Julián Casanova
A comienzos del siglo XX, la Iglesia católica no contemplaba en el horizonte graves alteraciones en su privilegiada posición. Pese a las desamortizaciones y las revoluciones liberales del siglo XIX, el estado confesional había permanecido intacto. La Restauración de la monarquía borbónica, a partir de 1875, le abrió nuevos caminos de poder social e influencia y la aristocracia terrateniente y las buenas familias de la burguesía dieron nuevos impulsos al renacimiento católico con numerosas donaciones de edificios y rentas a las congregaciones religiosas.
Caricatura sobre el papel de la Iglesia en el carlismo. Revista La Flaca de 1869.
La Iglesia católica era para el Papa y sus obispos la única fuente de verdad absoluta. El catolicismo se veía a si mismo como la religión histórica de los españoles. Depositaria de las mejores virtudes, sociedad perfecta, en estrecho matrimonio con el Estado, la Iglesia estaba segura. O al menos eso se pensaba. Porque, en pleno siglo XX, España era el ejemplo por excelencia de una sociedad con una “única religión dominante y coherente”, una religión dirigida y seguida por gente, obispos, religiosos y católicos de a pie, que consideraban que la preservación total del orden social era irrenunciable, unidos como iban el orden y la religión en la historia de España.
Frente a ese constante poder y presencia de la Iglesia, había emergido, no obstante, una contradicción de crítica, hostilidad y oposición. El anticlericalismo, presente ya en el siglo XIX, con intelectuales liberales y la “izquierda burguesa” dispuestos a reducir el poder del clero en el Estado y en la sociedad, entró en el siglo XX en una nueva fase más radical, a la que se sumaron los militantes obreros. Y emergió de este modo, empezando por Barcelona y siguiendo por otras ciudades españolas, una red de ateneos, periódicos, escuelas laicas y diferentes manifestaciones de una cultura popular, básicamente antioligárquica y anticlerical, en el que el republicanismo y el obrerismo organizado –anarquista o socialista- se daban la mano. El objetivo, según Joan Connelly Ullman, ya no era solamente controlar o reducir la influencia clerical, sin también “eliminar a la Iglesia como poder público, como rama de gobierno, e incluso como fuerza sociocultural en la sociedad”.[i]
La Iglesia resistió con fuerza esos vientos impetuosos de modernización y de secularización. Y levantó un sólido dique frente a los individuos que disentían con sus opiniones y estilo de vida de ese orden que ella bendecía y amparaba. Así se forjó la historia de un resentimiento constante entre clericalismo y anticlericalismo, orden y cambio, reacción y revolución que, agudizado en los años de la Segunda República (1931-1936), acabó en 1939, tras una guerra civil, con el triunfo violento y duradero del primero.
Vientos de cambio
La población española, que era de 18.6 millones de habitantes a comienzos de siglo, llegaba a casi los 24 millones en 1930, gracias sobre todo a un acentuado descenso de la mortalidad. Mientras que hasta 1914 esa presión demográfica provocó una alta emigración ultramarina, a partir de la Primera Guerra Mundial fueron las ciudades españolas las que recogieron los movimientos migratorios. Muchas ciudades doblaron su población entre 1900 y 1930. Barcelona y Madrid, que superaban el medio millón de habitantes en 1900, alcanzaron el millón tres décadas después. Bilbao pasó de 83.306 a 161.987. Zaragoza, de 100.000 a 174.000. No era gran cosa, comparado con los 2.7 millones que tenía París en 1900 o con la cantidad de ciudades europeas, desde Birmingham a Moscú, pasando por Berlín o Milán, que en 1930 superaban la población de Madrid o Barcelona. Pero el panorama demográfico estaba cambiando notablemente.
