Artículo histórico

Londres. Hambruna con los Astor

Ignacio Carrión
Anhelaba aquel fax remitido desde Londres por una exclusiva agencia de viajes. Al leerlo comencé a dar saltos de júbilo. Allí se me notificaba que los Astor, «encantadora familia que vive en un precio so palacete entre suaves y hermosas colinas al sur del condado de Berkshire, estarán encantados de recibirle en Kirby House, donde podrá permanecer desde las diez de la mañana del próximo viernes hasta las once de la mañana del sábado, previo pago de 266,51 libras [unas 67.000 pesetas], que dan derecho a cama por una noche, cena y desayuno». ¡Qué cena, qué noche, qué desayuno serán esos!, pensaba yo, dividiendo proporcionalmente esas 67.000 pesetas del fausto paquete. Por otra parte, la agencia era de absoluta confianza. Sus conexiones con la aristocracia inglesa eran de tal calibre que, avisándoles con tiempo, estaban en condiciones de sentar a un plebeyo a la mesa del castillo de Windsor, propiedad de la Corona británica, aunque tal como estaban las cosas en la familia real desde el célebre annus horribilis no convenía correr un riesgo parecido. Lo que empezaba como un ágape podía acabar como un campeonato de esgrima. En cambio, una exquisita cena y su correspondiente pernoctación con los alcurniosos Astor, descendientes de la famosísima lady Astor, primera mujer miembro del Parlamento británico, en su mansión privada, era más que suficiente para que, como añadía el mismo fax, «adquiera usted la experiencia de vivir la vida del campo inglés tal como la viven ellos». Cumplimentados los requisitos, abandonaba la vulgaridad de este mundo para trasladarme a un más allá donde reinan la paz y el silencio absolutos, los modales más refinados, los manjares más suculentos, los paisajes más verdes y los cielos más húmedos. Bien es cierto que ese sueño iba a ser breve: tan sólo 13 horas de duración, ya estipulada pero ininterrumpida. Pero estaba convencido de que en ese tiempo podría satisfacer todo el hedonismo acumulado de mis más secretas fantasías de lujo y de poder. Ya en Londres, me dirigí al mostrador de Avis para alquilar un coche, preferiblemente un coche inglés, y dirigirme sin tropiezos al condado de Berkshire. Siempre he creído que los coches nacidos en Inglaterra son como los burros viejos: saben llevarte a ciegas a tu destino, sea cual sea la dificultad del recorrido. Pero la empleada de Avis, un poco rara, no lo entendía así. El único coche disponible fabricado en Gran Bretaña, dijo, tenía demasiadas millas y no era de fiar. Me aconsejaba un Proton importado de Corea. -¿Cómo voy a presentarme en la mansión de los Astor al volante de un vulgar Proton coreano? ¡No me dejarán pasar! -protesté. Pero ella se mostró inflexible. En Gran Bretaña, dijo, ni siquiera los coches ingleses son ingleses. ¿Estaba seguro yo de que los Astor tampoco eran coreanos? Esto me dio que pensar. Pero en cuanto me adentré por la izquierda en la autopista M-25 recuperé la plena confianza en que los Astor no podrían ser más que los Astor, un producto autóctono de la aristocracia inglesa y no un Proton asiático cualquiera. Las carreteras comarcales del condado de Berkshire, plagadas de curvas sin visibilidad, no eran más anchas que un Proton y me dio y, sin embargo, se practicaba en ellas el macabro juego del cruce de vehículos con la alelada sonrisa en los labios de sus conductores, una especie de rictus preagónico de politraumatizado en colisión frontal. Me cruzaba con ladies de 50 años al volante de sus poderosos Range Rover color oliva, con el hábito perpetuo de sus impermeables Barbour también verde oliva y también todoterreno, sus dos perros labradores con ojos de idéntico color, y un niño y medio en el asiento trasero del 4 x 4. A todos los efectos eran una seria amenaza para el género humano no denunciada aún por los ecologistas. Al cruzarme con ellas cerraba los ojos, prefiriendo morir sin verlas, pues todas guardaban un tremendo parecido con Camila, la amante de Carlos de Inglaterra, quien por carreteras similares del condado vecino se dio a la fuga al, colisionar con criaturas inocentes, pretextando