Juan Sánchez-Rivera
No cabe duda de que las derechas monárquicas han tomado como bandera de sus aspiraciones políticas el problema de la autonomía de la región catalana, presentando como “antipatriotas” a cuantos defendemos la concesión de un régimen autonómico a Cataluña, lo más amplio posible en lo administrativo, que ponga fin a tan vieja discrepancia, agudizada en los últimos diez años de la Monarquía por la torpe política de intransigencia seguida por los Gobiernos, y muy especialmente por el dictatorial, que ofreció acceder a las demandas autonomistas en lo que tuvieran de justas al escuchar el Poder, negándose en redondo a lo ofrecido a los pocos mesos de asumirlo.
Los notabilísimos discursos pronunciados por los Sres. Ortega y Gasset y Sánchez Román en el Parlamento la semana pasada han enfocado con gran tino el tema catalán en distintos aspectos; pero no han agotado el examen del problema, ni mucho menos. Merecen tan notables disertaciones algunas apostillas.
No ofrece duda, para cuantos no queramos convertir la discusión del Estatuto en maniobra política, que es justo acceder en cuanto sea compatible con la soberanía del Estado, y no dañe a la Hacienda pública, a las pretensiones autonomistas. Puede y debe concederse una amplísima descentralización administrativa, beneficiosa para todos los españoles, no sólo para los catalanes, ya que el centralismo a ultranza, que en mala copia de Francia imperó en España desde la restauración de 1875 hasta la caída de la Monarquía, cuenta con un índice de estragos formidable sin beneficio político alguno. Basta considerar que el auge vergonzoso y asolador del caciquismo, que convirtió en caricatura el sufragio universal, tuvo como raíz vivificadora la política centralista que desde Madrid sojuzgaba el país entero.
Hay que meditar mucho en cambio lo que se haga respecto a entregas de tributos, en lo que sería conveniente modificar el dictamen de la comisión parlamentaria, sustituyendo la cesión de impuestos o contribuciones –sean los que fueren- por un canon anual fijo que el presupuesto del Estado pagaría a Cataluña por los servicios descentralizados, y que, a nuestro juicio, no debe elevarse hasta el importe total de estos servicios, ya que la autonomía no es la independencia, por lo que al conservar la industria catalana el apoyo arancelario, logrando la región el prestigio jurídico y moral que el régimen autonómico le dará, obligado fuera que la Hacienda regional soportase con sus fuentes propias de ingresos por lo menos la mitad del costo de los servicios públicos descentralizados. Sobre esto no han hablado concretamente el señor Sánchez Román ni el Sr. Ortega y Gasset, y vale la pena meditar en tal sentido con desapasionamiento por ambas partes. Tiene mayor importancia política que cualquier elucubración filosófica o jurídica, por brillante que sea, y mucho lo han sido las de dichos diputados.
Se equivocó el Sr. Sánchez Román al suponer que el estatuto que en definitiva prevalezca en las Cortes constituyentes pueder ser modificado por el Parlamento. De este modo, la autonomía que se acuerde viviría en precario, a merced de la veleidad de o las pasiones de los diputados. Tampoco es posible comprometerse para siempre en lo que se otorgue –de no pedir la propia Cataluña la variación-, porque la experiencia puede de mostrar el error o la inconveniencia de algunas concesiones. El justo término de ponderación se halla en garantizar la estabilidad del Estatuto si la propia región autónoma no demanda su reforma por el procedimiento al efecto establecido o si el Parlamento nacional no resuelve haber lugar a ella por mayoría absoluta de las dos terceras partes del total número de sus miembros, en cuyo caso el Congreso de los Diputados que suceda al que adoptare tal acuerdo podrá determinar lo que estime conveniente sobre la modificación.
Lo dicho, por lo que afecta al seños Sánchez Román. Cuanto al Sr. Ortega y Gasset, si acertó en el diagnóstico –ni lo afirmo ni lo niego-, ha errado en absoluto en el pronóstico y en el tratamiento. Por razones filosófico-históricas sostiene el ensayista aludido que el problema catalán es antiquísimo, casi aborigen de España, y que no tiene solución, por lo que hemos de resignarnos los demás españoles a “conllevarlo” siempre.
Falta, pues, la visión “política” del asunto. Mientras la Monarquía –como ahora los periódicos monárquicos- se opuso sistemáticamente al establecimiento de toda autonomía valorable, pudo tener razón el Sr Ortega. Si ahora la República, como al principio decimos, otorga a la región catalana el máximo de cuanto se pueda conceder, debe terminar en definitiva la pugna. Si así no fuera es cuando “políticamente”, y con ventajas para todos –catalanes y no catalanes-, habría llegado el momento de estatuir la total independencia de Cataluña antes que resignarnos a “conllevar” eternamente la discordia, como si fuera un quiste incurable
Heraldo de Madrid, 20 de mayo de 1932
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