Luis Bonafoux
¿Recuerda el lector que en el período más angustioso de la guerra de los Balcanes, cuando se teme que Austria declarase la guerra, un publicista francés, nacionalista por más señas, convencido de que el imperialismo enfermizo del archiduque Francisco Fernando produciría, más tarde o temprano, una hecatombe en toda Europa, no tuvo reparo en desearle la muerte, “porque el anarquista que lo matase –dijo él- haría un bien a la Humanidad?”
No ha sido anarquista, sino nacionalista, partidario de la emancipación de Bosnia, quien suprimió la existencia de esta personalidad misteriosa, cuya gestión, para cuando sobreviniese la muerte del octogenario Emperador, constituía un cuidado para tantos estadistas y una amenaza para tantas naciones.
Estriba en esto la verdadera razón de que la Prensa europea no se haya entregado a ninguna de esas manifestaciones de duelo que la entristecen y desesperan cada vez que se comete un atentado contra un Príncipe, aunque éste no la importe gran cosa.
No llega ningún pueblo europeo a emular al uruguayo cuando premió al ejecutor de un presidente malquerido; pero demuestra, poniendo a raya la manifestación de pésame de la Prensa, que la muerte del archiduque austríaco no la quita el sueño.
El sentimiento, en este caso, va derecho al anciano Emperador, que ha vivido, por fatalismos de la suerte, tantos horrores: la tragedia de su hermano Maximiliano, la de la Emperatriz Carlota, la de aquella otra emperatriz, entusiasta de Heine, que se llamó Isabel; la de la duquesa de Alençon, el enigmático fin del archiduque Rodolfo, la no menos enigmática desaparición de Juan Urth. ¡Cuánto dolor trágico fluye del corazón del desdichado anciano!…
Dejando a otros periodistas la tarea de juzgar al archiduque Francisco Fernando como católico a machamartillo, con sectarismo mal avenido con la época moderna, como militarista empedernido, como imperialista absoluto –ayant au coeur, advierte, La Lanterne, cette ambition maladive qui en fasait un príncipe dengereux pour la paix européenne-, mi pluma se detiene en la ironía que entraña su discurso contestando al de bienvenida del burgomaestre de Sarajevo.
Fracasada la primera intentona contra su vida, el archiduque, después de echarle un rapapolvo al burgomaestre, le dijo así:
“Con satisfacción muy particular recibo la expresión de vuestra fidelidad y vuestra adhesión inquebrantable a Su Majestad, nuestro más gracioso Emperador y Rey.
Estoy encantado, seños burgomaestre, de las ovaciones que me han hecho, así como también de las que han hecho a mi mujer, tanto más cuanto que veo en ellas una señal de la alegría pública causada por el fracaso del atentado.
Ruego a usted transmita a los habitantes de la bella capital de esta provincia mi más cordial saludo, juntamente con la seguridad de mi duradera benevolencia.”
La alegría pública causada por el fracaso del atentado… Mi duradera benevolencia…
Cinco minutos después:
¡Pin! ¡Pan! ¡Pun!
Tres balazos y dos cadáveres.
¡Miseria de las alturas!…
Heraldo de Madrid, 2 de julio de 1914
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