Luis Higón Rosell nació en Valencia en 1898; era hijo de un ciudadano inglés y de una española. A los 18 años empezó a colaborar en La Voz de Valencia firmando ya con el que sería, más que un seudónimo, su nombre definitivo:Luis de Sirval.
Poco después se trasladó a Barcelona donde colaboró con El Noticiero Universal y El Diluvio de Barcelona aunque las condiciones políticas y sociales que se daban en la capital catalana no eran el mejor escenario para la práctica del periodismo independiente. Rápidamente se trasladó a Madrid y empezó a colaborar en La Libertad. En las dos épocas en las que se desarrolla la historia de este libro, Luis de Sirval tenía 25 y 36 años, respectivamente. Desde sus primeros artículos, mostró una madurez y un sentido del humor fuera de lo normal.
Empezó a colaborar en La Libertad el 30 de diciembre de 1922 con un artículo muy breve titulado «La civilización, prudente», dentro de la sección ‘Las muecas de los días’, nombre que ya aparece un año antes en las informaciones que publicaba en La Correspondencia de Valencia. La Libertad veía la luz en 1920 tras la ruptura de un grupo de periodistas, administrativos y repartidores del periódico El Liberal; su director era Luis de Oteyza, mítico reportero por sus artículos sobre la guerra de Marruecos.
Luis de Sirval aparece ya como redactor del periódico en el número del martes 2 de octubre de 1923. En esa redacción convive con Manuel Machado, Eduardo Ortega y Gasset, Luis de Zuleta, Pedro de Répide, Joaquín Aznar, Augusto Barcia, Carlos Bonet, Helidoro Fernández Evangelista o el fotógrafo Alfonso. Transcurre la edad de oro del periodismo español hasta que irrumpió la dictadura militar de Primo de Rivera.
En 1925, ‘La Libertad’ fue adquirido por el grupo de Juan March que también se hizo con la propiedad del ‘Informaciones’. El primero lo utilizó como periódico de izquierdas y el segundo de derechas. Luis Higón Rosell, situado ideológicamente en la izquierda republicana, empezó a encontrarse molesto con los vaivenes y las presiones informativas que imponía el mafioso mallorquín.
La sobrevenida ambigüedad de La Libertad a partir de 1925, cuando no hostilidad contra la república, le hizo finalmente abandonarlo en abril de 1931. No satisfecho con su trabajo como redactor, fundó una agencia de prensa con un amplio espectro ideológico de colaboradores. Inicialmente la llamó ‘Marivel’; a través de ella surtía de crónicas, reportajes y artículos de opinión a periódicos de provincias en los que había colaborado y a otros como El Luchador de Alicante, La Voz de Guipúzcoa, La Correspondencia de Valencia, El Mercantil Valenciano, o El Diario de Almería. Al poco tiempo pasó a llamarse ‘La Hispania’. Tras su marcha de La Libertad, relanzo su actividad en la agencia a la que rebautizó como Agencia Sirval. En ella reunió un impresionante catálogo de firmas como las de Gabriel Alomar, Andrenio (Eduardo Gómez de Baquero), Luis Araquistain, Ramón Pérez de Ayala, Luis de Zulueta, Unamamuno, Ramón J. Sender, Luis Bello, Ángel Guerra, Eduardo Zamacois, Roberto Castrovido, Pedro de Répide y otros. El prestigio le venía no solo por la nómina de colaboradores, sino«porque pagaba regularmente».
