Luis Morote
Contra mi voluntad, he estado una semana entre los insurrectos y en poder de Máximo Gómez, con exposición de la vida. No lo contaría si no creyera útil dar noticia del estado de la insurrección y del espíritu que anima a sus hombres, en cuanto a las reformas y a la paz. Detenido primero, prisionero después, he sido juzgado como reo de muerte, y he sido absuelto contra la voluntad de Máximo Gómez.
Detenido en el campamento de Maniquita Capiro
Salí de Sancti Spíritus el miércoles 10 con el práctico apodado el Chuchi. Iba ya provisto de un pase del general Luque, para visitar los fuertes exteriores de Pico Tuerto y Alonso Sánchez. A legua y media del pueblo, díjome el práctico:
- Cuidado, que esto es ya Cuba libre.
Casi al mismo tiempo nos salió al paso y nos detuvo un titulado teniente. En seguida apareció otro con varias parejas de rebeldes. Consintieron que pasáramos la noche en casa del práctico, mientras llegaba el jefe de la partida.
Era la casa del Chuchi un miserable bohío, que revelaba la mayor miseria. Atado a una silla veíase un niño de 13 años, hidrocéfalo e idiota, que prorrumpia a cada paso en aullidos de bestia. Había allí cinco criaturas más, todas en cueros. La mujer del práctico calentaba café en el fondo, y varios puercos andaban mezclados con la familia. No había nada que comer, ni carne, ni agua, ni sal. Acostéme en una hamaca, y aguardé con la posible resignación hasta ver lo que sucedía.
En la mañana del viernes, presentáronse otros diez insurrectos. Al ver en mis manos el número extraordinario dedicado por El Liberal a la “Acción Diplomática”, pidieronme que se lo leyese. Aprobaron varios conceptos de los artículos.
Estando en esto, entraron precipitadamente algunos pacíficos, y avisaron que se acercaba la tropa. Salieron a escape los rebeldes, y pensaba yo evadirme y buscar refugio en el pueblo cercano, cuando volvieron a entrar los mambises.
Condujéronme entonces al campamento de Maniquita, donde estaba la partida de Rosendo García, de la cual forman parte el titulado brigadier Ruperto Pina y el teniente coronel de caballería Honorato. Esta partida merodea constantemente por los alrededores de Sancti Spíritus.
Carta de Marcos García. – El ministro de Hacienda de la insurrección.
Mandé un recado al alcalde de esta población, Marcos García, manifestándole lo que pasaba. Marcos García, tanto para procurar mi libertad, como para facilitarme medio de conocer el efecto que en el ánimo de los insurrectos habían hecho las reformas, escribió y me envió cartas para el presidente Salvador Cisneros, para el llamado ministro de Hacienda Severo Pina, para el brigadier José Miguel Gómez y para otros prohombres de la supuesta República cubana.
Decía Marcos en las cartas: –»Trátase con las reformas de llegar a una solución definitiva y estable, que salve los grandes intereses morales y materiales de este país.» – «Los rebeldes, añadía, jamás alcanzarán por la guerra las libertades de Cuba.» Concluía pidiendo la libertad del corresponsal de El Liberal, que de buena gana hablaría con Máximo Gómez, y haciendo inmerecidas alabanzas mías.
Pronto se recibió la contestación del ministro de Hacienda. Manifestaba que ellos solo deseaban decir a Cuba, su patria : «eres libre»; aseguraba que el corresponsal de El Liberal podría llegar al campamento de Máximo Gómez y que para el regreso se me daría un salvo conducto. Dábase la buena circunstancia de ser el ministro de Hacienda hermano del teniente coronel Ruperto Pina, en cuyo poder me encontraba. Este también me dio una carta y pasaron dos días en estas diligencias.
Los jefes insurrectos
En el campamento de Maniquita me hicieron leer el extraordinario de El Liberal, referente a la acción diplomática. Todos los que me escuchaban celebraron los artículos de Castelar, de Pí y Margall, de Moret, de Comas, y de Valera, y especialmente el de Castelar, en el que se rechaza la intervención de los Estados Unidos, y el de Pí por pedir para Cuba la autonomía del Canadá.
Los jefes aceptaban separadamente como transacción las bases para la autonomia. Desde allí vi de cerca los fuegos del campamento de Pico Tuerto y de Guayos, viendo cómo se batían las parejas en orden abierto y preparando emboscadas. En el campamento de Maniquita comíamos carne asada, cuando la había, y boniatos, sin pan ni vino. Cuando caí prisionero y fui detenido, rompí el pase de Luque, y esto me salvó.