La irrupción de la industria y el incremento de población transformaron el paisaje agreste, de ciudad medieval, que mantenían todavía muchas ciudades a finales del siglo XIX. Los desequilibrios de ese crecimiento se vieron reflejados en la división social del espacio urbano. Las zonas de los ensanches concentraron a esa burguesía media y de negocios, de comerciantes, industriales y profesionales acomodados. En los barrios periféricos, alrededor de las fábricas, se apiñaban desordenadamente las poblaciones obreras, a la vez que era en esos mismos barrios y en los viejos centros inadaptados y descuidados donde florecían la insalubridad y las epidemias. Porque al calor de esa expansión urbana crecieron también la especulación y los rápidos negocios constructores, que no entendían de justicia social o de intereses compartidos. La ciudad moderna combinaba, por lo tanto, nuevos equipamientos con viviendas sin ventilación en las que se hacinaban las clases populares; ricos y nuevos ricos que disponían de agua corriente, con mendigos, marginados y miserables que vivían de la beneficencia y buscaban la sopa de mediodía en los conventos y cuarteles.
Existen numerosos testimonios de la baja calidad de las viviendas en la cuenca minera asturiana, algo en lo que coincidían los médicos, los informantes del Instituto de Reformas Sociales y los dirigentes obreros. En barracas vivían también en las cuencas mineras de Vizcaya y los barrios obreros de Bilbao y de las restantes ciudades industriales carecían de los servicios básicos de agua, alcantarillado y pavimentación. La duración de la jornada laboral, de 12 a 13 horas, fue reglamentada en la minería por primera vez en 1916. Y hasta 1919 no se consiguió en España la protección de normas legales sobre el descanso semanal y el establecimiento de la jornada de ocho horas. Las quejas no sólo se referían a las viviendas y a las condiciones de trabajo. Faltaba todo: carreteras, electricidad, una mínima cobertura asistencial para enfermedades o accidentes y, sobre todo, escuelas, muchas escuelas.
Para la Iglesia y la mayoría de los católicos españoles, toda esa denominada “cuestión social” era a comienzos del siglo XX un asunto secundario. Entre ellos dominaban todavía las concepciones tradicionales y la mentalidad benéfico-caritativa propia del Antiguo Régimen. De ahí que la recepción de la Rerum Novarum en España fuera débil y tardía. Y de ahí que a principios del siglo XX todavía dominaran círculos católicos de obreros por encima de otros tipos de asociaciones como las cooperativas, las sociedades de socorros mutuos, las cajas de crédito rural y, sobre todo, los sindicatos.
La intransigencia gubernamental y patronal ni siquiera permitía en aquella España monárquica movimientos reivindicativos reformistas, empeñados los sucesivos gobiernos en avanzar por el camino del enfrentamiento en vez de por el de la legislación social. La obsesión por el orden público, viciado y militarizado, se tragó cualquier atisbo de intervencionismo estatal en las cuestiones sociales. Y eso que los conflictos en el campo andaluz, las huelgas en Barcelona, los motines en muchas ciudades españolas y la creación de organizaciones socialistas y anarquistas recordaban que la “cuestión social” existía, que las relaciones entre burgueses y proletarios, terratenientes y jornaleros, autoridades y oprimidos, provocaban tensiones. No siempre eran de guerra a muerte, pero cada vez resultaba más difícil que ese poder de la Restauración saliera indemne ante los avances obreros y de las clases populares.
Las autoridades, los medios políticos más conservadores y la Iglesia confiaban en “el buen pueblo español, escasamente contaminado por las propuestas socialistas”.[ii] En un Estado confesional, donde la Iglesia y el poder político estaban tan estrechamente unidos, no había por qué temer la apostasía de las masas. Y se pensó así mientras La Iglesia mantuvo el monopolio de la educación, mientras las iniciativas benéficas recibían el apoyo moral y financiero de las buenas gentes de la sociedad, mientras los católicos, en suma, tuvieron una presencia notable en los primeros esbozos de proyectos sociales.
