Libros

Maneras de ser periodista

Francisco Fuster

En su conversación misma, Julio Camba, que había escrito invenciones admirables, páginas de observación verdaderamente prodigiosas, en las que ni su permanente actitud de humorista oficial deformaba un costumbrismo de la mejor genealogía, era una criatura decididamente aliteraria. Ni hablaba nunca de literatura ni se expresaba como un profesional de ella, tal vez porque, en realidad, pensando que profesión viene de fe, no era un profesional.

– Prefiero morirme de hambre a escribir – me dijo en una ocasión.

Y añadió:

– ¿Sabe usted mi único odio auténtico? Al miserable que inventó la imprenta

César González-Ruano

“El solitario del Palace” (ABC, 2-III-1962)

En la “Advertencia leal contra los libros de viajes” que sirve de prólogo a Aventuras de una peseta (1923), Julio Camba se compadecía de su incapacidad para ver más allá del siguiente artículo; para cualquier persona con la mente limpia, explicaba el periodista, el desierto es el desierto y el bosque es el bosque, con todos sus rasgos y matices. Para él, en cambio, el mundo no era más que un cúmulo de realidades dispares cuya grandiosidad o insignificancia no les evitaba terminar igual: reducidas a “una superficie literaria de 150 centímetros cuadrados”.

Ya lo había dicho el cronista gallego en un texto titulado “Cómo escribo mis artículos”, cuando admitía su tendencia irreprimible a hacer del artículo la medida de todas las cosas, por una deformación profesional – convertida con el tiempo en pura obsesión – que le hacía pensar la vida en términos de columnas y crónicas. Esa obligación de la entrega diaria, que pesa sobre el escritor de periódicos como una espada de Damocles, había dejado de ser una disciplina más o menos asumible (aunque fuese de mala gana y por la pura necesidad económica de la supervivencia), para convertirse en una onerosa carga, incompatible con la existencia ociosa a la que un bon vivant como él debía aspirar. Esa vida de diletante que Camba lamentaba no poder permitirse, pues la necesidad de escribir pro pane lucrando le había transformado contra su voluntad en una especie de “fábrica de artículos”:

Yo lo mismo hago un artículo con una noticia de tres líneas que leo en el Daily Telegraph, que con las obras completas de Voltaire. Yo me voy al mar, por ejemplo. No cabe duda de que el mar es una cosa grande y hermosa. Pues para mí como si fuese un sombrero de paja. Toda su hermosura y toda su grandeza yo la reduzco rápidamente a una columna escasa de periódico; mando las cuartillas a su destino, y ya se han acabado para mí los encantos del mar, y, como los encantos del mar, las mujeres bonitas, y como las mujeres bonitas las obras maestras, y como las obras maestras las catedrales góticas, y los buques de guerra, y los campos sonrientes, y la primavera, y las fiestas movibles y todo. El articulista no puede gozar de nada, porque todo, en su organismo, se vuelve literatura, así como esos enfermos que no gozan de ninguna comida porque todas ellas se les convierten en azúcar. Esos enfermos son fábricas de azúcar, y nosotros somos fábricas de artículos.

Quienes conozcan un poco la biografía de Julio Camba (Vilanova de Arousa, 1884 – Madrid, 1962) sabrán que, más allá de la ironía y la provocación, en estas reflexiones de tono personal que el periodista incluía de vez en cuando en sus crónicas también hay una parte de verdad que tiene mucho que ver con el oficio de periodista y, por otra parte, con esa necesidad que siempre sintió Camba de rentabilizar cualquier experiencia vital como material de trabajo. Y es que, a diferencia de lo que le sucede al novelista o al poeta, que se permiten el lujo de alternar trabajo con descanso, temporadas de mayor creatividad intelectual con rachas de sequía en las que la pluma no se desliza con soltura, al columnista no le está permitido depender de la inspiración. Al contrario, no solamente se le pide puntualidad en las entregas (de lo contrario se arriesga a fallar a su cita diaria con el lector amigo y a que este se busque una compañía más fiel en otro lado), sino que, además, se le exige un imposible: que la calidad de las colaboraciones sea siempre la misma, sin altibajos. A pesar de esta verdad indiscutible, pensaba Camba, quien escribe a diario no está obligado a ser siempre genial; y menos todavía quien como él, tenía la mala suerte de dedicarse a un género en el que uno se somete cada día a un riguroso examen: “Yo soy un escritor de artículos cortos, cosa terrible, porque los artículos cortos se leen. Estoy aislado en el espacio, y sólo me puedo ocultar en el tiempo escribiendo con asiduidad”.

