avalora. Y con mi “De España al Japón”, “Los Cármenes de Granada” de Palacio Valdés; “La raíces” de Zamacois; “Más allá del amor y de la muerte”, de Pedro Mata; “Tigre Juan”, de Pérez de Ayala… Todos los volúmenes expuestos son de autores españoles.

-Como que Casablanca es española –comenta Cruz Herrera.

Lo niego, claro. Pero según os he dicho a vosotros, digo a mis acompañantes que lo debiera ser. Me preguntan que por qué no lo es si debiera serlo y contesto que lo ignoro. ¿Es que lo sabe alguien? Si alguien lo sabe quisiera que me lo enseñara.

Ha de resultar curioso el conocer con qué arte de birlibirloque se privó a España de sus derechos sobre esta ciudad, que la conferencia de Algeciras declara iguales a los de Francia. El referido pacto, que suscribieron todas las grandes potencias europeas de acuerdo con el Gobierno marroquí, confió a España y Francia conjuntamente la misión de defender Casablanca contra los ataques expoliadores de las cabilas vecinas, sobre las que no pesaba la soberanía del sultán. Y después de esto no ha habido más, porque el hecho de que en el verano de 1907, para proteger la construcción de un ferrocarril francés, ocuparan la plaza fuerzas francesas, no justifica que Francia se esté quedando con todo sin dejar a España nada.

Nada, lo que se dice nada. Ni el nombre español –tan clásico y tan expresivo- quieren dejarnos. En 29 de noviembre último el Instituto colonial francés propuso que la ciudad pasase a llamarse Lyauteyville, para honrar al mariscal Lyautey. Y gracias a que el ex residente es una persona modesta y se ha opuesto terminantemente. Si llega a ser tan vanidoso como Mussolini –quien pretende poner su nombre al Mont Blanc- a estas horas en lugar de estar en Casablanca estaríamos en Lyauteyville-sur-Mer. ¡No hay derecho!

Cruz Herrera conviene conmigo en que no lo hay, ciertamente. Y nos desesperamos juntos. Pero Alfonsito, que es hombre apacible, trata de calmarnos.

-Después de todo, ya que se venden aquí los libros del uno y los cuadros del otro…

Sin embargo, si esto nos puede convenir como pintor y como literato respectivamente, como patriotas no puede compensarnos de que España haya perdido el control de una hermosa ciudad de cincuenta mil habitantes, capital de la rica provincia de Chania, enlazada por fáciles caminos con las fértiles regiones de Fedala, Azimur y Settat, y poseedora de un cómodo puerto, por el que se exportan en cantidades enormes todos los productos de la agricultura y la ganadería orientales y se importan los de la industria occidental.

-Queda aquí el espíritu de la patria –sigue diciendo Alfonsito.

En fin… Quedando siquiera esto… Y que no verlo sería peor… Consolémonos, pues. Pregunto a Cruz Herrera dónde se puede pasar un rato entretenido por la noche. ¿Hay teatros o cinematógrafos?

-Hay algo mejor.

-¿Sí?…

-Un salón de baile.

-Muy bien. ¿Y para ir a él?

-No recuerdo el nombre de la calle. Pero ustedes toman un “taxi” y el chófer sabrá. Díganle que los lleve al Salón Madrid.

¡El Salón Madrid! Queda en Casablanca el espíritu del que Alfonsito habló. Es una ciudad “castiza”.

Heraldo de Madrid, febrero de 1928

 

 

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