Ernest Hemingway
En otro tiempo, cuando vuestro corresponsal era un periodista trabajador, tenía un amigo llamado Bill Ryall, entonces corresponsal del Manchester Guardian en el continente.
Ninguno de nosotros lo creía un genio entonces y no creo que él mismo pensara serlo, porque estaba demasiado atareado, era demasiado inteligente y, a la vez, demasiado sardónico para dedicarse a ser genio en una ciudad donde por una moneda se tenía una docena y donde mucho más distinguido era ser un duro trabajador.
En el otoño que ahora recuerdo estábamos todos destacados para la Conferencia de Lausana, y Ryall, un hombre llamado Hamilton y yo acostumbrábamos comer juntos casi todas las noches. El tiempo era muy agradable en Lausana aquel otoño y la conferencia estaba dividida en dos partes principales; una era el enorme y esplendido Beau-Rivage Hotel, abajo, en la orilla del lago de Ginebra, donde estaban los británicos y los italianos y la otra era el excesivamente rojo Palace Hotel, arriba, en la ciudad donde se alojaban los iraníes y turcos.
Las sesiones de la conferencia misma eran secretas y las noticias oficiales nos llegaban en manojos o en conferencias periodísticas con los voceros de cada país y, como cada nación estaba ansiosa por presentar su versión de lo que había sucedido antes que se diera crédito a la relación presentada por cualquiera de los otros países, estas conferencias de prensa se producían en rápida sucesión y había que caminar muy ligero para conseguirlas todas.
Aquella fue la conferencia durante la cual Ismet Pahsa estaba protegido por guardaespaldas que siempre circulaban dejando ver sus pistolas y el jefe de los guardaespaldas era un ciudadano de aspecto muy matón que llevaba cuatro pistolas claramente perceptibles a través de su ropa demasiado ceñida.
Aquella fue también la conferencia en la que un joven secretario del Foreign Office pidió una comunicación con el Beau Rivage Palace para hablar con Lord Curzon y dijo.
-Hola, ¿Está en casa el Camello Imperial?
Y después de haber oído aquel tono claro y fresco le respondía:
-Es el Camello Imperial el que está hablando.
Esa fue la conferencia, también que Curzon echado a perder, cuando todo estaba arreglado, por una manifestación de esa enfermedad que Ryall alegaba que afecta a los hombres que están en el poder.
Todo estaba arreglado y los turcos estaban dispuestos a firmar cuando invitaron a Lord Curzon, encargado de las negociaciones británicas, a una comida. Lord Curzon rehusó, y el lenguaje de su rechazo llegó a oídos de la delegación turca. Había dicho, según se informó: «Mi deber me obliga a tratar con ellos en esta conferencia. Pero nada hay en mi deber que me obligue a sentarme a la mesa con unos ignorantes paisanos de Anatolia».
Su enfermedad de grandeza le indujo a decir eso cuando estaba llevando a feliz término una tarea difícil; y el decirlo transformó todo lo que había hecho, de modo que su trabajo tuvo que ser terminado por otro hombre y Gran Bretaña nunca consiguió de los turcos términos igualmente buenos.
Fue una noche en que Hamilton, Ryall y yo estábamos comiendo juntos cuando Ryall sacó a relucir su teoría de que el poder afectaba a todos los hombres que lo ejercían, de una manera cierta y definida. Ryall dijo que se podían observar los síntomas de ese efecto en cualquier hombre, tarde o temprano y nos dio muchos ejemplos de ello. En Wilson, por supuesto, podía señalarlo muy claramente y dijo que seguía un curso casi como una enfermedad y que se podía hacer un grafico.
Recuerdo haber dicho: «¿Y qué pasa con Clemenceau?», porque Clemenceau era entonces uno de mis grandes héroes y Ryall dijo que en él no se podía señalar tan claramente porque había llevado una vida demasiado activa físicamente y que a menudo eso impedía que un hombre mostrara los acostumbrados efectos de la enfermedad del poder. Pero añadió que si yo hubiera conocido mejor a Clemenceau nunca lo hubiera admirado del modo que lo hacía. Que Clemenceau había abusado de su poder cuando era un hombre de edad mediana y que era un gran testarudo y que había matado hombres innecesariamente en duelos; que más tarde, cuando llego al poder en su vejes durante la guerra (1ra G.Mundial), había hecho poner presos, fusilar o desterrar a todos sus viejos adversarios políticos.
