Manuel Chaves Nogales
Se hace la travesía de la cordillera caucásica desde Tiflis a Vladicaucas por una pista llamada Camino Militar del Cáucaso que va bordeando las montañas, repta a veces por su falda, se hunde en ocasiones hasta el fondo de los valles y salva la mole imponente de Kasbec subiendo por sus laderas hasta la altura de 2.600 metros.
Este viaje se hacía hasta hace pocos años a pie o en caballería exclusivamente y se tardaban cinco o seis días en recorrer los 200 kilómetros que por la línea del aire hay de uno a otro lado de la cordillera. Bajo el régimen soviético se ha mejorado notablemente esta pista militar y hoy se puede hacer el viaje en automóvil. Esto de que se puede hacer es relativo; lo hacen los rusos, que son la gente más audaz del mundo.
LO hacen a diario, en unos automóviles viejos, con unos frenos y unos motores que no funcionan sino por un prodigio de habilidad de sus mecánicos. En estas condiciones se lanzan por los zizagueantes caminos de las montañas al borde de unos precipicios de 2.000 metros, salvan las torrenteras saltando sobre los guijarros del lecho con el agua hasta el cubo de las ruedas y se precipitan por pendientes de 20 o 30 kilómetros en las que no hay 10 metros en línea recta. Esta travesía del Cáucaso por este camino y con estos automóviles sólo son capaces de hacerla los rusos. A los amantes de las emociones fuertes, a esos automovilistas denodados que aman el peligro y lo buscan, yo les recomendaría que viniesen al Cáucaso y recorriesen el Camino Militar en estas máquinas.
La emoción se completa con las noticias que el chófer va dándonos durante el camino.
– Por aquí –nos dice señalando una espantosa carretera- se despeñó hace tres meses un ingeniero.
– Aquí –agrega un poco más adelante- un alud de nieve desprendido de la cima de Kaschec sepultó a un autobús en el que iban doce personas que, naturalmente, perecieron.
– Alla abajo –señala- están todavía los restos de otro automóvil. Ha caído tan hondo que nadie se atreve a ir hasta allí.
Y así va todo el camino.
Aparte esta sensación de peligro, el viaje es maravilloso. En algunos trozos del camino el ánimo más rebelde a las emociones de la naturaleza –y el mío lo es bastante- queda sobrecogido por la grandiosidad del espectáculo que en este rincón del mundo ha preparado la divinidad. Hay valles rodeados completamente por montañas de dos y tres mil metros cortadas a pico, que dan al viajero la sensación de hallarse en el vértice de un cono invertido. En el fondo de estos valles el día dura apenas unas horas. Los rayos del sol, apenas tocan en el fondo cuando están en el cénit, empiezan a subir rápidamente por la escarpada falda de las montañas. Y es de un efecto sorprendente ver los cielos de un azul intenso y las crestas de las montañas incendiadas por el sol mientras en el valle se extienden las sombras combatidas débilmente por la luz refleja que las nubes enganchadas en los picachos van cerniendo.
He querido venir hasta aquí, no con un interés de turista amante de la contemplación de la naturaleza, sino porque yo, que he rehusado en Moscú todas las informaciones oficiosas que me brindaban sobre la acción de los organismos soviéticos en las comarcas más apartadas del país, quería ver por mí mismo si realmente el bolchevismo tenía una existencia real traducida en obras públicas capaces de cambiar la faz del país. Más que las discusiones teóricas del partido y que las estadísticas, más que todas esas disposiciones oficiales que los bolcheviques adoptan a millares sobre el papel, me interesaba la realidad de la obra viva, la que de una manera cierta pueda haber llegado hasta el fondo de estos valles y a la cima de estas montañas.
Y, en efecto. Vamos sorteando las montañas entre los ríos Kura y Aragva; el viajero tiene ante los ojos el panorama desolado de Mzjet, la antigua capital de Georgia, hoy en ruinas, con sus torres y sus templos milenarios desmoronándose poco a poco, cuando súbitamente aparece ante él la inevitable estatua de Lenin con el brazo adelantado en ademán tribunicio –esta horrible estatua de la que se ha hecho una edición de millares de ejemplares- y a su espalda unos formidables edificios de cementos, una presa, unas turbinas, unas chimeneas y, dominándolo todo, la estrella roja de los soviets.
El contraste entre los dos paisajes, el paisaje medieval de Mzjet y el paisaje moderno de la gran obra hidroeléctrica soviética, no puede ser más elocuente.
Hay que rendirse a la evidencia. Los bolcheviques son unos teorizantes insoportables, han dictado millares de disposiciones gubernamentales que no se cumplen, se han equivocado, tropiezan, se caen, rectifican… Por encima de todo, como prodigio de voluntad, una voluntad heroica capaz de vender tanto las dificultades exteriores como la propia incapacidad, existe hoy en Rusia una obra de gobierno puramente soviética que ha llegado a la entraña del país.
No, la revolución comunista no es una revolución hecha sobre el papel.
1/10/1928
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