Josep Guixà
Todo empezó con un artículo en la revista de historia «L’Avenç» (septiembre de 2007) en el que me permití dudar de la versión que, sobre sus actividades en la SIFNE (los Servicios de Información de la Frontera Nordeste de España que el político catalanista Cambó puso al servicio de la junta de Burgos), ofrecía el periodista Carles Sentís en sus “Memorias de un espectador”. Sentís solía decir que nunca trabajó en una agencia de espionaje, sino en una agencia de información (concepto que engloba al espionaje pero también a la inocente recopilación de prensa, anuncios oficiales, etc.). Una vez descifrado el eufemístico matiz, pensé que podía enfrentarme ya a una pieza mayor, Josep Pla. Mi idea era escribir una biografía del personaje reducida a los tres años de guerra, pero no sabía muy bien cómo. Si bien para estudiar los tres primeros meses del conflicto, que Pla pasó escondido en su «mas» de Llofriu, disponía de valiosas fuentes orales (así, un respetable caballero recordaba haber visto al escritor en tartana, protegido por el masover de la finca lindante al «mas Pla» y que era miembro del comité de guerra), a partir del momento en que Pla llegaba a Francia sólo contaba con los no menos valiosos informes de la SIFNE, hasta ahora inéditos; y ya ingresado en la llamada España nacional, ni siquiera eso, tan sólo un puñado de artículos casi siempre firmados con las siglas «X.X.» puesto que aún no le dejaban hacerlo con su nombre. ¿Cómo armonizar un texto que empezaba siendo un reportaje periodístico, derivaba en historiografía al uso y se acercaba finalmente al ensayo literario?
El informe de lectura que me envió la editorial Fórcola ponía el acento en esa falta de hilo conductor (se me exhortaba a intercalar unos «rescates argumentales» que cumpliesen la función del «bajo continuo en la música», imagen que sugiere aficiones melómanas) y, por esa misma época, quien sería el prologuista del libro, Manuel Trallero, me sugirió que no podía considerar la figura de Pla aisladamente de su mentor político Francesc Cambó. Entendí que ambas lecturas hablaban de una misma cosa: la conexión entre Pla y Cambó debía ser el hilo musical del libro. Sólo lamento no haberlo comprendido antes porque, de haber dedicado mayor tiempo a tejer esa hilación, hubiera dotado al libro de una voz narrativa más poderosa, como un experto cicerone que conduce al visitante por un laberíntico castillo de datos y citas.
Lo único que siempre tuve claro fue la escena inicial del libro. Pla aseguraba que el 19 de julio, el día que comenzó la guerra, vio desde un monte próximo al «mas» cómo ardían las parroquias de su comarca. Llegué a ir de excursión al «coll de la Morena» bajo la canícula del mes de julio, pero me perdí buscando el enclave. En compensación, averigüé que el 19 de julio no ardió ninguna parroquia, sino el 23 de julio. Comprendí que con Pla conviene andar con cuidado: a la que puede te la cuela. En cambio, con Sentís mi actitud fue distinta. Me perdonó el artículo contra él, me recibió amablemente en su casa pero jamás salió de su boca algo parecido a una confesión. Eso sí, me dijo que todo lo que fuese encontrando, se lo enseñase (no quedaba claro si yo le investigaba a él o él me investigaba a mí). Sólo le ví nervioso el día que le enseñé la copia del informe que el embajador en Londres durante la guerra, Pablo de Azcárate, remitió al gobierno de Valencia relatando la infiltración de un tal Carlos Sentís en la embajada. Sentís respiraba con dificultad y su corazón pareció latir aceleradamente. Tenía unos 90 años. Me pidió copia.
Aquel informe procedía del fondo Azcárate del archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores, donde observé que en el fondo de Burgos-Salamanca se conservaban copias de los informes enviados por la SIFNE desde Biarritz. Pensé que si los diplomáticos de Franco los habían guardado, algo parecido podía suceder con los militares. La obsesión militar por conservar el más ínfimo papel generado por la maquinaria de guerra -para después olvidarlo en cajas apenas inventariadas de archivos tan ignotos como el Archivo General Militar de Ávila- fue un regalo para mi investigación. Durante la promoción del libro, algún periodista me preguntó si tenía enchufe o algún militar de alta graduación me avaló para acceder a aquella fortaleza inexpugnable. Sólo recuerdo que la primera vez que estuve allí, en verano de 2009, me dejé olvidado el DNI en la mesilla del hostal madrileño, y, en el tren que de buena mañana me conducía a Ávila, escuché por la radio que ETA acababa de atentar contra una casa-cuartel de la guardia civil en Burgos. Sin DNI y con la región castellana en estado de alerta, supuse que al llegar al archivo, situado en un cuartel, me empaquetarían para casa. Aquella misma mañana empecé a consultar la veintena de cajas etiquetadas como SIFNE o S.I.F.N.E.
Si ningún historiador catalán o erudito planiano había pasado por allí era, sin duda, por la inmensa fuerza de la tradición oral (alguien dijo que, en algún momento, los papeles de la SIFNE se perdieron). También se aseguró que Pla envió un telegrama a Salamanca pidiendo una gabardina (un chiste de la prensa satírica en 1937) o que fue el “catalán con boina” que provocó el hundimiento de un barco cargado de armas para la República. Pla era, en cambio, un excelente analista político que sin necesidad de infiltrarse en el enemigo disponía de amistades entre los republicanos que le permitieron redactar atinados infomes. Y aunque no era lo mismo escribir crónicas parlamentarias para «La Veu de Catalunya» o pasajes líricos de la Costa Brava que pergeñar «raports» para los militares de Salamanca, ya sabía lo que era redactar para diferentes tipos de lectores.
Casi al final de mi investigación pude confirmar el rumor de que Pla, antes de la guerra, había escrito anónimamente en las revista falangistas «FE» y «Arriba«. Así lo declaró José María Alfaro, el secretario de José Antonio Primo de Rivera, en una entrevista en 1967 que encontré rebuscando en los papeles de la familia Alfaro en un trastero de un gigantesco párking madrileño. Lo que había empezado como una soleada excursión a un monte próximo a Llofriu para observar, desde una posición dominante e imperial, las parroquias del Baix Empordà (en 1918 Pla describió por primera vez aquella panorámica, portando un libro de Maurice Barrès, el pensador reaccionario de «la tierra y los muertos») concluía en un descenso a los infiernos literarios del siglo XX, buscando el rastro de la colaboración de Pla con el fascismo español en un cuarto piso subterráneo de párking.
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