Pero la industrialización, el crecimiento urbano y la agudización de los conflictos de clase cambiaron sustancialmente las cosas. Como observaron algunos comentaristas católicos preocupados por las consecuencias de esos cambios, los pobres urbanos desconfiaban profundamente del catolicismo, siempre al lado de los ricos y los propietarios, y la Iglesia era considerada como un enemigo de clase.
En vísperas de la República, si hacemos caso a esas fuentes, los proletarios urbanos de Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, o de las cuencas mineras de Asturias y Vizcaya, rara vez entraban en una iglesia e ignoraban las doctrinas y los ritos católicos. Muchos curas de las comarcas latifundistas andaluzas y extremeñas llamaban a menudo la atención sobre la hostilidad creciente que hacia ellos y la Iglesia mostraban muchos jornaleros “contaminados” por la propaganda socialista y anarquista. Desde el punto de vista de la práctica religiosa y del papel de la religión en la vida cotidiana, había una gran diferencia entre esas zonas “descatolizadas” o no conquistadas por la Iglesia y el mundo rural del norte. En Castilla la Vieja, Aragón y en las provincias vascas ir a la iglesia formaba parte de la rutina semanal y suponía un quehacer diario para muchas mujeres. Casi todo el mundo tenía en esas regiones algún pariente religioso, de allí procedían la mayor parte de los curas, frailes y monjas que había en España y a los barrios acomodados de esas zonas iban a parar casi todos los recursos. Mientras que en la diócesis de Álava, por ejemplo, en el País Vasco, había por esos años más de dos mil sacerdotes para atender a la población, en la de Sevilla, muchísimo mayor, no llegaban a setecientos.
El abismo entre esos dos mundos culturales antagónicos, de católicos practicantes y de anticlericales convencidos, se ensanchó con la proclamación de la Segunda República y cogió en medio a un amplio número de españoles que se habían mostrado hasta entonces indiferentes ante esa batalla. Todas las señales de alarma se dispararon. Lluís Carreras y Antonio Vilaplana, dos sacerdotes colaboradores del cardenal de Tarragona Francesc Vidal i Barraquer, lo veían muy claro en el informe que el 1 de noviembre de 1931 enviaban a la Secretaría de Estado del Vaticano: bajo la “grandeza aparente” de la Iglesia durante la monarquía, “España se empobrecía religiosamente”, con las elites ilustradas y la multitud alejadas de la religión, necesitada la nación de una “restauración social cristiana”.[iii]
En enero de 1932, tras ser aprobado el artículo 26 de la Constitución republicana que obligaba al Gobierno a suprimir la financiación estatal de los salarios del clero, el cardenal Eustaquio Ilundain daba instrucciones a los párrocos de su diócesis de Sevilla sobre la mejor forma de conseguir dinero para el mantenimiento del clero. Deberían poner en marcha “comités de seglares” formados por varones adultos y católicos practicantes con poder e influencia moral en las comunidades locales. Una buena parte de los sacerdotes informaron que en sus parroquias no había personas que cumplieran esos requisitos, o porque no eran católicas practicantes o porque a los actos religiosos sólo asistían mujeres. Donde pudieron formarse esos comités, ya puede imaginarse quiénes los constituían: terratenientes, industriales y miembros de las clases medias profesionales como abogados, médicos y notarios.[iv]
Tres años después, en 1935, el jesuita Francisco Peiró, párroco de San Ramón en el barrio madrileño de Vallecas, pintaba en 1935 un panorama desolador extraído de un examen minucioso de una parroquia que contaba con 80.000 feligreses, una cifra nada despreciable: sólo un 7 por 100 iba a misa los domingos; uno de cada cuatro ni siquiera había sido bautizado; y únicamente uno de cada diez recibía los sacramentos al morir. A conclusiones similares llegaban otros informes elaborados por curas de la ría del Nervión, en los núcleos industriales de Cataluña y en numerosos pueblos de Andalucía. El canónigo Maximiliano Arboleya, célebre por su análisis del fracaso social de la Iglesia en La apostasía de las masas, sentenció, tras el anticlericalismo desplegado en Asturias en los sucesos revolucionarios de octubre de 1934: “el odio feroz a la Iglesia es muy superior al que inspira el capitalismo”.
