Alejandro Nieto
El relato de los sucesos de octubre de 1934 en Cataluña es aceptablemente fácil de desarrollar puesto que se cuenta con una abundante documentación testimonial coetánea de base periodística, y también oficial y procesal, en la que se describe, a veces en primera persona, día por día y hora por hora, lo que fue ocurriendo en la ciudad de Barcelona. El análisis político de estos hechos resulta, por el contrario, muy difícil de realizar y todavía no se ha logrado de manera convincente. Por lo pronto, las abundantes informaciones que proporcionan los testigos presenciales están taradas sin excepciones (aunque naturalmente en grados distintos) por la intención ideológica de sus autores, que no ocultan de ordinario sus objetivos políticos: la defensa, o al menos la excusa, de los protagonistas, cargando la responsabilidad a tal propósito en determinados sujetos. Aymamí escribe en defensa de Esquerra Republicana como Miravitlles en la de Companys; Costa, Sabaté y Pla reflejan la postura de la Lliga y Angulo la de la CEDA. En su empeño todos culpan a Estat Catalá y a Dencás con el mismo ímpetu que éste se defiende a sí mismo; y cualquiera entiende la postura personal de Azaña recogida en un libro famoso. Maurín y Estivill hacen la apología de Alianza Obrera y pocos se ponen de parte de la CNT-FAI. Cruells, sin embargo, que pasó la noche del día 6 en una barricada, al escribir años más tarde, mantiene una actitud de observador crítico más que de actor impetuoso. Y Escofet, condenado a muerte por su participación en aquellos sucesos, los narra con la serenidad de un militar profesional. Y como parece igualmente obvio subrayar el doble sesgo —jurídico y político— de los abogados que intervinieron en el proceso del presidente y de los consejeros del Gobierno de la Generalidad, así como el de las sentencias del mismo Tribunal, he aquí que resultan contaminadas todas las fuentes coetáneas de información, obligando al analista actual a cribar con cautela los datos que maneja o, al menos, los juicios y opiniones que los autores deslizan. Tara singularmente grave cuando se trata de sucesos que todavía siguen vivos como es el caso del 6 de octubre. Reproche que lógicamente ensombrece a unos más que a otros, pues sería injusto no destacar la dignidad con que escribieron Amadeu Hurtado, Claudi Ametlla, Carlos Pi y Suñer o Cruells.
Lo que también importa mucho poner de relieve es que en esta materia —y en contra de lo que suele darse por sentado— no existe una clara barrera ideológica que separe la bibliografía de un bando catalán y de otro castellano, habida cuenta de que autores catalanes emblemáticos, como Pla y Gaziel, escriben en castellano y de que la mayoría de los catalanes se han manifestado en sentido muy crítico respecto de la rebelión. Más sutil y también más profunda es la barrera que ha separado desde el primer momento a los autores de izquierdas, tendencialmente favorables al alzamiento, sean catalanes o castellanos, y autores de derechas, tanto castellanos como catalanes, que se manifiestan decididamente en contra.
La comprensión de estos sucesos resulta todavía hoy singularmente difícil porque en ellos coincidieron cronológicamente dos fenómenos distintos —una rebelión política de índole burguesa protagonizada por la Generalidad y una insurrección social de índole proletaria— pero interconectados, si bien de una manera desigual según las localidades afectadas. Los hechos se desarrollaron en áreas distintas: una en Barcelona capital, con una marcada influencia en su cinturón periférico y en las capitales y grandes ciudades de las provincias, y otra en las comarcas y en el campo. Pero también se desarrollaron en niveles político-sociales distintos: el primero, de naturaleza burguesa con dos bloques enfrentados: el de las derechas (Lliga catalana y radicales) y el de las izquierdas que operaban en la conjunción gubernamental capitaneada por Esquerra Republicana de Cataluña. En el nivel proletario operaban también dos bloques:
el de las fuerzas agrupadas en Alianza Obrera, que colaboraron con la rebelión militar, y el de las fuerzas libertarias de CNT-FAI, que en Barcelona no colaboraron pero sí en otras ciudades y que en algunos lugares actuaron por su cuenta. El panorama final resultó, por tanto, muy fraccionado y ello explica tanto la diversidad de los hechos como la dificultad de su inteligencia y, en definitiva, exige unos esfuerzos de precisión que no son de ordinario necesarios para escribir la historia de la insurgencia de aquel mes en el resto de la península.