Durante algo más de dos meses de ese año (1931) ejerció como secretario personal del Ministro de Industria y Comercio, Félix Gordón Ordás, del Partido Republicano Radical. Félix Gordón, integrante de la comisión parlamentaria que investigó los sucesos de Asturias en 1934, junto a Clara Campoamor —también del partido Radical— y a los socialistas Álvarez del Vayo y Fernando de los Ríos, dijo de él: «Se trataba de un joven periodista de espíritu finísimo, corazón generoso y bondad inalterable. Yo tenía por él profunda simpatía y gran admiración. Fue secretario político mío durante el tiempo que desempeñé la cartera de Industria y Comercio. Nombrado por mí, salió de España a estudiar los procedimientos de propaganda del régimen en Italia, Alemania, Inglaterra y Rusia, y de este viaje trajo enseñanzas utilísimas, que hasta ahora no ha aprovechado ninguno de mis sucesores. Era firmemente republicano, de amplia y elevada visión social. Aunque no tenía ninguna ambición personalista, y acaso por lo mismo, su porvenir se ofrecía espléndido
Luis de Sirval, el autor intelectual de la expresión ‘Las muecas de los días’, sufrió en carne propia la mayor crueldad posible y la injusticia de los gestos aciagos del destino. Tres oficiales del Ejército español le tirotearon a sangre fría cuando estaba detenido en una Comisaría del Cuerpo de Vigilancia de Oviedo. Su muerte despertó la conciencia adormilada de los intelectuales de la época, más o menos afines ideológicamente, amplificó los antecedentes de una biografía fantástica y le mitificó entre los profesionales más jóvenes del periodismo patrio. Su figura fue enaltecida y, en su ausencia, manipulada durante la guerra civil, aunque no exista duda de la posición que hubiera adoptado. En pie, con sus libretas y su cámara de fotos, trabajando como informador con la misma honestidad que había hecho el resto de su vida. ‘Era de ese tipo de periodistas que necesitaba ver los sucesos para escribir de ellos. Una especialidad en crisis’.
El triunfo del Frente Popular en febrero de 1936 elevó al periodista asesinado a la categoría de héroe de la República; muchas ciudades como Valencia, Córdoba o Madrid, le dedicaron una calle. Hoy nadie le recuerda; yace en el olvido. No tiene ningún monumento ni placa, ni siquiera en el callejero de barrios como Buenavista en Getafe, dedicado compulsivamente a personajes de la Segunda República española, muchos de ellos sin la relevancia, la fe republicana o la honestidad de Luis de Sirval.
Hoy, el libro supone un pequeño homenaje al periodista íntegro que buscó la verdad por encima de todo, A riesgo. incluso, de su vida.
Cumpleaños de un cronista
Jueves 8 de febrero de 1923. Madrid
Anochecía. Luis de Sirval caminaba con paso rápido hacia el periódico. Se había acostumbrado a recorrer la última parte del trayecto, desde la Puerta del Sol hasta la plazuela de la Villa, por la calle Mayor y, llegando allí, giraba a la izquierda por la calle del Rollo, hasta desembocar en el número 5 de la calle Sacramento.
Había quedado allí con José Luis Salado, su mentor y amigo desde que llegó a Madrid a finales de 1922 procedente de la trágica y complicada Barcelona. Salado tenía 25 años, la misma edad que él, y, a pesar de ello, había sido uno de los elegidos, decididos trabajadores, redactores, administrativos y distribuidores, que abandonaron El Liberal para fundar el nuevo matutino en diciembre de 1920. Salado era uno de esos plumillas que con cuatro preguntas se enteraba de todo y así, certeramente, trasladaba el asunto en cuestión a los lectores.
La cita, en realidad, no era tal, ni con cuál; respondía a un emplazamiento de Pedro de Répide, otro de los magníficos que dejaron atrás el liberalismo para abrazar la libertad. Répide celebraba su cumpleaños y las calles de Madrid, que le conocían por sus novelas populares, sus reportajes y las francachelas que organizaba de vez en cuando, anunciaban una buena crónica para aquella noche en la que, más o menos, empezaba una década en la historia España, al decir de los entendidos en política y sociedad más clarividentes. Y no era por culpa del cumpleaños de Pedro de Répide que empezara una década.
A pesar de que Luis de Sirval desconocía la política madrileña, su paso por pequeñas redacciones de Valencia y de Barcelona le había servido para percibir nítidamente que España era un país arruinado, un viejo atleta con las coyunturas rotas, retirado desde hacía tiempo de la competición. Era habitual, tras el desastre de ‘El Annual’, escuchar voces críticas, cada vez más altas y más claras, contra el sistema político y contra la monarquía. España se desangraba desde hacía 15 años. La guerra de Marruecos tragaba, insaciable, juventud y dinero.