Había en esa batalla cuestiones mucho más importantes que la legislación republicana situaría en primer plano, pero no deberían despreciarse todos esos asuntos aparentemente menores si se quiere profundizar en las violentas reacciones clericales y anticlericales que se manifestaron en los dos bandos durante la guerra civil. Con la llegada de la República salió también a la luz una enconada lucha, de fuerte carga emocional, por los símbolos religiosos. La Marcha Real, que durante la Monarquía se escuchaba siempre en la misa en el momento de la consagración, pasó a considerarse una de las señas de identidad de la reacción, una provocación, igual que las procesiones. La retirada de los crucifijos en las escuelas provocó lloros en muchos pueblos del norte de España. Otros protestaron por la supresión de las procesiones. Así de estrecha era la identificación entre el orden y la religión, la Monarquía y la política autoritaria de derechas.
No es que España hubiera dejado de ser católica. Es que había una España muy católica, otra no tanto y otra muy anticatólica
Se echó la culpa a la República de perseguir obsesivamente a la Iglesia y a los católicos cuando, en realidad, el conflicto era de largo alcance y hundía sus raíces en las décadas anteriores. No es que España hubiera dejado de ser católica. Es que había una España muy católica, otra no tanto y otra muy anticatólica. Había más catolicismo en el norte que en el sur, en los propietarios que en los desposeídos, en las mujeres que en los hombres. La mayoría de los católicos eran antisocialistas y gente de orden. A la izquierda, republicana u obrera, se la asociaba con el anticlericalismo. Nada tiene de extraño que la proclamación de la República trajera días de fiesta para unos y de luto para otros.
Tras la luna de miel con el dictador Primo de Rivera (1923-1930), la Iglesia vivió la llegada de la República, el 14 de abril de 1931, como una auténtica desgracia. De golpe la Iglesia perdió al rey, su fiel protector, y tuvo que afrontar una oleada de anticlericalismo en el parlamento y en la calle. “Hemos ya entrado en el vórtice de la tormenta”, le decía Isidro Gomá, entonces obispo de Tarazona, al cardenal de Tarragona Francesc Vidal i Barraquer en una carta fechada al día siguiente de proclamarse la República, cuando a nadie le había dado todavía tiempo a “torcer bruscamente” el sentido religioso de la historia de España.
(Seguirán dos entregas más dedicadas a la República y el franquismo)
[i] Joan Connelly Ullman, “The Warp and Woof of Parliamentary Politics in Spain, 1808-1939: Anticlericalismo versus ‘Neo-Catholicism’”, European Studies Review, vol. 13, 2(1983), p. 155
[ii] Feliciano Montero, El primer catolicismo social y la “Rerum Novarum” en España, 1889-1902, CSIC, Madrid, 1983, p. 401, quien traza un buen balance del “retraso” y “desfase” del catolicismo social español en relación con el europeo en aquellos años.
[iii] Citado por Hilari Raguer, “La cuestión religiosa”, en Santos Juliá, ed., “Politica en la Segunda República”, Ayer, 20 (1995), p. 232.
[iv] Frances Lannon, Privilegio, persecución y profecía. La Iglesia Católica en España 1875-1975, Alianza Editorial, Madrid, 1987, p. 31 y p. 33 para lo que sigue.
[v] Arxiu Vidal i Barraquer. Esglesia i Estat durant la Segona República Espanyola 1931-1936, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, Barcelona, 1971, p. 19.
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Nada ha cambiado en el patio, la «puta» sigue trincando
y el estado apoquinando desde tiempo inmemorial.