Y para complicar aún más las cosas debe tenerse presente que «el octubre catalán» no fue un fenómeno aislado propio de Cataluña sino que estuvo integrado dentro de un movimiento general español (por no hablar ahora, además, del contexto europeo). La insurgencia proletaria estalló simultáneamente en toda España singularmente en Asturias, Madrid y Provincias vascongadas. Mientras que la rebelión política, además de contar con la colaboración de las fuerzas separatistas, estuvo permanentemente alineada con fuerzas izquierdistas netamente republicanas. Al final, por tanto, el fraccionamiento político-social de Cataluña, en octubre de 1934, era enorme y casi inextricable. En un peldaño o nivel estaban las masas obreras anarcosindicalistas que, salvo excepción, se mantuvieron al margen de la rebelión, y junto a ellas las masas trabajadoras (calculadas en un 15 por 100 del total) que colaboraron a través de la organización de Alianza Obrera y que trataron de imponer por su cuenta una revolución social. En el peldaño o nivel burgués se formaron dos bloques perfectamente delimitados: el de las derechas aglutinadas en el Partido Radical y en la Lliga catalana, expresamente opuestas a la rebelión, y el de las izquierdas representadas por el Gobierno de la Generalidad (que fue quien se rebeló), que distaba mucho de ser homogéneo, dado que en un extremo se encontraba Estat Catalá independentista e impulsor de la rebelión militar; Acción Catalana y Partido Nacionalista Republicano de Cataluña inequívocamente no separatistas y que no veían con buenos ojos la rebelión aunque se dejaran arrastrar por ella, y —dejando a un lado otros grupos menores— Esquerra Republicana de Cataluña, con el presidente de la Generalidad a su cabeza, de catalanidad tibia y desde luego no separatista, que también se dejó arrastrar por la rebelión.
En tal revoltijo se daba por supuesto que Companys se dejó dominar por Dencás, pero no del todo, puesto que consiguió anular (o al menos aguar) la energía rebelde y separatista de sus socios, aunque consiguió atraerse la frialdad constante de Acción Catalana y del Partido Nacionalista Republicano de Cataluña.
Entonces ¿quiénes se rebelaron? Con entusiasmo únicamente Estat Catalá, que empujó a Esquerra, y con repugnancia Acción Catalana y Partido Nacionalista Republicano, que se dejaron atraer, a su vez, por Esquerra. Y en el centro de aquel ovillo Companys, versátil e inseguro, que hasta el último momento rechazó la rebelión y luego, cuando se decidió a ella, obligó (por su autoridad oficial) a sus consejeros a que firmaran un documento solidario de compromiso, y al final, asumió la responsabilidad política única, pero repercutiendo sobre Dencás la responsabilidad exclusiva del fracaso militar.
Esto por lo que atañe a la rebelión armada en sentido propio, dado que, en lo que se refiere a la insurgencia revolucionaria, el panorama fue distinto. Aquí los protagonistas fueron las organizaciones de trabajadores integradas en Alianza Obrera, de la que se autoexcluyeron de forma expresa CNT y FAI, sin perjuicio de la participación voluntaria de individuos y grupos libertarios, que en algunas comarcas llegaron a tomar la iniciativa y aun la dirección de alzamientos locales. De la misma manera que en el campo algunos obreros agrícolas, junto con pequeños campesinos y eventualmente rabassaires, cooperaron en la revolución e incluso la lideraron.
De esta manera el resultado fue que, en contraste con la relativa simplicidad de la rebelión militar de Barcelona, el mapa de Cataluña terminó siendo enormemente complejo y diferenciado tanto por la heterogeneidad de quienes participaron como por la diversidad de sus objetivos.
