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¿Política o espectáculo mediático?

Félix Ortega*

La política no puede existir sin comunicación. A lo largo de su historia las diversas manifestaciones de la acción política han empleado formas muy diversas de llegar con sus mensajes a quienes se sometían a ella. No puede ser de otra manera, dado que toda política, en la medida que pretende ser legítima, ha de hacerse creíble a quienes obedecen sus mandatos. Y para ello ha tenido que recurrir a la elaboración de narraciones o relatos que la presentaran del modo más favorable posible. La legitimidad de sus acciones dependía directamente tanto del contenido de las narraciones, cuanto de la difusión de las mismas. Mas tales modalidades expresivas de la política venían a su vez a configurar y delimitar a los procesos comunicativos relacionados con ella. Así que puede afirmarse que política y comunicación son fenómenos interdependientes, si bien cada uno de los mismos no se agota en el otro, disponiendo de márgenes (más o menos amplios) de autonomía.

Así que la reiterada afirmación en nuestros días de que la política es comunicación no añade nada nuevo. Cualquier mirada retrospectiva nos confirmará que siempre ha sido así, de manera que su dependencia es recíproca. De la Antigüedad clásica al Barroco encontraremos amplios y sofisticados programa de comunicación por parte del poder político. En cualquiera de ellos emerge siempre un grupo de personajes cuya tarea principal (casi siempre única) consistía en construir lo que hoy denominamos “discursos” con un claro objetivo: que los ciudadanos percibieran la política de su tiempo como necesaria e incuestionable. De modo que todo tipo de autoridad favoreció la aparición y consolidación en su entorno de un estrato de “expertos” en construir imágenes del poder, así como en trasmitirlas con los recursos disponibles a la población correspondiente. Al menos hasta el siglo XVII, estos expertos estaban directamente controlados por la clase política, constituyendo una parte del patrimonio de su aparato administrativo. Es precisamente a partir del mencionado siglo cuando se observa la progresiva autonomía que van adquiriendo del poder, cuya primera manifestación la podemos encontrar ya bastante configurada en el campo de las artes plásticas.

Y es que con la Modernidad asistimos a un imparable proceso de diferenciación y especialización funcionales, en virtud del cual emergen con singularidad y racionalidad propias campos hasta entonces no singularizados, diluidos dentro de algún círculo más amplio y poderoso que los absorbía plenamente. Para lo que ahora nos interesa, hay que resaltar cómo del poder político irán desprendiéndose de manera clara actividades que, aun vinculadas con él, se configuran con autonomía propia. Es lo que aconteció con el amplio mundo dedicado a elaborar y propagar los símbolos destinados a dar cuenta de la naturaleza de la dominación política. Bajo nombres diversos (literatos, artistas, intelectuales), toda una pléyade de grupos sociales tendrán como cometido específico dar forma a modalidades de conocimiento social puestas al servicio del control de las conductas individuales y colectivas por parte del poder político. Estos grupos asumirán tal cometido específico sin por ello ser parte de, o confundirse sin más con la política. Lo que originará una compleja trama de relaciones entre ambas esferas, independientes pero mutuamente necesitadas a la hora de la producción simbólica cuando la misma se refiere a la política.

El panorama se torna más complejo a medida que la política ha de habérselas con un nuevo actor, que si bien es continuador de los precedentes creadores de legitimidad, va a disponer ahora de mecanismos distintos para llevar a cabo su tarea, la cual acontece además en un contexto social muy diferente. El advenimiento de la democracia de masas, con sus cíclicos rituales electores, sus campañas propagandísticas permanentes, la atención prestada a la opinión pública y la rápida renovación de los liderazgos otorga un protagonismo destacado a los medios de comunicación. Unos medios que, en muchos casos, habían sido concebidos originariamente para otros cometidos (sobre todo la información económica), devienen ahora instrumento privilegiado de la dinámica política. Porque ésta podía llegar a la mayoría de los ciudadanos, en sociedades relativamente atomizadas como lo eran las modernizadas, casi en exclusividad a través de los mensajes mediáticos. Pasados los tiempos en los que el poder político pretendía disponer de su propio sistema de comunicación, no le ha quedado otra opción que buscar alianzas con este nuevo actor, también político, pero cuya naturaleza no lo es. El cual, a su vez, ha encontrado en la política uno de sus principales filones: no sólo informativo, sino sobre todo de influencia social, al erigirse en agencia de control de la acción política. Para sintetizar: la irrupción de los medios en la arena política ha configurado un marco político nuevo, en el que sus diversos elementos constitutivos entran en contacto gracias a los mecanismos puestos en marcha por aquéllos. Es lo que viene denominándose “comunicación política”. En ella se subsumen otras viejas prácticas, como la propaganda, la moralización, la persuasión, la retórica. Asimismo en ella se transforman viejos actores, ya que los periodistas reemplazan a los viejos intelectuales. Y esta comunicación política es la que viene a reemplazar a unas ideologías bastante periclitadas por los relatos periodísticos, que son una mixtura de información, opinión y moralización. Y todo ello funcionando en un espacio en que es cierto que intervienen diversos actores, pero todos ellos han de actuar dentro del mismo conforme a reglas que nos específicos de cada uno de ellos, sino de clara matriz mediática.

