Investigación

El cine histórico en la década de los veinte

Pablo Sánchez

En 1928, en una crítica de la película Los misterios de la imperial Toledo de la revista cinematográfica La Pantalla el anónimo escritor lanzaba una retórica pregunta al aire como crítica de la vestimenta de unas actrices en una escena concreta. Decía así; “¿Y por qué se han vestido como señoritas del conjunto en una revista moderna a las bailarinas que alegran la cena en el palacio del Gobernador?”. La respuesta bien puede ser ilustrativa de la relación que entre cine e historia existe. Y es que el cine histórico no es una reproducción fiel del pasado, sino más bien, y al igual que la memoria histórica, una reconstrucción selectiva y limitada por los conocimientos que del factor espacio-tiempo se poseen y por los intereses y limitaciones del productor del discurso, en éste caso el conjunto del equipo técnico, la productora y, hasta cierto punto, la propia sociedad a la que se dirige el filme. El cine puede considerarse un espejo de la sociedad que asiste al mismo en cuanto que toda producción, al intentar atraer al máximo de espectadores posibles para recuperar o sobrepasar lo invertido, debe respetar todo un código ético y estético con el cual el espectador se pueda identificar. Muchas veces subestimamos el poder de lo que leemos, vemos o escuchamos. Pero en la reproducción banal de ciertos paradigmas se encuentra la “verdad” sobre la que la sociedad se asienta.

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Número 3 de la revista La Pantalla

En el cine producido a lo largo de los años veinte, la memoria histórica, al igual que el ya institucionalizado relato nacional transmitido a través de la esfera pública por medio de la educación, el levantamiento de monumentos y estatuas conmemorativas de los héroes y toda una simbología nacional (ya fuera la obligatoriedad de izar la bandera de España en todos los edificios públicos, impuesta en 1908, o el establecimiento del 12 de octubre como día de la raza o Hispanidad en 1918, ambos bajo el Gobierno de Antonio Maura) quedó potenciado exponencialmente a través de la reconstrucción de las epopeyas nacionales, y en concreto la del pueblo en armas contra el invasor francés. La prensa cinematográfica pudo así exaltar los valores del “pueblo” español como colectivo unido en un mismo sino, no tanto por su adhesión política sino por valores como el de unidad, independencia o participación en la defensa de la patria. Valores todos ellos identificados con los mayores periodos de esplendor de la Historia nacional transmitida por el Estado, como la revuelta de los castellanos en tiempos de Carlos V o la Guerra de Independencia. Por desgracia, existen barreras infranqueables en el análisis del éxito que cosecharon dichas películas; tan sólo las pistas que la prensa cinematográfica nos ofrece y algún artículo o crítica en diarios periódicos son las huellas que dichas películas nos han legado. Y las referencias publicitarias continuas a determinados filmes o el comentario sobre el fabuloso estreno que llenó en aquel día determinado la sala de proyecciones pueden hacernos repensar el éxito o fracaso de las obras fílmicas.

Lo que sí está claro, y que constituye un potencial campo abonado para la investigación, es que la lógica del capitalismo de masas impulsó, como queda patente en los Estados modernos o en proceso de modernización del periodo de entreguerras, la extensión de una concepción nacionalista auspiciada por el Estado. Lo más interesante, sin embargo, es que dicha extensión fuera llevada a cabo en gran medida por agentes privados sin conexión alguna con el ente público. Con la explosión de sociedades y empresas culturales dedicadas al ocio y la producción cultural a nivel nacional, se acomete el empuje del nacionalismo entre los diferentes estratos sociales españoles y la homogeneización de los mismos. Las nuevas pautas de ocio marcadas por la limitación de la jornada laboral o el descanso dominical permitieron un consumo de masas en el que el cine participó activamente. Sin embargo, la modernidad no rompió con la tradición; reconstruyó su significado a partir de los nuevos medios de masas, y permitió dar el salto hacia una nacionalización efectiva del conjunto de la sociedad nacional.