En el presente libro, al haberse centrado convencionalmente su objeto en la rebelión armada de Barcelona, es obvio que el énfasis se ha colocado en el componente político, aun sin desconocer por descontando las conexiones con el componente social. En un estudio más ambicioso, extendido a toda Cataluña, las consecuencias hubieran sido probablemente otras.
Fuese rebelión militar o revolución social ¿qué es lo que pretendían realmente los alzados? ¿Cuándo, cómo y por qué empezaron realmente los tiros? De acuerdo con lo que acaba de decirse en las líneas anteriores, hay que dar aquí varias y variadas respuestas. Por lo que se refiere a las comarcas, en unos casos se quemaron iglesias y se persiguieron curas y frailes; en otros lugares se ocuparon viviendas y fincas deteniéndose a los propietarios; en ocasiones se asaltaron cuarteles de la Guardia civil y en los ayuntamientos gobernados por las derechas fueron concienzudamente destituidos sus alcaldes y concejales y sustituidos por otros de izquierdas designados por los revoltosos. Los ritos y símbolos fueron, no obstante, más homogéneos, puesto que en todas partes se arriaron las banderas republicanas y se izaron las catalanas, con o sin estrella independentista; se desempedraron las calles para alzar barricadas y en algunos sitios se pronunciaron discursos encendidos con alguna declaración trascendental como el establecimiento de la República catalana, la República socialista o la República libertaria; pero referida siempre a la localidad, no en general a Cataluña y mucho menos a España, pues era el municipio concreto el que se convertía en república específica. Algunas muertes se produjeron en tales algaradas del día 6 de octubre, pero en verdad pocas.
Lo sucedido en Barcelona fue, no obstante, distinto. Aquí el día5 los dirigentes de Alianza Obrera —siguiendo las consignas de una estrategia nacional— impusieron una huelga general voluntaria o forzosa, que las autoridades avalaron implícitamente al tolerar los piquetes violentos pero sin incidentes graves; el día 6 el consejero de Gobernación advirtió que la ciudad quedaba ocupada por las fuerzas de orden público con objeto de reprimir los excesos anarquistas (que ciertamente todavía no se habían producido ni nadie anunciado que se producirían) y el presidente de la Generalidad exhortó por radio varias veces a la tranquilidad al tiempo que desfilaban manifestaciones pacíficas de obreros aliancistas que exigían la declaración oficial de la República catalana y la entrega de armas, que les fueron denegadas una y otra vez. Mientras tanto se concentraban en lugares estratégicos, que se ocupaban físicamente, los militantes de los partidos políticos integrados en el Gobierno al tiempo que se distribuían armas y municiones a quienes lo solicitaban con tal que no fueran anarcosindicalistas o miembros de Alianza Obrera.
El Ejército republicano quedó aislado en los cuarteles. El Gobierno deliberaba ininterrumpidamente en el Palacio de la Generalidad y el consejero de Gobernación informó telefónicamente al Ministerio de la Gobernación en Madrid que la ciudad se mantenía en orden y que la insurgencia estaba perfectamente controlada. Pero la situación era tensa. Se sabía que algo muy importante iba a suceder de un momento a otro, aunque nadie sabía en qué consistiría.
Y, al fin, a las ocho y diez minutos de la tarde, tal como se había anunciado unas horas antes, el presidente se asomó al balcón del Palacio de la Generalidad (a cincuenta metros del balcón del Ayuntamiento donde tres años antes había realizado la proclamación de la República) y declaró, ahora ante una multitud enfervorizada que se disolvió inmediatamente, «el Estado catalán (a no confundir con el partido político del mismo nombre) dentro de la República Federal española».
Así empezó lo que luego se consideraría judicialmente una rebelión militar, expresión de lo que muchos denominarían «la locura separatista». Un pronunciamiento al que se adhirieron la mayoría de los ayuntamientos de Cataluña. Al Parlamento, dada la hora, no hubo ocasión de decirle nada y, en fin, la población fue informada de todo por la radio.