Al campamento de Máximo Gómez
Después, el viernes, a la una de la tarde, provisto de una autorización del ministro Pina y de cartas de su hermano y del brigader Rosendo, salí en dirección del campamento de Máximo Gómez. Ante él iba a decidirse mi muerte o mi libertad. Cuando iba a subir pensaba en la paz y en la guerra. Me conducía una escolta compuesta del alférez Salgado y de dos soldados prácticos del terreno. Tomamos a herradura el camino de Maniquita y en el primer alto supimos que los titulados presente y gobierno de la revolución, habían repasado el día anetrior la trocha de Morón y se hallaban en el Camagüey.
Faltábame, por lo tanto, mi valedor, el titulado ministro de Hacienda Pina. Anduvimos catorce leguas y nuestro viaje duró el viernes durante todo el día y parte de la noche. En la tarde del sábado, 13, comimos en el ingenio Tunicá. Los habitantes de los bohíos estaban poseídos del mayor pánico, al ver que sus viviendas ardían.
Acampamos en la ribera del Zaza, donde era tal la abundancia de pulgas, que al amanecer me arrojé al río con objeto de sacudírmelas. Mientras marchábamos a caballo, encontramos a la partida del titulado general Carrillo, que iba de Sancti Spíritus a Remedios. Los insurrectos me asaltaron a preguntas.
- ¿Ha caído el Gobierno? – me decían.
- ¿Es ministro de Ultramar Maura?
- ¿Se ha concedido la autonomia?
Les expliqué el sentido y alcance de las reformas, manifestándoles que la obra de Cánovas afirma el self governament. Me oyeron con atención y sin protestar. Repartí entre ellos números extraordinarios de El Liberal, que leían con verdadera avidez. Me indicaron luego que Máximo Gómez se hallaba en la finca de Barrancones, próxima a la prefectura, con dos oficiales de alta graduación.
En la tienda del “Generalísimo” Máximo Gómez
Llegué al campamento del estado mayor insurrecto y pasé sin detenerme hasta la tienda del generalísimo. Máximo Gómez vestía de uniforme color azul oscuro, gorra de cuartel y botas de montar. No llevaba más insignias que tres estrellas en el cuello de la guerrera.
El generalísimo está muy viejo; pero fuerte. Usa bigote y perilla blancos. Todos los rasgos de su cara responden perfectamente al apodo que se le da. Parece un chino decrépito, aunque vigoroso. Tiene un genio horrible, brutal. Cuando entré en su tienda, me dirigí a él y le saludé familiar y democráticamente. Se entabló entre los dos el siguiente diálogo:
- ¿Quién es usted? – preguntóme.
- Un enemigo. Soy periodista español.
- ¿Viene usted a salvar al país?
- Puede que le salven de la ruina las libertades concedidas por mi patria…
El generalísimo me interrumpió bruscamente:
- Queda usted prisionero de guerra y sufrirá las consecuencias por haberse introducido fraudulentamente en el campo cubano.
- Estoy a sus ordenes – le respondí.
Máximo Gómez se volvió de espaldas como dando por concluido el interrogatorio. Iba yo a salir de la tienda, cuando volviéndose a mí, me dijo:
- Firme usted una declaración reconociendo la independencia de la isla de Cuba o será fusilado.
- Puede fusilarme – le contesté. – No firmo.
La cólera de Máximo Gómez no tuvo límites. Prorrumpió en gritos y denuestos contra mí. Enseguida llamó al jefe de su escolta, el titulado teniente coronel Bernabé Roza, y ordenó que se me pusiese preso, incomunicado y con guardia de centinelas.
Reo de muerte
Quedé prisionero en medio del campamento de Barracones y me senté en el suelo. A mi alrededor se agruparon los jefes de la partida. Un negro, de extraordinaria estatura, clavó delante de mí una alta estaca. Creí que me iba a ahorcar. Un jefe de la partida me registró con mucho detenimiento, secuestrándome la hamaca, el impermeable, la colección de El Liberal, los pases de los trenes y vapores, el telegrama que Lázaro me envió desde la Habana explicándome el alcance de las reformas, la lista de mis cartas de Cuba a El Liberal, las cartas del titulado brigadier Rosendo García y la autorización de Severo Pina, titulado ministro de Hacienda de la supuesta República cubana. Cumpliendo las terminantes disposiciones del generalísimo, ninguno me dirigió la palabra. Se me consideraba como reo de muerte; muchos me miraban con curiosidad y algunos con lástima. A la carta de Severo Pina, y a no tener documento alguna que probara que yo era embajador o comisionado del Gobierno para que aceptasen las reformas los insurrectos, debo mi salvación.