En ese sentido, el desarrollo y asentamiento definitivo de un mercado capitalista en el espacio nacional, junto a una serie de políticas proteccionistas tendentes a la defensa de la industria nacional en determinados sectores, impulsaron la homogeneización de la sociedad a través de una serie de símbolos consumidos por medio de unas pautas de consumo que se habían ido desarrollando desde el siglo XIX progresivamente. Pues si observamos el discurso contenido en el cine, el contenido de éste no se aleja demasiado de lo que había sido en su día la zarzuela. Siguiendo el patrón de los espectáculos populares, se erige Madrid en los años veinte como epicentro de la producción cinematográfica nacional, y la adaptación de zarzuelas o la referencia constante a espectáculos de alto contenido castizo como los toros se explotaron con el fin de realizar un cine “netamente nacional” que pudiera hacer frente a la masiva importación de filmes norteamericanos.

La gran mayoría de películas de los años veinte que podrían considerarse de carácter histórico, o bien que poseían un marco temporal anterior al siglo XIX, centran el argumento en torno a romances y picardía; toreros, gitanas y bandoleros aparecen como nota común en la Historia nacional, lo que paulatinamente iría desembocando en una relación amor/odio con la crítica cinematográfica, y que daría lugar a un enconado debate durante el segundo lustro de dicha década en busca de la definición del cine nacional, a favor o en contra de la denominada “españolada”. Además, a partir de 1921, con el estreno y éxito en España de La Verbena de la Paloma su director, José Buchs, da comienzo a una masiva producción de adaptaciones de zarzuelas y obras populares a la gran pantalla. De ahí que muchas películas cuyo trasfondo era supuestamente histórico poco o nada tenían que ver con la Historia nacional. Ya fueran adaptaciones de zarzuelas como La bruja (M. THOUS, Compañía Cinematográfica Hispano-Portuguesa, 1923) o de un poema de Zorrilla como era el caso de A buen juez, mejor testigo (F. DEÁN, Ediciones Raza, 1926), cuyos argumentos transcurren en el siglo XVII, pero que, sin embargo, no poseían referencia histórica alguna a figuras o hechos épicos. Respecto al por qué de la explotación de los argumentos pasionales, la razón principal responde a las exigencias del mercado y la fuerte presencia del romanticismo literario en los orígenes narrativos de la producción cinematográfica.

Por otro lado, sí hubo películas de mayor carácter histórico, con un periodo reiteradamente llevado a la sala de proyecciones a través de diferentes figuras: la denominada convencionalmente Guerra de Independencia (1808-1814). Y una película concreta, que llegó a cosechar éxito más allá del Atlántico, plasmó en el lienzo de plata el mitificado relato nacional que de la guerra se había hecho: El dos de mayo. Dirigida por José Buchs y producida por Ediciones Forns-Buchs en 1927, el argumento del filme transcurre en torno a los sucesos de los primeros días de mayo de 1808 en la capital del Reino, durante los que el amor de Alfonso de Alcalá se debate entre la modistilla madrileña Rosario y la aristócrata francesa Laura de Montigny. Pero, más allá de los romances, Alfonso acaba participando de forma activa en el bando madrileño cuando su nación le reclama. Se trata de un comportamiento heroico y ejemplar para el espectador, que, identificado con la sociedad madrileña a través de unas experiencias vitales que le han inculcado una visión maniquea y mitificada del pueblo madrileño en armas, observaría en la figura de los personajes unos valores y una conducta ejemplares a través de las acciones retratadas en las imágenes en movimiento, y a través de los diálogos. Bien puede decirse que El dos de mayo fue una de las obras más aclamadas por la crítica cinematográfica. Y bien podemos decir que la película transmitía una visión de la guerra acorde al relato nacional difundido por el Gobierno y la tradición liberal decimonónica.

La sociedad española del nuevo siglo, en verdad, seguía muy de cerca el discurso histórico nacional producido en el siglo XIX. Otro discursos nacionales se estaban gestando, por supuesto; pero, como se puede observar, fue el discurso hegemónico o que más capacidad de atraer multitudes poseía (el institucional u oficial) el explotado por los medios de disfrute de las masas. De ahí que llegado el nuevo siglo, y con la modernidad, fuera la tradición de los Estados liberales la que ganó más fuerza con la explosión de los nuevos medios de ocio. Hasta dónde llegó dicha tradición emanada de la gran pantalla, es una cuestión que futuras investigaciones podrán aclarar, pero en la que difícilmente se puede profundizar. De la multitud de revistas cinematográficas y películas filmadas en estos años no poseemos ni la mitad. La Guerra Civil, como tantas otras huellas del pasado, se encargó de borrarlas para siempre de los caminos de la Historia; un nuevo discurso de la nación se erigía con la victoria del general Franco. Había que proceder a reconstruir la Historia nacional.

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