El general jefe de la 4.ª División, Batet —que se había reunido por la tarde con el presidente de la Generalidad—, cumpliendo órdenes telegráficas expresas del presidente del Consejo de ministros, declaró de inmediato el estado de guerra; pero cuando la patrulla que había de hacerlo público con su lectura y fijación de ejemplares del bando en las paredes salió a cumplir su cometido, fue tiroteada desde la oscuridad de la noche, se le hicieron muertos y heridos, y tuvo que retirarse. Otra columna se presentó en la plaza de la República para ocupar el Palacio de la Generalidad, pero también fue detenida con varias bajas que le hicieron los mozos de escuadra que habían recibido órdenes de disparar «contra cualquiera», y tuvo que replegarse a los alrededores de la plaza; si bien luego con la eficaz ayuda de unos cañones y morteros de pequeño calibre se bombardearon las sedes de la Generalidad y del Ayuntamiento sin que aquélla acertase a montar una resistencia seria puesto que las tropas catalanas que se habían organizado militarmente eran bisoñas, carecían de espíritu combativo y no había quien las mandase ni coordinase. El Ejército republicano, por su parte, también era bisoño en su mayoría y contaba con escasos efectivos, pero se movía con disciplina y, además, de inmediato se pusieron a las órdenes del general Batet la Guardia civil y buena parte de los cuerpos de Seguridad y Asalto anteriormente traspasados a Cataluña, todos bien armados y entrenados. Con estas deserciones masivas, la lucha era desigual y los rebeldes no supieron aprovechar la ventaja que les proporcionaban las callejuelas de una ciudad antigua, cuyos balcones y azoteas eran prácticamente inexpugnables si el enemigo no disponía de artillería o carros acorazados. El caso es que poco antes del amanecer Companys decidió rendirse y todos los miembros del Gobierno (menos el consejero de Gobernación que se fugó por una alcantarilla) fueron hechos prisioneros.
La rebelión había durado diez horas escasas y las fuerzas republicanas experimentaron unas docenas de muertos y casi un centenar de heridos. Semanas después del alzamiento un Consejo de Guerra condenó con penas gravísimas a los jefes militares que habían mandado las fuerzas de la Generalidad, y meses más tarde el Tribunal de Garantías Constitucionales declaró que se había tratado de un delito de rebelión militar e impuso penas muy severas a los miembros del Gobierno de la Generalidad, beneficiados todos un año después con una amnistía.
Si bien es cierto que poco o nada queda ya por añadir al relato de los sucesos del 6 de octubre, su interpretación dista mucho aún de estar cerrada, incluso después del giro que ha supuesto la reciente y acertada utilización de fuentes locales. La historiografía ha madurado notablemente en este punto y está en condiciones de producir estudios de tanta calidad como el de López Esteve, por recordar una de sus últimas manifestaciones, y hasta podría hablar se de una supersaturación en torno a la figura de Companys. Pero como nunca puede ponerse punto final a una historia, a la vista salta que ciertas perspectivas siguen sin estar debidamente explotadas y que, atendiéndolas con más atención, pueden precisarse algunos extremos, responderse varias preguntas y hacerse nuevos interrogantes. Esto es lo que se ha pretendido en esta modesta obra, cuyas peculiaridades, en relación con la bibliografía existente, conviene apuntar por adelantado.
Primera. Por lo pronto se consideran estos sucesos como un episodio de la historia de España —o, más precisamente todavía, de la Segunda República española— aunque se hayan desarrollado en Cataluña y protagonizado por catalanes. Fuera del contexto republicano español, los sucesos carecen de sentido y no pueden entenderse. La tendencia autista de la historiografía en lengua catalana es tan peligrosa como la arrogante tendencia de no prestarle la debida atención propia de la historiografía en lengua castellana. La desproporción de autores de estas dos procedencias, más que sorprendente, es sonrojante; sin que valga de excusa que la mayor parte de las fuentes estén en catalán, puesto que este idioma es tan español como el castellano.
Como consecuencia de lo anterior se presta en el libro especial atención a las conexiones entre los partidos catalanes y los republicanos españoles, que fueron intensas incluso en el ámbito personal. No es baladí el hecho de que varios consejeros catalanes rebeldes hubieran sido —o serían posteriormente— ministros de la República, ni que Maciá y Companys recorrieran España entre aclamaciones populares multitudinarias, como Azaña por tierras catalanas. Basta mirar las fotografías de aquellos viajes para percatarse de que la rebelión del 6 de octubre no podía ser un fenómeno exclusivamente catalán.