La ineptitud, la locura, la corrupción y el despilfarro de la clase política y militar se habían enquistado en la vida pública; la crítica y la contestación social fueron inevitables, primero sigilosamente, de oído a oído, y luego a gritos con acusaciones gravísimas contra los responsables de tanto muerto y tanto dispendio inútil. No había España; a pesar de las socorridas y abúlicas proclamas que exigían desde al año noventa y ocho nuevos laureles para el antiguo imperio. Pero ¿no había nada más, nada nuevo que hiciera resurgir la esperanza durante un cuarto de siglo? Muchos de los que se movían en el mundillo de las letras y la pluma, como el mismo José Luis Salado, acudían con inusitado interés a cuanta tertulia se convocaba en los cafés de Madrid, desde las más desconocidas a las más famosas, animadas por noveles e inéditos escritores o por autores ya consagrados desde finales del siglo pasado. En cada reunión, según el lugar y los contertulios, confluían determinados intereses económicos, las corrientes literarias y la influencia política. Fuera del corrillo que centraba el coloquio, sentados en torno al velador principal del café de turno, se arremolinaban curiosos, marrulleros, gentes ociosas, carteristas y caballeros de la trampa adelante. No faltaban los políticos con el traje raído, rescatado para la ocasión en cualquier casa de empeños y, aún más importante para adivinar su inexplicable interés, con los bolsillos aún vacíos. Eran unas tertulias, en muchos casos, financiadas por políticos apoltronados o por empresarios y aventureros disfrazados de pescadores en la orilla de un gran río revuelto. La patriótica excusa era la búsqueda de una solución a nuestros males, aunque el resultado, a pesar de dispares y novedosas iniciativas, era siempre el mismo. España naufragaba otra vez ante las costas de la Historia.
Pedro de Répide empezó a publicar en La Libertad su serie sobre las calles de Madrid el mismo día que nació el indómito e insurrecto diario de la mañana, firmando las primeras entregas con el pseudónimo de ‘Ciego de las Vistillas’; y así se le conocía desde entonces en el ambiente de la gacetilla madrileña. Inició su sección, ya mítica en el periodismo local, con un artículo sobre la Puerta del Sol, símbolo en sí misma de la libertad de Madrid.
La facilidad que le procuraba su fértil pluma le permitía arrimarse a cuantas empresas literarias habían nacido con el siglo, como ‘Los Contemporáneos’, ‘Las Novelas de Bolsillo’, ‘La Novela Corta’ o ‘La Novela de hoy’. Alternaba su feraz narrativa con una prolífica labor periodística centrada en los monumentos y las gentes de la Villa que veía la luz en ‘La Esfera’, ‘El Fígaro’, ‘Nuevo Mundo’, ‘El Liberal’, ‘La Correspondencia’, la ‘Revista Ilustrada Salud’ y en otra decena de revistas y periódicos. Las calles de Madrid le tenían más que visto, y él conocía, quizás mejor que nadie, casi todo lo que había que saber de los más deliciosos y de los más indecentes, cochambrosos o mugrientos rincones de la Villa. Unos paseos reales y literarios que descubrían a los lectores de su sección ‘Guía de Madrid`, las maravillas de la ciudad un par de veces por semana.
Répide, el periodista, el cronista de lo actual, se había convertido página a página, mes a mes, año tras año, en arqueólogo de la ciudad, arrastrando sus producción literaria por los mismos recovecos y pasadizos misteriosos. Una iglesia, un palacete, un monumento roto, unas escalinatas, una calleja solitaria, una leyenda atroz eran la excusa o el argumento suficiente para inspirar a Répide alguna de sus historias destinadas para consumo de la prensa local o, si la importancia del caso lo merecía, transformarse en comedia de teatrillo popular o en una novelita de costumbres madrileñas. Emilio Carrere, otrora amigo de Pedro de Répide, competidor literario y de la fábula madrileña, le había calificado en una de sus últimas críticas literarias como gloria de la lírica y prez de los cronistas de Castilla.
Al llegar a la desembocadura de la plazuela de los Herradores con la calle Mayor, justo en la puerta del café de Platerías, se encontró con José Luis Salado que venía tranquilamente dando un paseo desde la Plaza de Isabel II, a través de la calle de las Fuentes. Le ofreció la mano con cordialidad aunque acabaron fundidos en un abrazo fraternal.
—Hola amigo. ¿Preparado? Hoy será un gran día; mejor dicho, la de hoy será una gran noche —le dijo mientras caminaban hacia la plaza del Ayuntamiento.