Pero es precisamente en esto, en su manera de ser periodista, en lo que el vilanovés se diferencia de sus compañeros de oficio y de la forma que estos tenían de practicarlo. Porque, como puede comprobar el lector en los artículos seleccionados para esta pequeña antología, Camba fue un escritor que nunca sintió ese apego a la profesión tan característico del gremio, como confesó él mismo en más de una ocasión y como reconocieron abiertamente algunos colegas más identificados con el ejercicio del periodismo y todo lo que este comporta. “En mi vida he conocido otra persona – llegó a escribir Josep Pla – que tuviese una sensibilidad menos acusada por la actualidad. No le interesaba nada la actualidad y mucho menos los grandes hombres que la hacen con sus palabras y con su actividad”.

Y es que el gallego fue un escritor vocacional, de formación autodidacta, que no creyó jamás en facultades ni escuelas de periodismo; un superviviente de la pluma que – no lo olvidemos –  empezó como “redactor de mesa” en esas efímeras publicaciones del Madrid de principios de siglo en las que firmar los artículos era todo un privilegio (cobrarlos, un milagro), y al que el éxito solo le llegó cuando, después de muchos intentos, halló la “fórmula mágica” en ese género híbrido entre la información y la opinión – la crónica – al que logró llevar a su máxima expresión.

Pese a ser perfectamente consciente de que era uno de los periodistas más leídos de España, especialmente a partir de su llegada a La Tribuna en 1912 y, sobre todo, de su triunfal entrada – escenificada en esa pieza maestra que es “Mi nombre es Camba” – un año después en el prestigioso ABC de Torcuato Luca de Tena, nuestro autor oyó su propio consejo y no se quiso tomar nunca del todo en serio. Ni a sí mismo, ni al resto de componentes de un gremio receloso y autocomplaciente en el que, si no se sabe contener, hasta el ego más precavido puede acabar quemándose en la hoguera de las vanidades. Quizá para no caer en la tentación, emprendió una suerte de cruzada desmitificadora contra esa aura celestial que rodea a la figura del escritor y a todo lo relacionado con su labor: el tópico de la inspiración, la falsa creencia en el éxito social y el bienestar económico de los literatos, etc. Y tal vez por esta razón, mantuvo a lo largo de su vida una postura ambigua entre el realismo prudente de quien creía conocer los límites de su fama e intentaba no crearse grandes expectativas que luego pudieran ser defraudadas (le pasó cuando se proclamó la Segunda República y se creyó merecedor de un cargo diplomático que finalmente se le negó, causándole una herida muy profunda), y el natural deseo de reconocimiento que todo ser humano ansía. Por eso, sus reiteradas – y voluntariamente exageradas – quejas sobre las penurias económicas que conllevaba el oficio de periodista en la España de su época se mezclan en estos textos con la apelación orgullosa al valor de la firma del escritor y con la crítica – de gran actualidad, por cierto – al intrusismo de políticos y autoridades varias que aprovechan su nombre o su cargo para escribir en los periódicos y hacerlo, encima, cobrando mucho más que los verdaderos periodistas.

