Vuelta a Europa

A través del Cáucaso

Manuel Chaves Nogales

La primera impresión que nos producen estos campesinos del Cáucaso que van llegando poco a poco de los cuatro puntos cardinales para curiosear el avión caído es poco tranquilizadora. Sobre las ropas en jirones no para nunca el kinyal –cuchillo- el pistolón o la browning. No se crea, sin embargo, que son estas unas tribus salvajes y guerreras. Todo el Cáucaso está civilizado hasta donde la potencia económica de la región lo ha permitido; pero de una parte el tradicionalismo del elemento cosaco aferrado a su tcherkeska con las cartucheras en el pecho, y de otra los núcleos musulmanes que no desamparan jamás el cuchillo corvo, grande como un alfanje, dan un aspecto guerrero a la gente. Aparte de que hasta hace poco en el armamento no todo era color local. La guerra civil armó a las poblaciones en masa contra las bandas de Denikin y hasta hace un par de años las cuadrillas de merodeadores hicieron necesaria la defensa personal. Los soviets no se han atrevido todavía a acometer el desarme de la población civil; pero reprimen con dura mano, por medio de los Tribunales de justicia, todos los crímenes, principalmente los originados por la venganza y el odio entre las familias, aquí frecuentísimos.

Acuden también para ver de cerca el aeroplano muchas aldeanas con la rastra de infinitos chiquillos casi en cueros, sucios, comidos por la viruela. El calzado es un privilegio reservado exclusivamente para el varón adulto. Las telas con que cubren sus cuerpos son de la más rudimentaria industria aldeana.

El avión está absolutamente imposibilitado para continuar el viaje.

Entramos en negociaciones con uno de aquellos campesinos que por unos rublos se brinda a llevarnos en un carricoche hasta la aldea próxima. Ya allí veremos lo que se puede hacer.

Mientras, ha ido cayendo la noche. Elbrús proyecta sobre la campiña la sombra de su ingente masa y los grupos de campesinos se alejan cantando. Cada voz del coro que forman va dando a una misma nota repetida, a la que contestan las otras voces, cada una con una nota invariable. El efecto que esta melodía rudimentaria produce es emocionante.

El carricoche del aldeano se pone en marcha, llevándonos encaramados sobre unos haces de hierba. El tránsito por los caminos de Rusia es un arrastrarse penosamente con espantoso traqueteo sobre los surcos y los arroyuelos, con la impresión de que no se avanza un paso en aquella inmensidad. Para soportarlo es preciso tener el sentido del tiempo que tiene esta gente. Su sentido del tiempo y sus riñones.

Cuando llegamos a la aldea de Svorovska es cerca de la medianoche. No hay más iluminación que una lámpara de petróleo colgada a la puerta de una de las chozas más grandes. Es imposible quedarse a dormir allí, como no sea en uno de los pajares. He inspeccionado el interior de una de estas viviendas aldeanas y no es nada confortable pasar en ella la noche. Para llegar hasta la estación del ferrocarril nos ponemos de acuerdo con la única persona inteligible que hay en Svorovska. Un granjero alemán.

Toda Rusia, sobre todo el Sur, está poblada por estos alemanes, que vienen a cultivar la tierra feracísima que les rinde pingües beneficios. Este granjero engancha su troica y saltando por las veredas nos lleva hasta la línea del ferrocarril.

No es realmente una estación, sino un apeadero, lo que nos encontramos. El tren de viajeros ha pasado ya hace mucho tiempo y hasta mañana, bien entrado el día, no podremos partir.

El camarada Roljkin pide entonces al jefe de estación que nos deje partir en un tren de mercancías. Se niega al principio el jefe, pero nuestro compañero de viaje insiste, y como argumento decisivo muestra su carnet de comunista militante. Ser comunista en Rusia es como pertenecer a una clase aristocrática. Los comunistas han formado, desde luego, una especie de aristocracia que es la que rige hoy los destinos de Rusia. El acceso a esta clase es tan difícil como el acceso a cualquiera aristocracia. No es comunista todo el que quiere. Se ha dicho para demostrar la inconsistencia del régimen soviético que los comunistas no pasan en Rusia de seiscientos mil; pero este argumento es falaz. Si los comunistas abriesen la mano en la admisión de afiliados volcaban íntegro el censo de Rusia en el partido. Todo habitante de Rusia considera hoy como un privilegio pertenecer a él. Tampoco quiere decir esto que toda Rusia sea comunista, no. Es que el comunista goza de una situación privilegiada que todo el mundo envidia.

Ante el deseo del camarada Rojklin el jefe de estación nos autoriza a partir en el primer mercancías que se detenga en el apeadero. Pero llega al fin un tren y surge una nueva dificultad. El conductor del tren se niega terminantemente a llevarnos.

Según dice, aquella zona está infestada de ladrones de trenes. Aun en los trenes de viajeros los robos son diarios. Cada tren lleva, sin que haya manera de vitarlo, junto a sus guardafrenos y sus fogoneros, sus ladrones propios. En los mercancías esto es mucho más grave: la lentitud de los trenes, que permite subir y apearse en marcha fácilmente y, además, la dificultad que existe en Rusia para procurarse billetes de ferrocarril, hacen que los mercancías vayan cargados de viajeros nada recomendables, que si a más de viajar sin billete pueden llevarse algo, tanto mejor.

-Ustedes- dice el conductor del tren- llevan sus equipajes y la valija del avión y yo no puedo responder por la suerte que corran. Como no encuentre un agente del Guepeú que les dé escolta no pueden venir en el tren. Yo no respondo.

-Respondo yo- intervino el camarada Rojklin.

-¿Con qué?

-Con mi carnet de miembro del partido comunista y con esta pistola. Vamos al tren.

El camarada Rojklin quitó el seguro a su browning, metió una bala en el cañón y nos invitó a subir a un furgón, parapetados en el cual recorrimos un trayecto de veinticinco quilómetros en unas dos horas y media, viendo cómo por el techo de los vagones saltaban unas sombras nada tranquilizadoras.

14/9/1928

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