—Estoy impaciente por saber más y por disfrutar con los que serán mis maestros, compañeros y amigos.
—Seguro que la velada nos ha de proporcionar más de una sorpresa placentera, aunque personalmente creo que Madrid, más incluso que Valladolid, tiene un concepto provinciano del pecado; y que esa cuestión moral, a pesar del liberalismo que parece teñir nuestras vidas, nos limitará. Y más con él. Siempre es así. Pedro es menospreciado a causa de su tendencia sexual, por los conservadores y por los progresistas, al menos por muchos de los que presumen de liberales. ¿Has leído el artículo que publica hoy?
—Sí, claro, es la segunda parte de la Plaza de Isabel II, la de los ‘tristes destinos’.
—¿Has captado el chisme de la inauguración de la estatua de bronce de la reina en 1850?
—Sí, que fue costeada por Manuel López de Santaella y que su inauguración careció de brillantez porque no asistió nadie del Ayuntamiento…
—Exacto… Pero lo bueno del cuento es que al día siguiente apareció un pasquín a los pies del monumento.
Luis de Sirval buscó el periódico del día que llevaba en el bolsillo del abrigo y lo abrió por la página cuatro.
—«Santaella de Isabel —empezó a leer la coplilla satírica a la luz de uno de los primeros faroles que se encendían en la misma plazuela de la Villa. Miró a José Luis Salado que le negaba con la cabeza y, haciendo una pausa, dijo: —Vale, la coma. Repito: «Santaella, de Isabel / costeó la estatua bella / y del vulgo el eco fiel / dice que no es santo él / ni tampoco Santa ella». Bueno, ya se sabe, la reina promiscua…
—No —casi le susurró José Luis—, bueno casi; es una historia con más trasfondo de lo que sugiere en el papel impreso. Alguna que otra vez, Répide, con una buena llorona, de esas que se cogen por mezclar el vino peleón de Valdeiglesias y el licor anisado de Chinchón, sin la indispensable manduca para evitar la moña, ha relatado su triste historia personal. Según él mismo, nadie sabe si es verdad aunque yo creo que todo es fantasía, es uno de los hijos de la reina puta y de un clérigo que la consolaba en el exilio. No era del Santaella citado en la coplilla, pero… bien es cierto que podría haber sido engendrado por cualquier otro. A la reina la retrata con absoluta maestría y una pizca de malicia.
—¿Répide nació en 1882, no? ¿La reina tendría, por lo menos, cincuenta años…?
—Sí, sí, es posible, bueno, la historia es posible. A Isabel II se le atribuyen al menos once vástagos y más amantes que hijos, claro. Sabes que Pedro de Répide ejerció, cuando tenía 18 o 19 años, como bibliotecario y secretario personal de Isabel II durante los últimos años de su exilio en París.
—Pues parece que no le pagó bien, o que, de ser cierta la historia, le dejó sin la parte de la herencia que correspondería a los hijos bastardos, aunque todo el mundo sabe que el linaje del mismo Alfonso XIII es adulterino y espurio.
—También circula el bulo, posiblemente ideado por él mismo, que es uno de los ‘cien mil’ vástagos de la regente María Cristina y su Duque de Riánsares, algunos también ilegítimos. ¡Cómo se reproducen estas conejas de los Borbones!
—¿Iremos a algún café?
—Desconozco el programa, pero es seguro que será una gran voltereta, una cabriola nocturna. Con más vueltas que una matraca llamando a silencio en la procesión del Viernes Santo.
—Serán más vueltas que una carraca en las manos de un borracho… —se confundían las risas de los dos amigos tras la precisión tan ambigua.
—Será una santa procesión…, de borrachos.
—¿Vendrán todos?
—No, bueno, casi todos. El director, Luis Oteyza, está en Méjico; el redactor jefe, Antonio de Zozaya, está, ya sabes, ‘ya-ya’, mayor para estos trotes nocturnos, y otros que, cumpliendo en edad, no comulgan con la juerga o con su declarada pasión por los hombres, y no por las mujeres, de Répide. Nos alistaremos, no te quepa duda, en una reducida y aquilatada, valiosa, cofradía de penitentes.