Conviene no confundir el sentido de lo afirmado precedentemente. Que las reglas del juego en la comunicación política sean de procedencia mediática no quiere decir que los medios se conviertan un factor independiente, inmunes a la influencia manipuladora de los otros actores. Puesto que son los medios los encargados de poner en relación a la política con su público, en todo momento y siempre que pueda aquélla tratará de alterar en beneficio propio la información política. Más difícil lo tienen los ciudadanos, tercer actor de esta comunicación, debido a que son más bien un objetivo a conquistar y persuadir por políticos y medios, antes que actores en sentido propio; pero disponen de organizaciones (todas las de la sociedad civil) que también pueden condicionar a los medios. Así que gozando del papel más hegemónico en los espacios y procesos de comunicación política, los medios pueden verse también limitados en sus posibilidades por una amplia cantidad de transmutaciones y tergiversaciones puestas en circulación por quienes detentan el poder. Sin una atenta vigilancia, los medios pueden sucumbir (lo hacen con más frecuencia de lo que parece) a las añagazas de la política y, en menor medida, de ciertos círculos de la sociedad civil.

No es, sin embargo, esta perspectiva de la relación interdependiente la que abordo en el libro. Si el foco de atención lo ponemos preferentemente en la comunicación política, necesariamente acabaremos por comprender que dentro de su radio de acción el principal efecto es el que los medios producen en el resto de actores que participan en la misma. No hay otro modo de estar presentes en las dinámicas puestas en marcha por ella que aceptar sus exigencias. Unas exigencias que no son otras que las propias de la racionalidad de los medios. Una racionalidad que en lo que a la política se refiere la lleva a que escasamente pueda valerse de su lógica específica, ya que ha de regirse de manera ineluctable por los imperativos que rigen en el conjunto del sistema de la comunicación. Es más: la política, si quiere recabar la atención mediática, ha de aproximar sus esquemas a aquellos otros que para los medios resultan ser rentables en términos de beneficios, ya sean económicos, de prestigio o influencia sociales. De ahí que simultáneamente al proceso de transformación de la información en entretenimiento (infotainment), la política se vaya configurando también como política espectáculo (politainment).

De ser así, y pocas dudas caben al respecto, nos enfrentamos a una radical reconversión de las prácticas políticas. Es necesario, de nuevo, subrayar que no hablamos de que política y medios de comunicación se hayan amalgamado generando una única entidad. Tampoco de que la política haya perdido su autonomía y actúe sólo al dictado de la comunicación política. Porque la política sigue siendo el control que unos seres humanos ejercen sobre otros, a través de la toma de decisiones que afectan de manera importante a sus vidas. Y este campo competencial sigue reservado (aunque no en exclusiva) a los políticos, por más condicionados o limitados que puedan estar por el sistema de la comunicación.

Las transformaciones de la política derivadas de los marcos de referencia impuestos por la comunicación política tienen que ver, sobre todo, con la formación y preservación del liderazgo; con la puesta en circulación de aquellos temas que preocupa al conjunto de una sociedad; con la evaluación de la acción política, y con el tipo de narraciones en las que pretende legitimarse el poder. Pero también con otras categorías más intangibles, como puede ser el tiempo político: este requiere, para ser algo más que una invocación abstracta, de puntos de referencia, de términos de comparación, de secuencias más o menos ordenadas, del recuerdo y de la anticipación. Pues bien, los criterios que predominan en la producción de la acción mediática disuelven casi todos esos principios en aras de un inagotable presente.

El tercer actor de la comunicación política, la ciudadanía, resulta aun más afectado. Su presencia en el nuevo espacio público es más bien una ausencia clamorosa, ya que es el “eslabón débil” de la cadena comunicativa. A decir verdad, no encontramos en estos procesos comunicativos la participación, tan ensalzada en nuestra época, de la “sociedad civil”, sino un sucedáneo de ella, un constructo de factura mediática al que se denomina “opinión pública”. Una vez más, conviene no malinterpretar: no me refiero a la opinión pública en su conjunto (sin entrar ahora en mayores disquisiciones), sino a la particular y peculiar representación que de la misma llevan a cabo los medios de comunicación. Que no es otra cosa que una metáfora de la sociedad y una sinécdoque de la opinión pública.

Este conjunto de dimensiones insertas en y derivadas de la comunicación política es lo que el lector encontrará, de manera más analítica y conceptual, en las páginas que siguen. Que concluyen con un capítulo pretendidamente “contra corriente”. En él se mantiene que un estudio detallado de cómo funciona en la actualidad la acción simbólica, así como de los agentes, instituciones y mecanismos que la producen y la distribuyen, no permite concluir que vivimos el “fin de los intelectuales”, sino muy al contrario una época de proliferación de los mismos, aunque cierto es que se trata de “otros” intelectuales, diferentes a aquellos que caracterizaron a la pasada centuria. En correspondencia con esta floración de intelectuales, los relatos ideológicos no escasean, si bien se trata también de “otras” ideologías.

Al resultado de estas transformaciones en el ámbito de la política, se dedica este libro, cuyo título, La política mediatizada, se refiere a varios y complementarios significados. El primero hace alusión a un objetivo prontamente detectable en los medios de comunicación de masas modernos: la pretensión de condicionar la toma de decisiones políticas. Una acción de presión sobre el poder que se compagina coherentemente con una de las típicas funciones del periodismo, la de influir. El segundo alude a la transferencia al terreno de la política de pautas, actitudes y valores que son específicos de la comunicación. En este caso, puede decirse que se trata de una acción legitimadora, esto es, la política moldea su crédito social, en buena medida con recursos discursivos que son propios de las prácticas informativas. El tercero nos pone de relieve la conversión de los medios en agencia social relevante, al erigirse en representantes por antonomasia de un actor principal, la ciudadanía, en nombre de la cual suelen hablar y de la que casi siempre suelen prescindir. Es la acción de sustitución social.

* Catedrático de Sociología UCM

Este artículo recoge parte del texto introductorio al libro

LU00090101

Alianza editorial, 2011

 

 

 

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