Como ponen de manifiesto las alusiones a sus admiradores y lectores más críticos, fue un personaje que no dejó indiferente a nadie y que, a pesar de lo mordaz – y a veces despiadado – de su corrosivo humor, logró agrupar en torno a su persona a un público fiel e incondicional que le siguió en su peregrinaje por las distintas cabeceras madrileñas en las que estampó su firma. Gracias a esto, y en contra de lo que sus lamentos y protestas nos podrían hacer pensar, se convirtió en uno de los periodistas mejor pagados del país y en un autor de los que daban prestigio a cualquier periódico. Y es que el pontevedrés tuvo el acierto innegable de mantener un diálogo constante y recíproco con sus lectores; una relación autor/lector que fue más allá de la simple cortesía mutua para convertirse en una feliz comunión basada en esa confianza espontánea que nace de la familiaridad y del trato diario. Como ningún otro periodista de su época, Camba supo ganarse al público empatizando con él y haciéndole partícipe de sus filias y de sus fobias, de sus alegrías y miserias cotidianas. Desde este punto de vista, el lector fue para él un “igual”, un confidente y amigo al que convenía respetar y mimar y al que, por prurito profesional y obligación moral, no se le debía ocultar nada. De ahí esa cantidad de artículos autobiográficos en los que el periodista se desnuda y trata de mostrar desde dentro los gajes y secretos del oficio: las inverosímiles anécdotas vividas en la redacción del periódico, la descripción de manías a la hora de escribir o sus aventuras y desventuras con otros miembros o estamentos del gremio, etc.

Estos y otros temas son los que se abordan en los textos reunidos en este pequeño manual – o antimanual – del oficio al que, empleando una fórmula cambiana, le he puesto como título el de Maneras de ser periodista. Una treintena de artículos que resumen casi seis décadas de dedicación y militancia a partir de una experiencia autobiográfica omnipresente en toda la antología, pero visible sobre todo en los textos agrupados en los dos primeros apartados, donde reúno escritos que giran en torno a las vivencias y anécdotas acumuladas durante ese medio siglo largo como colaborador de la prensa diaria. En un tercer bloque he querido rescatar algunas de las reflexiones sobre la profesión que nos sirven para comprobar que, a fuerza de ejercerlo, Camba llegó a conocer el periodismo más y mejor de lo que esa imagen – deliberadamente cultivada por su parte – de “criatura aliteraria” nos quiso transmitir. Porque, además de compartir amistad con algunos de los mejores articulistas que ha dado la literatura española (algo bueno se “pegaría” mutuamente, digo yo), Camba fue un hombre viajado y culto que conoció varios periodismos y supo ver qué era lo mejor que había en cada de uno ellos, absorbiendo como una esponja las dispares influencias que contribuyeron a enriquecer su bagaje y a depurar todavía más su estilo.

En definitiva, me atrevo a decir que los artículos seleccionados son tan heterogéneos en su origen como idénticos en su voluntad última. Lo que el lector va a encontrar en esta antología son textos representativos que abarcan más de cinco décadas de periodismo – el primero es de 1912 y los últimos de 1959 – y que fueron publicados por Camba en los que quizá sean los tres periódicos más representativos de su larga y azarosa carrera: el conservador La Tribuna, el liberal e intelectualizado El Sol y el monárquico ABC. Sin embargo, y a pesar de esta aparente discontinuidad en las fechas, todos comparten el hecho de estar escritos en primera persona y de mostrarnos una sola e inconfundible voz: la del propio Camba.

Leídas de forma aislada, es cierto que algunas de estas reflexiones nos pueden parecer intrascendentes o extemporáneas, pues se refieren a aspectos concretos del oficio de periodista y de la manera que tuvo nuestro autor de entenderlo. Vistas en conjunto, por el contrario, la imagen que nos proporcionan no puede ser más clara: estos artículos rescatados de la hemeroteca para el lector actual conforman el testamento vital – o, al menos, algunas de sus mejores páginas – de uno de los mejores escritores en periódicos que ha dado la literatura española contemporánea. Un periodista de raza cuyo nombre era y es, Julio Camba.

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