Lo primero que hizo Luis de Sirval al entrar en la redacción fue buscar al redactor jefe para entregarle ‘las muecas’ del día siguiente. No lo encontró. Se la dejó a Eduardo Ortega y Gasset. Antonio Zozaya estaba, al parecer, acabando la portada en la que se retomaba la publicación del segundo capítulo de las ‘Memorias de un cautivo’, un relato de Fernando Jiménez Pajarero. La delicada salud del ingeniero, que permaneció dieciocho meses apresado por el clan de los ‘beniurriaguel’ en Aydir mientras ejercía como jefe de cultivos de la Compañía Española de Colonización en Marruecos, había impedido dar continuidad a sus vivencias. Jiménez Pajarero había conocido al director Oteyza y a Alfonso, el fotógrafo, durante la visita que los dos informadores realizaron a los campos de concentración de Abd-el-Krim. El 1 de febrero, tras dieciocho meses de estúpidas negociaciones, regresaron a España los presos de los moros.
Eduardo Ortega era hijo de José Ortega y Munilla, director del ‘Imparcial’, periódico conservador fundado por su abuelo materno Eduardo Gasset y Artime. Hombre jovial con tendencia a engordar, tenía, más o menos, la misma edad que Répide y Oteyza. Pelo ondulado, bigote puntiagudo y gafitas redondas a la última moda de París destacaban en su faz franca. Eduardo había estudiado derecho en la Universidad Central aunque se sentía más atraído por la letra impresa, como miembro de una saga de periodistas, que por los banquillos de las salas de vistas.
Era un año mayor que su hermano José, catedrático de filosofía, colaborador de ‘El Sol’ y que, según los rumores y bulos que corrían por los ambientes literarios y periodísticos, ultimaba la salida una nueva publicación, la ‘Revista de Occidente’. Ambos hermanos estaban algo alejados por sus posiciones políticas dispares: uno, el ‘informador’, desde posturas progresistas y otro, el filósofo, desde planteamientos ‘perspectivistas’.
—¿Qué significa eso?
—Es, según dice el muy metafísico, que la sustancia última del mundo es una perspectiva. ¡Apañados estamos! Dentro de poco, todos estos se comprarán la camisa negra que venden al por mayor en la tiendas de moda italiana —decía José Luis Salado, siempre tan contundente en temas ideológicos—. ¡El fascio ataca!
Eduardo era de otra pasta. Él había sido el precursor de los reportajes sobre el problema de Marruecos cuando en el verano de 1921, un año antes que Oteyza, viajó hasta Melilla para cubrir la información en el territorio colonial de Marruecos y que luego recopiló en ‘Annual’, un librito publicado en 1922.
Eduardo le preguntó a Sirval por su columna del día siguiente.
—La he titulado ‘La revolución’ —dijo el joven periodista—. Es una burla a los que proclaman que esto no puede seguir, que hace falta una convulsión purificadora, así, tranquilamente, sin aportar más que fruslerías dialécticas, sin perder nada. Que todo cambie para que todo siga igual. A todos les anuncio —para su tranquilidad— la próxima emisión de nuevos sellos postales; de tal manera que las últimas y raquíticas posesiones del imperio, en el Sáhara occidental y en Guinea, puedan remitir sus cartas con imágenes de camellos, de palmeras, fondos arenosos, siluetas moras y, en fin, de todos aquellos signos que representan la felicidad en África y que, creo, usted conoce mejor que yo. Pero lo más revolucionario es, casi seguro, que van a desaparecer, justo a tiempo, las columnas de Hércules de los duros y que, a poco que empuje un poco más la revolución, eliminaremos el rabo del león del escudo y, así, España será feliz.
Sonreía Eduardo Ortega y Gasset por el humor de aquel chaval. Pedro de Répide reunía ya a casi todos los que en esos momentos se encontraban en la redacción para anunciar su plan festivo. Arremolinados, casi una decena de periodistas, el ordenanza y dos o tres trabajadores de la administración del diario, se aprestaban al discurso del protagonista de la celebración.
—Hoy, amigos, cumplo 41 años. Y como hijo de reina y cura que soy, declaro que es día de procesión y de romería. El peso de los cuarenta aturde mi frente y empieza a coronarla solo con las nieves que distinguen la edad madura; y para atemperar el paso del tiempo y recordar la juventud, separo mi pelo en dos mitades. Así cuento en el lado izquierdo veinte años, y otros tantos en el lado derecho de mi testa. Hoy deseo, amigos, compartir con vosotros, si no la fiesta de un príncipe pobre, al menos los laureles de un periodista rico, aunque, tenedlo en cuenta a la hora de pagar, solo en imaginación y libertad.