huir de un posible atentado. Pese a todo, había llegado media hora antes de lo previsto a la mansión de los Astor. ¿Qué hacer? ¿Arriesgarme a llamar a sus puertas y sorprender a milord limpiando la plata? ¿Esperar detrás de los arbustos a que sonaran las 10 campanadas y ser descubierto y perdigoneado a placer por algún guarda? ¿Refugiarme en el pub próximo, llamado Crow & Garter, y releer detenidamente los datos biográficos de la familia Astor, remitidos por la agencia internacional que había mediado en el encuentro? Esto era lo más sensato. Así, memoricé que el actual Richard Astor descendía en línea zigzagueante del hijo de un humilde carnicero alemán cuyo hijo, llamado John Jacob Astor, emigró en 1784 a Estados Unidos, donde amasó una inmensa fortuna comerciando con las pieles de los indios y los afrodisiacos chinos, aunque su dinero lo multiplicó especulando en negocios inmobiliarios de Manhattan. Luego, la fortuna no pasó al primogénito, que era literalmente imbécil, sino al segundo hijo, llamado William, quien dobló el capital. John Jacob III se casó con una rica de Carolina del Norte y del matrimonio nació lady Astor, la reina de Nueva York por sus fiestas y bailongos sociales. Con su hermano fundó el neoyorquino hotel Waldorf Astoria hace exactamente un siglo. Uno de los hijos vendría a instalarse en Londres, donde compró vanos periódicos, entre ellos The Times. Recibiría el título de barón Astor. Y luego un hijo de éste compró Kirby House y sus 2.000 acres de terreno circundante, la suntuosa propiedad que me iba a abrir sus puertas en cuestión de minutos. De pronto Richard Astor apareció balbuceante y tartamudeante, y hasta tambaleante a sus 43 años, para darme la bienvenida tal como la dan los ingleses de buena cuna. Cuanto más indecisos y tímidos parecen, menos lo son en realidad. -¡Adelante, adelante! -dijo Richard Astor- Le voy a presentar a Dorothy. Beso sus pies y su mano, lady Dorothy -exclamé reverencioso nada más franquear el dintel de la puerta, toda ella de roble macizo, sin tropezar con un gigantesco felpudo sobre el que anidaban Freddy y Kilt, dos enormes perros. La señora parecía asustada. Reculó levemente. Y Astor hizo una aclaración: Dorothy no era su esposa, sino la fiel sirvienta que desde la edad de 17 años atendía amablemente las necesidades domésticas de la familia-. «Casi de la familia», añadió. Me excusé lo mejor que pude. Astor también lo hizo a su modo: «Mi esposa ha tenido que marcharse a llevar a una hija nuestra al Club del Pony. Vendrá más tarde», agregó indicándome el camino a un salón de aquella gran casa del siglo XVIII , puro estilo reina Ana. En una de las paredes se veían dos retratos de Katherine, la verdadera esposa de Richard Astor, ex secretaria particular del duque de Edimburgo, esposo de la reina Isabel II, ambos firmados en 1978 por Vidal Quadras, un pintor que vivía en París, dijo Astor. Observé detenidamente a mi anfitrión. Lucía un aspecto saludable. Alto, fuerte, con uñas crecidas de guitarrista flamenco, un perfil que reunía cierta dureza y considerable astucia, y un aire formalmente informal, si así puede decirse, con el que acertaba a poner cómodo al huésped sin ponerlo excesivamente cómodo. Algo sutil. Habíamos tomado asiento en sendos sofás que nos hundían poco a poco en los confines de las plumas, permitiéndonos una visión directa o indirecta a través de varios espejos con sus doradas cornucopias de gran tamaño. Richard Astor no tuvo ningún reparo en explicar por qué, y de qué forma, explotaba turísticamente su vivienda, linaje y otros enseres de su pertenencia. «Lo hago por dinero, de lo contrario no lo haría. Los impuestos patrimoniales son elevados, hasta el 40%», dijo, «y hay que pagarlos o vender. ¿Quién quiere vender algo así?»