Las relaciones entre los partidos catalanes de izquierda y sus equivalentes de ámbito español son bien conocidas, a diferencia de lo que sucedía con el Partido Socialista: un secreto cuya llave poseía Lluhí y que no quiso entregar nunca. Lo que es indudable, con todo, son las conexiones entre la rebelión armada de la Generalidad y la huelga general revolucionaria, gestionada oficialmente en Cataluña por Alianza Obrera, pero en la que espontáneamente participaron otros grupos y organizaciones obreras.
Segunda. En los sucesos de octubre coincidieron dos alzamientos: la rebelión armada de la Generalidad, de naturaleza política, y la revolución social proletaria desarrollada simultáneamente en toda España, principalmente en Asturias y Madrid. La investigación histórica debe centrarse, por tanto, en el esclarecimiento de estas conexiones, todavía confusas, pero que explican casi todo.
Tercera. Los sucesos de octubre tuvieron lugar conocidamente en el mes de octubre de 1934, pero en esos días únicamente emergió un proceso que venía de antes y que se continuó después durante mucho tiempo. Es imprescindible, pues, examinar todo el proceso, desde el principio, y no contentarse con su simple eclosión, consumada en apenas diez horas de la noche del 6 al 7 de octubre en Barcelona. No se trata, por tanto, de escribir una crónica narrativa de los sucesos del 6 de octubre, sino una historia analítica y crítica de un fenómeno complejo y extendido en el tiempo aunque alcanzase su climax en diez horas de aquella noche. Y forzoso es reconocer aquí que, pese a lo mucho y bueno que se ha escrito sobre el particular, todavía nos encontramos ante un enigma histórico en el que las preguntas capitales no tienen respuesta.
Cuarta. En este libro el factor que con más interés se ha seguido es el de la «fractura catalana», de ordinario marginada por los políticos y analistas que acostumbran a practicar deliberada y sistemáticamente la trampa de la «sinécdoque política». Sinécdoque es una figura retórica que consiste en identificar o confundir la parte con el todo o el todo con la parte (un ejército de 20.000 bayonetas que equivalen a 20.000 soldados). Pues bien, en política es habitual apropiarse del todo cuando únicamente se posee una parte. Así es como Maciá o Companys se atrevían a hablar en nombre y representación del «pueblo catalán» siendo así que únicamente contaban con los votos de su partido. Y, por lo mismo, los políticos de la extrema Derecha pretendieron imputar —y naturalmente castigar— a todos los catalanes por un delito de rebelión que sólo había cometido una parte de ellos aunque hablando falsamente en nombre de todos. El empleo de la sinécdoque política es confusionista y suele desembocar en consecuencias disparatadas.
Como consecuencia de esta arbitraria apropiación del todo por la parte se intentó plantear una tensión entre dos bandos —Cataluña contra España— cuando sólo era admisible hablar de una parte de Cataluña junto a sus compañeros de España, por un lado, y de otra parte de Cataluña, junto a sus compañeros de España, por el otro, y, en último extremo, una parte de Cataluña contra la otra: una especie de guerra civil territorial dentro de una guerra civil general.
Dicho sea en términos reduccionistas: izquierdas frente a derechas y no Cataluña frente a España. Lo que en estas circunstancias hizo el 6 de octubre fue ahondar la inevitable fractura entre las izquierdas y las derechas tanto de Cataluña como del resto de España. A los efectos de este libro tal constatación ha tenido unas consecuencias importantes puesto que, basado inevitablemente en fuentes y personas en su mayoría catalanas, no ha escuchado una sola voz (la de Cataluña) sino tres como mínimo: la de la Esquerra, la de la Lliga y la anarquista; las tres catalanas aunque muy diferentes entre sí. Y de esta manera, enfocado el campo desde tres ángulos distintos, se han podido iluminar zonas oscuras y despejarse ciertas contradicciones que eran sólo aparentes.
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