Pedro de Répide se había subido a una silla en el centro de la redacción de La Libertad. Tenía el perfil de un ‘dandy’ inglés con chaqueta de lana, camisa, corbata y una elegante capa de paño azul.
La raya en el pelo partiendo el flequillo a la mitad le otorgaba pinta de fraile de convento dieciochesco. En la mano izquierda blandía un sombrero de fieltro a juego con la capa. Sus enemigos, en especial un plumilla de la competencia, de escasa aunque oscura trayectoria, un ‘correveidile’ corrupto, le había menospreciado con palabras ultrajantes al retratarle como un personaje solitario y evasivo, con traza de organillero tras los chulos de los barrios bajos, gangoso, con voz de fonógrafo, oliendo a perfume barato y a churros de verbena.
—Hoy pasearemos mi gabán de lujo, lo más preciado que tengo en invierno, por mesones, tabernas y cafés; que ninguno de vosotros sospeche de esos renegridos tugurios a los que acudiremos, ni de los figones llenos de mangantes, rumias y caballeros de la trampa adelante. El vino y la comida son idénticos a los que ofrecen los cafés de lujo; la diferencia está en el precio, en el servicio y que, allí donde vayamos, no habrá una tertulia de Pombo, ni de Ricardo de la Vega, ¡uy, perdón!, el bueno de don Ricardo ya murió hace muchos años en Getafe.
Répide se persignó con la mano derecha y, rápido, amagó con una ligera reverencia humorística.
—De Madrid, al cielo. Y de Getafe, al infierno.
—Ya conocéis, por los incansables compañeros del ABC que esos getafenses, a los que siguen por todas partes, están empeñados en levantar el vuelo, quizás buscando el mismo cielo de Madrid, aunque sea en uno de esos endemoniados aparatos voladores con aspecto de libélula. El pasado mes de enero, en el aeródromo de Getafe, tuvo lugar la primera prueba exitosa del inesperado autogiro de Juan de la Cierva. ¡Reíros! El dichoso aparato subió a la altura del cerrillo de los Ángeles.
—Bueno, dejemos en paz a los moradores del camino que cruza la ‘hambronía’ mesetaria camino de Toledo. A lo que nos ocupa: tomaremos vino de la tierra, sea la que sea, suavizando su aspereza con buenos chicharrones; conoceremos, sin emprender batalla alguna, el encanto de los soldados de pavía antes de la temida cuaresma, y terminaremos con un exquisito conejo con ajo, vinagre y laurel, a no ser que el pillo del mesonero, a la moda sobrevenida en este Madrid, astrolabio de pícaros y norte de bellacos, nos cambie la liebre por gato. Tomaremos licor y torrijas en casa de Antonio Sánchez, sin tener que demostrar valía en el arte del toreo como hace, de buena manera, el hijo del tabernero.
El grupo de periodistas reía y aplaudía. Luis de Zulueta, más o menos de la misma quinta aunque natural de Barcelona, le contestó.
—Es seguro, además de la permuta del conejo por el animal que puebla las calles de esta Villa, que los dueños de esos figones madrileños, galloferos y otras gentes de mal vivir de la capital que han de trocarnos los crujientes chicharrones por el jamelgo y el oso de feria frito, y el vino de Navalcarnero por agua de la fuente del Santo o, incluso, de la fuente del Rey. ¡Abajo el clero y la monarquía! Sepa el príncipe de los cronistas o de las coristas que la fiesta ha de rematarse de alguna manera digna. ¿Qué propone su alteza? ¿Acabar la noche haciendo el camello, como es moda en el carnaval de esta villa castellana?
Zulueta había soltado aquella parrafada con el semblante muy serio, rígido, atenazado por una mueca de burla, sin poder disimular la explosión de risa que le producía el modesto diálogo entre uno y otro, aprendices ambos de Góngora y Quevedo, respectivamente. Sus gafas redondas le conferían ese aspecto de búho, como requería su condición de maestro de instituto.