‘. Señalaba hacia los prados inmensos que se abrían al otro lado de los ventanales, donde pastaba el ganado lanar. Y un día, hace ya seis años, tomó la decisión: «A mi mujer esto de alquilar habitaciones, organizar fiestas, dar cenas y ofrecer grandes cócteles le daba miedo al principio. No por nada, sino porque nunca estás seguro de que quien entra por ahí con los bolsillos vacíos no vaya a salir por ahí con algo nuestro en aquellos mismos bolsillos. Ya me entiende», y Astor tocó con su larga uña del dedo índice la madera de una hermosa mesa cargada de figuritas y cajitas y polveritas de fina porcelana. «Hasta la fecha, según nuestro riguroso inventario, nada hemos echado de menos, todavía». Sus invitados, rara vez españoles, venían en pequeños grupos de cazadores unas veces (la zona era muy apreciada por el ex rey Constantino de Grecia), y otras de altos ejecutivos de multinacionales americanas o japonesas que se morían de curiosidad por visitar esta variedad de relicario vivo y grandioso de un pasado limpio de telarañas. Las detalladas explicaciones de por qué, cómo, con cuánta frecuencia y con quién lo hacían Astor y su esposa sonaban a confesiones íntimas, casi de índole sexual, salidas de sus labios. Uno sentía deseos de liberarlo de cualquier compromiso. Pero él estaba muy en su papel. Dorothy asomó su cabeza por una puerta y Astor dijo que, si lo deseaba, podíamos servirnos nosotros mismos de un bufé recién preparado para llevar el plato en volandas a la agradable intemperie, y disfrutar allí de un intervalo sin lluvia. El bufé consistía en unas grumosas cintas de pasta italiana solidificadas en algún barrio marginal de Bolonia, algo que, no obstante, atrajo a las avispas que pasearon triunfalmente sobre el manjar. Pero Astor era hombre de disciplina y saber castrense (había pertenecido al regimiento de caballería de la reina), de tal modo que fue poniendo fuera de combate a una buena parte de los insectos, al menos la recayente en su zona de exclusión. «Los altos ejecutivos japoneses suelen traerlos de treinta en treinta, les gusta ver el escenario natural donde han sido fotografiados algunos catálogos de grandes firmas, como por ejemplo Dunhill», dijo Astor. «Piden que les hable un poco. Les cuento algo relacionado con mis antepasados, por ejemplo que uno de ellos pereció en el hundimiento del Titanic, y hacen preguntas. Sí, las mismas preguntas siempre». La pasta estaba ya absolutamente adherida a los platos entre aguijones de voraces himenópteros. Las ovejas balaban en la lejanía. Astor parecía indiferente a esta lucha darwiniana por sobrevivir, y ahora se le hacía la boca agua hablando de esos grupos de ocho cazadores americanos que le pagaban 5.000 libras (1.250.000 pesetas) por matar unos 250 faisanes de los que él criaba en la granja, aparte de las 280 libras (unas 70.000 pesetas) que abonasen por ocupar una noche cualquiera de las habitaciones de la mansión, cifras que le hacían llevadera esta pérdida de intimidad. Claro que el negocio tenía sus riesgos. Sobre todo el alcohol. «¿Cómo vas a controlar que alguno no se pase de copas preguntando las cuestiones más impertinentes acerca de la familia real? Entonces no tengo más remedio que llevarme la botella, luego de hacerle una seria advertencia al cabeza del grupo». Pero en general estaban muy satisfechos, en buena medida gracias a la rigurosa criba que la agencia internacional de viajes que colaboraba con ellos practicaba entre los solicitantes. Lo único que le desconcertaba eran ciertas recepciones a las que no podía negarse con asistencia de obreros. «Esto es más problemático, hay un escalón social importante, y aunque traigo arcos y flechas para que celebren algún concurso de tiro, o vienen con go cars para que se entretengan sin mayores complicaciones, no siempre tenemos éxito». Lo último que estaba dando buenos resultados eran los overcraft para volar sobre estas extensiones de césped, algo que chiflaba a todos, ejecutivos y obreros. Un par de horas antes de la cena, mi estómago emitía señales alarmantes de desmayo. El señor y la señora Astor me habían aconsejado pasear por los prados, entre vacas indolentes y ovejas lanudas a las que, en el largo crepúsculo, veía aproximarse a la sartén de Dorothy. Mientras tanto, imaginaba a mis anfitriones empeñados en la lenta elaboración de algunos deliciosos manjares, y en la selección esmerada de algunos grandes vinos con los que regarlos. Cuando ya esperaba que sonara la campanilla del