Carles Senso
Varios vecinos de la ciudad de Valencia salen del bar l’Aplec, situado antaño en la calle Santo Tomás y emprenden el camino a casa después de una noche de agitado debate con sus otros colegas. Han estado “fent País” –entendiéndolo ellos y ellas cómo construyendo, enderezando, el País Valenciano– ante una barra de bar y junto a insignes representantes de la intelectualidad local. Son tiempos en los que la política ha descendido en la calle y la Transición se escribe desde cada tertulia ciudadana, en las que también participan hombres de diferentes partidos que después trasladan el parecer vecinal a las cúpulas. Son tiempos también en los que la Valencia subterránea que lucha por la configuración del País y la adquisición de la autonomía como símbolo último de la libertad democrática se ve atenuada por la presión del aparato postfranquista. Y es que en las calles de la capital del Turia se respira en aquellos días la Batalla de Valencia, aquella confrontación artificiosa creada en torno a los símbolos identitarios para trasvasar el poder político de la izquierda a la derecha. Los vecinos antes mencionados dialogan satisfechos en su retorno en casa. Han escuchado y debatido las visiones de País de “homenots” como Joan Fuster, Vicent Ventura o Vicent Andrés Estellés. Sin embargo, hoy no están tranquilos. Han observado a varios individuos que los siguen de cerca, con sus caras adueñadas de miradas felinas que escupen desconfianza y nerviosismo. Murmuran y aceleran sus pasos hasta casi correr. No son suficientemente veloces y, después, los minutos pasan deprisa pero los segundos son eternos. Prácticamente no pueden defenderse, vencidos sin remisión por los bates de béisbol y las cadenas. El informe médico registra una cabeza con varios puntos de sutura y un brazo dislocado que requiere hierros para afianzar su estabilidad futura. Las múltiples magulladuras fruto de puñetazos y patadas no se incorporan al examen. Son heridas y marcas menores. Daños nimios en una paliza la víctima última de la cual era la democracia valenciana, cuyos cimientos tiemblan desde entonces al estar confeccionados sobre excesivas cesiones ciudadanas. Sin embargo, crecientes eran las ilusiones nacionales de un País Valenciano subterráneo alejado de los titulares de los medios de comunicación. Las decisiones electorales son entonces acalladas por los intereses partidistas, sobre todo de una UCD trufada de hombres que no fueron criados para estar lejos del poder.
Algunos políticos consultan al pueblo (a esos jóvenes valencianistas y antifranquistas de los barrios que quieren sentirse pueblo), bajan el Consell a las calles, a los bares. Las tertulias del Cafè de la Seu, creado en 1977, llegaron a contar con la presencia del presidente del Consell preautonómico Josep Lluís Albiñana o del alcalde de la ciudad de Valencia Ricard Pérez Casado. Además, dichos máximos representantes eran allí rebatidos con fuerza y sus gestiones temblaban por las discrepancias de varios valencianos y valencianas de gran bagaje intelectual que revocaban sus movimientos políticos y los ofrecían su opinión de por donde tenía que andar el País en potencia. En aquellas mesas tertulianas se sentaban jóvenes intrépidos de conocimientos inacabables y utopía en sangre como Amadeu Fabregat, Francesc de Paula Burguera, Pilar López o Ciprià Císcar. Era allí mismo, como en otros bares de la capital y del resto del País, donde, con las canciones de Raimon sonando repetitivamente de fondo, se tejía la política de las izquierdas valencianas, así como el mundo cultural y asociativo de un territorio que buscaba sus raíces después de siglos de disolución de la nación cultural intensificado en las, entonces, últimas décadas por los designios de la dictadura militar franquista.
Un silencio roto en parte, en los años sesenta, por el intelectual de Sueca Joan Fuster, que supo bailar con la censura para ofrecer a las generaciones venideras el eje de su imaginario colectivo. En el Cafè de la Seu, el Café Lisboa, el Cafè-Llibreria Cavallers de la Neu o el Café Malvarrosa se hizo y deshizo el País gracias a tertulias informales sin hora de cierre. Fue allí donde también se escribieron decenas de editoriales, se locutaron centenares de programas de radio clandestinos y se establecieron las bases de cientos de asociaciones ciudadanas que cubrían el papel de una Generalitat Valenciana tantas veces inexistente. Las elecciones de 1977 facilitaron la aparición de la revista Valencia Semanal después de la derrota en las urnas de las opciones nacionalistas valencianas y el paso de algunos de sus miembros al mundo del periodismo. Pero también iniciaron (o más bien, despertaron) un movimiento bastante conservador basado en proclamas populistas y considerable interés político –el blaverismo– que ayudó a derribar los pilares de la publicación valencianista al crear un clima de tensión prebelicista en la sociedad valenciana, asediada por el supuesto imperialismo norteño –el catalanismo– y que imposibilitó la financiación adecuada de una publicación que arrastraba el estigma de un valencianismo que ya por entonces empezaba a ser polisémico por culpa de la utilización política. No derrocó, aun así, el que ha sido para la historia una experiencia inigualable de unos cuantos jóvenes periodistas valencianos que poseían la sólida voluntad de superar todos los obstáculos que se interponían en sus caminos para construir una información independiente y vanguardista que ayudara en la configuración del País en que creían de forma dogmática.
Valencia Semanal fue publicada durante aproximadamente tres años por algunos de los periodistas emergentes más importantes del territorio valenciano, caso de Amadeu Fabregat, Rosa Solbes, Emilia Bolinches, Miguel Ángel Villena, Javier Valenzuela o José Luis Torró. Además contó con la colaboración de algunos de los creadores de información o escritores más importantes del Estado español. Se convirtió en una guía parlamentaria porque entendió su papel, prácticamente desde la clandestinidad comercial, como intelectual de la nueva colectividad. Y por todo ello sufrió el ataque del aparato postfranquista, con agresiones verbales y físicas a sus periodistas, avisos de bomba en la redacción y la quema de la imprenta donde se editaba la publicación. Además sufrió un severo complot comercial que intensificó sus deudas, hasta ser absorbida por unos socialistas valencianos que visualizaron sus pugnas internas por el poder en las páginas de un semanario necesario para entender el periodo. En total, 120 número de implicación y compromiso de un medio que, al contrario que otros, sí merece ser considerado Parlamento de Papel en la nueva democracia.
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vaya verguenza de revista ….