—De camellos, gallofa y cuentos sin sustancia, querido Zulueta, está la noche prohibida. Vivamos, al menos hoy, la briba; la dulce briba de los que beben y disfrutan los placeres como solo los audaces lo hacen, como bien ha dicho el poeta griego. Sea esta la fecha en que convengo en anunciar que el señor alcalde de la Villa, Señor Joaquín Ruíz Jiménez, me ha notificado mi próximo nombramiento como Cronista Oficial de la Villa de Madrid, elevándome así al ‘olimpo’ de los ‘gatos’ junto al gran Mesonero Romanos. ¡Y que le zurzan al envidioso de Emilio Carrere!
El grupo estalló en aplausos y vivas mientras Répide refrenaba la pasión de sus amigos y, aleteando el sombrero, hacía graciosas reverencias. En un suspiro, antes de seguir, pidió tranquilidad y silencio.
—Además y, para acompañar semejante distinción, también tengo el placer de anunciaros la próxima publicación de mi libro ‘La Villa de las Siete Estrellas’. Amigos, pues, estamos de celebración múltiple y quiero compartirlo con vosotros. Acabaremos, sea como decíamos antes, ave o pescado, mula o marrano, reconfortando de madrugada el atribulado estómago con chocolate y churros; y descansando, en una última pirueta, en el lecho concupiscente de algún joven y bello bohemio.
—¿Qué importa el condumio —zanjó la cuestión el hermano del filósofo, Eduardo Ortega—, si tenemos nuestra mocedad loca de ensueños? Vivamos la vida.
Luis de Sirval le observaba sin perder detalle. Répide no se ocultaba. Llevaba la cara empolvada, y sus gestos adamados mostraban su carácter más íntimo. Su ropa elegante, o quizá su piel, desprendían un olor sensual a almizcle y agua de rosas.
La curiosidad le hizo volverse hacia José Luis Salado y preguntarle casi al oído por las tendencias sexuales en La Libertad.
—¿Hay más homosexuales en la redacción, además de Pedro? ¿A ti no te gustarán también los hombres? No me molesta, pero en la calle, la mayoría de la gente, hasta los que presumen de progresistas, los desprecian y piensan que esa predilección es solo una enfermedad, una desviación o un vicio.
—No, hombre no —se reía el vallisoletano mientras contestaba a Sirval—, bueno, creo que no. A mí me gustan las mujeres. Y además, te informo de mi debilidad por un determinado prototipo de fémina que me excita sobremanera; así, evitaremos las discusiones, la competición amorosa y los malos entendidos. Mi mujer ideal se define en dos palabras: resumida y sintética. Así que cuando la veas…
—Vale, vale. ¿Y evitando los términos y conceptos filosóficos, casi perspectivistas, cómo son en la vida real esas mujeres a las que amas?
—Son justamente lo antagónico de esas bellezas escultóricas o estatuarias de arraigado casticismo, lo contrario de la mujer morenaza y pechugona. Lo más alejado posible de la matrona hispánica. Decidida, resumida y sintética es el prototipo de mujer que aparece en los filmes americanos. Algún día me marcharé a trabajar a la industria del cine, por culpa de esas damas, entre otras cosas.
La celebración de Répide era una ocasión de oro para un novato como Sirval, una nueva oportunidad para integrarse más en esa redacción con la que comulgaba espiritualmente. Aspiraba a convertirse en un fijo de La Libertad y no en un simple colaborador externo. Hasta ese instante, había tenido la sensación de que el trabajo en las redacciones carecía del aliento romántico que le había llevado de Valencia a Barcelona y a Madrid intentando rascar la realidad para llegar hasta la verdad.
Al poco, tras dar por cerrada la edición del día siguiente y despedirse de los que no podían o no querían celebrar el cumpleaños, el cortejo salió en procesión hacia los mesones de la Cava, cruzando la acera y paseando la algarabía por delante de la sede del Gobierno Civil de Madrid, en la misma calle Sacramento. En la puerta, un par de agentes del cuerpo de Vigilancia de paisano se cruzaron una mirada cómplice, asegurando cada uno con ella que sabían o adivinaban el destino de la comparsa de plumillas. Madrid se preparaba para celebrar, hasta el próximo miércoles de ceniza, el carnaval de 1923.
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