Fue esto lo que hizo que tantos políticos lo odiasen, y que cuando fueron a Versalles para elegir un presidente de Francia después de la guerra y Clemenceau estaba seguro de ser elegido debido a sus servicios a Francia, eligieron a Deshanel para humillar al hombre a quien todos habían temido como el Tigre.
Era teoría de Ryall que un político o un patriota tan pronto como llegaba a una posición suprema en un estado, a no ser que no tuviera ambición y no hubiera buscado el puesto, siempre empezaba a mostrar los síntomas de lo que el poder le estaba haciendo. Dijo que se podía ver claramente en todos los hombres de la Revolución Francesa, también, que nuestros antepasados en América sabían cómo afectaba el poder a los hombres y por eso fue que limitaron el plazo del Ejecutivo.
Ryall dijo que uno de los primeros síntomas de la enfermedad del poder era en cada hombre la sospecha de la que lo rodeaban; luego venía una gran quisquillosidad en todos los asuntos, incapacidad para recibir las críticas, convicción de que era indispensable y de que nada se había hecho bien hasta que él llegó al poder y de que nada se haría bien otra vez a no ser que el permaneciera en el poder. Dijo que cuanto mejor y más desinteresado era el hombre tanto más pronto esto lo atacaba. Dijo que un hombre que no era honrado duraría más tiempo porque su deshonestidad lo hacía cínico o humilde en cierto modo, y que esto lo protegía.
Recuerdo que esa noche citó el ejemplo de un Lord del almirantazgo británico que había estado progresando constantemente en la enfermedad del poder. Había llegado a ser imposible para cualquiera trabajar con él y el golpe final llegó en una reunión en la que se discutía cuál era la manera de conseguir una mejor clase de cadetes para la armada. Este hombre había martillado la mesa con su puño y dicho: «Señores: si ustedes, no saben donde conseguirlos, ¡Por Dios, yo lo haré por ustedes!»
Desde esa noche vuestro corresponsal ha estudiado a varios políticos, hombres de gobierno y patriotas a la luz de la teoría de Bill Ryall y cree que el destino de nuestro país para los próximos cien años, más o menos, depende del alcance de la ambición de Francklin D. Roosevelt. Si solo ambiciona servir a su país, como Cleveland, nosotros y nuestros hijos y sus hijos seremos muy afortunados. Si tiene la ambición personal de dejar un gran nombre, o de eclipsar el brillo del hombre que lleva, que fue hecho famoso por otro nombre, no tendremos suerte, porque las sensacionales mejoras que pueden hacerse legalmente en nuestro país en tiempos de paz están a punto de acabarse rápidamente.
La guerra llegará a Europa tan seguramente como el invierno sigue al otoño.
Si queremos mantenernos afuera, este es el momento. Ahora, antes de que empiece la propaganda. Ahora es el instante para hacer imposible a cualquier centenar de hombres o a cualquier millar de hombres, que nos coloque en guerra en diez días-en una batalla en la que no tendrán que combatir.
En los próximos diez años va a haber mucha lucha, va a haber muchas oportunidades para que los Estados Unidos vuelvan a equilibrar la balanza del poder en Europa; tendrán otra vez la oportunidad de salvar a la civilización; tendrán la oportunidad de volver a pelear otra guerra para terminar con las guerras.
Cualquiera que sea el que esté al frente de la Nación tendrá la oportunidad de ser el hombre más grande del mundo durante un breve tiempo-y la Nación tendrá que soportar las consecuencias una vez que termine la excitación. Para los próximos diez años necesitamos un hombre sin ambición, un hombre que odie la guerra y sepa que ningún bien se deriva de ella, y un hombre que haya probado sus convicciones por su adhesión a ellas. Todos los candidatos tendrán que ser medidos de acuerdo con estas necesidades.
La Nación 5 de enero de 1935
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