leproso, llamándome a la mesa, mylord propuso embarcarnos en su Land Rover por los caminos más abruptos y arriesgados de la propiedad, otro de los pasatiempos que él brindaba a sus invitados para abrirles el apetito. -No se preocupe -le dije-, ya tengo suficiente hambre. Si no le importa, podemos ir tomando un aperitivo. Pero, claro que le importaba. El aperitivo quedaba fuera de contrato, mientras que el gasoil de su todoterreno se incluía en la minuta. «No tenga miedo, ¡vamos allá!», gritó como si yo mismo fuera una mansa mula del ya extinto regimiento de artillería. Desde la ventanilla del infernal coche, éste sí fabricado en la isla, veía los troncos de árboles a mi encuentro como si fueran lanzas enemigas. ¿Querrá matarme mylord antes de darme de cenar? ¿Grito socorro hasta que me oiga y auxilie su esposa Katherine? Corrían sabrosas liebres y conejos por los senderos próximos que mylord aplastaba con sus neumáticos sin por ello cobrar una sola pieza que, sin duda, podría salvar nuestra terrorífica cena, pues éste era el único calificativo que iba a merecer aquel memorable encuentro con la fina vajilla y el instrumental completo de plata de ley, heredado por los Astor en Kirby House. Todo era riguroso luto. La señora Astor parecía ataviada para un funeral ideado por Agatha Christie. Habían descorchado una sola botella de vino francés del año. Las copas talladas lucían como bayonetas para el gran desfile. Los dos perros tomaron posiciones a los extremos de la larga mesa, iluminada por cuatro velas singularmente mortuorias. La señora Astor amenizó el inicio de la ceremonia relatando que Freddy, uno de los perros, solía subir a los dormitorios cuando los invitados ya estaban reunidos para cenar, y bajaba por las escaleras llevando en la boca bien fuera un sujetador, bien unas bragas, bien ambas prendas íntimas, que depositaba a los pies de la concurrencia. «Es algo perverso este animal», dijo la señora Astor, «pero no podemos evitarlo porque es un perro de caza, es magnífico, y la dueña de la pieza que el perro trae se delata inmediatamente porque se pone muy colorada». Miré desafiante a Freddy para ver si se atrevía a subir a mi habitación, siendo yo la única víctima de la noche, y bajaba con un par de boxers sucios entre sus afilados dientes. Pero Freddy estaba más interesado en lo que ya se aproximaba a la mesa de manos de la sirvienta Dorothy. -¡Pájaros! -grité sin poder reprimir mi júbilo- ¡Pájaros! -repetí en medio de aquel silencio monacal. Pero las perdices eran peor que piedra pómez, roca viva, mármol de carrara, hormigón armado… De reojo observé a mis distinguidos anfitriones. Con sus codos apretados a la rigidez cadavérica de sus cuerpos, modales exquisitos, empuñaban magistralmente las herramientas para despiece animal. Traté de imitarlos mientras conversábamos acerca del amante egipcio de Lady Di y de la amante algo momificada del príncipe Carlos. ¿Volará por los aires totalmente desplumada, aunque sin cocer, la pechuga primero, la pata después y, finalmente, el ala de esta pájara canalla?, me dije ensartándola con desesperación. ¿Volará ella y la cazará Freddy, o volaré yo y me cazará mylord, tarjeta de crédito incluida? En lo alto del montículo, allá en el horizonte, aún se distinguía el gran poste con su travesaño a modo de cruz del que fueron ahorcados los dos últimos criminales en el siglo XVII, explicó Astor, por robar ovejas. Abandoné entonces al bastardo pollastre, torcí el pescuezo e hice disimuladamente la señal de la cruz. -Con su permiso, ¿podría retirarme a mis aposentos? pregunté. -¡No faltaba más! -dijeron ellos a dúo- ¡Siéntase como en su casa y tenga felices sueños! Desde luego los tuve. Mataba y comía. Comía y mataba. Todo el tiempo así, hasta el amanecer. De reojo observe a mis distinguidos anfitriones. Con sus codos apretados a la rigidez cadavérica de sus cuerpos, empuñaban las herramientas para el despiece animal. Traté de imitarlos mientras conversábamos acerca del amante egipcio de Lady Di y de la amante algo momificada del principe Carlos.

El País 24/8/1997 

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