Lo hacían con palabras grandilocuentes, con discursos radicales que no solamente provenían de las filas anarquistas, como Alejandro Lerroux al frente de su Partido Republicano Radical, que hizo un llamamiento a destruir el pasado de forma virulenta y donde los jóvenes eran su vanguardia. En ¡Rebeldes, rebeldes! (1906) proclamó: «Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie, penetrad en los registros de la propiedad y haced hogueras con sus papeles para que el fuego purifique la infame organización social, entrad en los hogares humildes y levantad legiones de proletarios, para que el mundo tiemble ante sus jueces despiertos.
Hay que hacerlo todo nuevo, con los sillares empolvados, con las vigas humeantes de los viejos edificios derrumbados, pero antes necesitamos la catapulta que abata los muros y el rodillo que nivele los solares. Descubrid el nuevo mundo moral y navegad en su demanda, con todos vuestros bríos juveniles, con todas vuestras audacias apocalípticas».
Casi a diario se producían alborotos y manifestaciones multitudinarias de uno u otro signo. Frente a las corrientes progresistas europeas, la reacción exigía mano dura, callar a los disidentes al precio que fuese. Pero existía una juventud que rechazaba al clero, quería quitárselo de encima, devolver a esa arcaica España al basurero de la historia. Fueron esos mismos jóvenes los que abarrotaron el estreno de Electra, la polémica obra de Pérez Galdós, el 30 de enero de 1901. Y allí los vemos, ocupando los mejores asientos del teatro, airados y emocionados, con la policía y los curas expectantes:
«Comenzó el drama en medio de una gran expectación
[narra Pío Baroja, que estaba entre los asistentes al estreno]. El público temía que pasara algo. En uno de los momentos en que aparece un fantasma, Azorín me agarró del brazo, y vi que estaba conmovido. Cuando el joven ingeniero (Máximo) derriba a Pantoja, Maeztu, desde el paraíso, con voz tonante, dio un terrible
grito de “¡Abajo los jesuitas!”». A la proliferación de crímenes cotidianos, según la prensa conservadora, ahora se sumaba otro
crimen peor aún. Al día siguiente, El SigloFuturo
publicó una columna precisamente titulada «El crimen del día»: «O de la noche. Y crimen de todas las especies. Y todo género
de crímenes. Morales, jurídicos, literarios, dialécticos… O, mejor dicho, inmorales, antijurídicos y literarios, y contra la lógica y el sentido común. El crimen literario es tal, y tan gordo, que los mismos cómplices y jaleadores lo tienen que confesar». Crímenes, en definitiva.
Fuera de la ley es el retrato de una época de España que hoy contemplamos con perplejidad y confusión. Lo que presenciamos, todo eso que seguramente sentirá el lector al leer las noticias, artículos, proclamas, ensayos y ver las fotografías glaciares de las fichas policiales y las historias que se recogen, será perplejidad. Sin embargo… sucedió aquí. Porque fue aquí, hace un siglo, donde en ocasiones espiritistas y anarquistas organizaban mítines
juntos y cuyos respectivos ambientes parecían converger; aquí mismo, donde había espías por doquier y proliferaban los agentes dobles y polizontes, soplones y activistas que cruzaban el país y se hospedaban en pensiones y «hoteles del hampa». ¿Quién puede saber qué oscuros planes tramaban?, se preguntaba la prensa conservadora. Este fue el país al que, como podemos
leer en el cuaderno de fichas policiales, llegaban perseguidos por «intentar asesinar el rey de Prusia» apaches, ocultando sus tatuajes a los ojos de los agentes, anarquistas, hombres que soñaban imitar al hábil Fantômas.
Desde luego pasaban cosas, muchas cosas. En los cabarets y los nu-
merosos cafés cantantes tipos de mirada aviesa y aspecto patibulario tomaban tragos con empresarios del delito y, en ocasiones, recibían dinero por destrozar locales izquierdistas y periódicos liberales, o incluso perpetrar asesinatos.
A su alrededor, en medio de una atmósfera que era como un oasis en la ciudad de los muertos, sonaba flamenco o se entonaban cuplés, muy de moda entonces.