Manuel Chaves Nogales
Un formidable trimotor Junkers nos espera en el andén de Tempelhof dispuesto para el vuelo nocturno. Lleva sus farolillos rojos en el timón y en la proa, y en los extremos de las alas dos paquetes de magnesio que, en caso de aterrizaje forzoso, el piloto incendia desde el puente de mando para iluminar la noche con fogonazos sucesivos y entrever siquiera el lugar donde posarse. Ocupan sus puestos el piloto, el mecánico y el radiotelegrafista, y conmigo suben a la cabina una señora rusa y un yanqui completamente ebrio; pero, eso sí, correctísimo. A los costados de la cabina lanzan sus lengüetas anaranjadas y azules los tubos de escape de los motores, y el avión corre temerario por el cuadro del aeródromo, mareado en la negrura de la noche por cuatro líneas de lucecitas rojas, como sartas de rubíes.
Al despegar, el avión hace un viraje y avanza sobre Berlín a una altura de 300 metros.
Volar sobre una ciudad como Berlín durante la noche es el espectáculo más grandioso que nos puede ofrecer la civilización. El espíritu humano lleva muchos siglos maravillándose ante el espectáculo del firmamento durante la noche; los poetas de todos los tiempos han cantado la grandeza del creador cada vez que consideraban la inmensidad del cielo tachonado de estrellas, y puede decirse que el sentimiento de lo sublime en la naturaleza subsistía ya solo porque el espectáculo de la noche, espolvoreada de luz seguía siendo insuperable. Pero esto ha sido también superado.
Imaginad un firmamento mucho más vasto del que pueda abarcarse estando a ras de tierra y pobladlo con muchas más estrellas que estrellas hay en el cielo; Muchas más y mucho más brillantes. El firmamento de la divinidad, el firmamento que ha hecho creyentes a los hombres y divinos a los poetas es -frente a este firmamento mentido por nosotros- unos arriba y otros abajo, un pobre y triste espectáculo. La “mise en escene” de la divinidad es más pobre y “demodé” que la de los alemanes. El espectáculo del firmamento es mucho más brillante mirando a Berlín durante la noche desde un avión que tumbándose panza arriba para contemplar el firmamento auténtico. Hay entre ellos la misma diferencia que entre una revista montada por Folies Bergére y la misma revista representada en un teatrito de provincias. El creador va a tener que echar mano de un nuevo electricista para mantener la competencia con los alemanes.
El centro de Berlín es una gran masa incandescente: la Unten der Linden, lo que querría ser la pobre y desteñida Via Láctea; la rudimentaria arquitectura de las constelaciones, hecha para sencillos pastores, no tiene ninguna importancia al lado de la difícil geometría de estos millones de lucecitas que brillan allá abajo describiendo las calles de la ciudad; la luz tenue e igual de las estrellas envidiaría las gemas riquísimas de estas estrellas urbanas, en las que hay diamantes, zafiros, rubíes, amatistas, esmeraldas y ópalos.
Poco a poco el avión va dejando atrás el ascua de oro de la ciudad, y la negra bocaza de la noche se nos va tragando.
El “gentleman”, que quiere dormir su borrachera, nos pide permiso para dejar a oscuras la cabina. Ya no se ven en la negra fauce más que las luces de posición del Junckers y las tres espadas flamígeras de los tres motores batiéndose incansables con la noche, siempre a nuestro lado. La audacia de esta frágil maquinaria que acomete a la noche y la perfora sin miedo sobrecoge el ánimo del viajero, que, a oscuras en el interior de la cabina y de si mismo, no puede desechar todavía el terror ancestral a las sombras.
Débilmente ha surgido en el cuenco de la noche un parpadeo sutil. Todavía no se sabe bien lo que es. Como un beso que nos dieran cuando estamos aun dormidos. La débil caricia se repita cada vez más intensamente. Es el primer faro que sale a saludarnos en nuestro viaje. El avión se alegra de encontrarle y avanza hacia él, rectificando su ruta. El faro, al sentir nuestra proximidad, agita entusiasmado su gran brazo, como si nos llamase; y aunque el avión sigue desdeñoso su camino, él no se enfada y nos acompaña todavía durante muchos kilómetros, lanzándonos sus abanicazos de luz. Luego, otra vez la noche; las lenguas de fuego a nuestro lado y el jadear de los motores, que van penetrando temerariamente este mito de las sombras.
Otra vez surge en el fondo de la noche el prodigio del firmamento cuajado de luz: Dantzig. El ronquido de los motores conmueve el silencio de la ciudad en el conticinio. Pasamos de largo por no despertarla y nos adentramos en el mar siguiendo la lengua de tierra que protege su puerto. Hay un momento en que la mancha negra de la tierra se extingue y el avión navega en mar abierto sobre la ancha procela sin límites. En este momento uno piensa en la terrible soledad de horas y horas por que atraviesan los héroes del Atlántico perdidos en la noche inmensa del mar, sin más asideros que los latidos del propio corazón y el tremolar de la llamita del motor. Y lamenta no tener alma bastante para imitarles. Debe ser la gran emoción de nuestro tiempo.
En el momento en que quiebra el alba avanzamos sobre el mar hacia Koenigsberg.
Otra vez el cuadro de rubíes del aeródromo. Cuando el avión se posa sobre el campo y salimos de la cabina nuestros pobres huesos ateridos nos dicen que el vasto mundo, el cielo, el mar y el aire son demasiado inclementes para con esta cosa blanda y tibia que es la humanidad.
Y castañeteando los dientes nos metemos en la cantina del aeródromo. ¡Qué grato este vaho de humanidad, este calor y esta luz, después de la travesía por la nada del espacio!
La cantina está llena de gente, humo de tabaco y vaho de cerveza. Un grupo de estudiantes borrachos grita y manotea, pasando la noche en plena juerga. ¡Magníficos tipos los estudiantes de Koenigsberg! Uno de ellos, con la minúscula gorrita derribada sobre la oreja, se obstina en convencerme que sus compañeros son unos cochinos borrachos, pero unos excelentes hombres de ciencia. Y me los va presentando ceremoniosamente.
-Yo soy economista –termina diciéndome.
Por mi parte, no tengo más remedio que decirle que soy español.
-La economía española –dice entonces- me interesa mucho.
-Pues está usted fresco –le respondo.
-Ustedes –continúa- tienen uno de los grandes prestigios económicos de Europa: Flores de Lemus.
-Es cierto –le digo un poco emocionado por la admiración con que un estudiante borracho me habla esta madrugada en el aeródromo de Koenigsberg de uno de los españoles auténticamente prestigiosos que conozco.
Y a la salud de Flores de Lemus no hay más remedio que beberse dos enormes jarras de cerveza, que a mí me exaltan un poco el patriotismo y a este joven y beodo economista acaban de darle la puntilla.
Felizmente el avión está ya dispuesto a partir para Riga y Moscú.
8/9/1928
Categorías:Vuelta a Europa