Mi primera declaración
A las ocho de la noche del sábado lleváronme a declarar. Me condujeron al campamento del brigadier Domingo Méndez Capote, doce soldados y un oficial. Pasé por delante de toda la partida. Las músicas tocaban La Marsellesa. El presidente del Consejo de Guerra, brigadier Domingo Méndez Capote, excatedrático de Derecho de la Universidad de la Habana, tomóme declaración; que ocupó muchos pliegos y que duró hasta media noche. Dije toda la verdad. Afirmé que no llevaba ninguna comisión oficial ni oficiosa del Gobierno y que había salido a explorar el campo sin ulterior intención, para ser testigo de los hechos de la guerra. Después de la declaración, y rendido por el cansancio, me dormí al aire libre.
Las fuerzas de Máximo Gómez
Despertáronme a la diana los toques de cometa. Hiciéronme montar entre una guardia. Movióse toda la partida y mudamos de campamento, sin salir de la finca de Barrancones. Era la partida de ochocientos a mil hombres, todos de caballería. Llevaba aquella cuatro cañones y un tuvo lanza torpedos. Tenía la tropa buenos caballos. Los jinetes iban vestidos, equipados regularmente. Llevaban bolsas, cartuchos, polainas, cinturones, zapatos, todo procedente de los talleres de la revolución establecidos en el Camagüey. Algunos soldados negros iban totalmente desnudos. El resto, mal vestidos. En la partida hay bastante disciplina, mantenida a sangre y fuego. Máximo Gómez, arrebujado en un gabán y con una bufanda, llegó en la tarde del domingo 14, tarde dramática e inolvidable para mí. Toda la partida nos circundaba. Los individuos de ella estaban armados de fusiles Maüsser, reformados; Remingtons, Lebel y machetes.
Consejo de guerra
Componían el Consejo de guerra notabilidades de la partida, todos doctores en Derecho y Medicina. Eran: presidente, el brigadier Méndez Capote, vocales, los brigadieres Pujab, Sánchez, Agramonte y teninete coronel Canoda; secretario auditor, Villuendas, y asesor, Fernando Freire, exmagistrado de la Habana. Procedióse al interrogatorio. Leyéronse las piezas del proceso, incluso el extraordinario de El Liberal, y mi lista de cartas de Cuba. Toda la partida tenía sus miradas fijas en mí. Yo estaba resignado y tranquilo y pensaba en el gran telegrama que seria la noticia de mi muerte por los insurrectos. Todo se dispuso para juzgarme. Bajo una ceiba sentábase el tribunal. Delante de éste estaba la mesita con el proceso. A los lados de ésta el fiscal y el defensor. Mandáronme que me sentara en un banco entre centinelas.
El fiscal
Habló el fiscal. Ejercía este cargo el brigadier José Alemán. Su discurso, de tonos declamatorios, fue una feroz acusación contra mi y contra España. Habló de la salud del pueblo cubano y de las causas de la insurrección. Dijo que sentía el que se me aplicase la pena de muerte, por tratarse de un periodista de mi calidad; pero que era preciso lavar la sangre del hijo de Máximo Gómez. Me acusaba como espía, delito –dijo el fiscal – que es castigado con la pena de muerte en todos los Códigos del mundo. Habló después mi defensor el coronel Alberdi.
El defensor
Demostró en su informe que yo no podía ser un espía. Invocó la carta del ministro, como base fundamental de su argumentación. Contra todo lo que yo esperaba, la partida insurrecta, y especialmente los oficiales, manifestaron su desagrado por las acusaciones del fiscal e hicieron muestras de aprobación cuando hablaba mi defensor. El coronel norteamericano, Mr. Gordon, en uno de los momentos en que se celebraba el Consejo de Guerra, dijo estas palabras:
- Si lo fusilan, me voy de la insurrección, me embarco para Nueva York y armo un escándalo en los Estados Unidos.
Los muchachos de la partida insurrecta pertenecen a la juventud aristocrática de la Habana. Sus opiniones eran favorables para mí; pero la actitud de la masa de los soldados, especialmente los negros, no era tranquilizadora. Ante esa actitud, me vi fusilado.
El acusado
Hablé en defensa propia. Juré que ninguna comisión podía llevar quien estimaba que era ofender al honor de su patria entrar en transacciones con la insurrección.
- Las reformas – dije – son para el país.
Quien desee su salvación, las defenderá con empeño. Aseveré que había confiado mi libertad y la seguridad de mi persona en la autorización de un ministro de su gobierno. Nunca creí – dije – que sobre la autoridad de ese gobierno estuviera la autoridad del general. No he creído jamás que sobre esas bases pretendáis fundar la República cubana. Terminé mi defensa con estas palabras:
- Podéis juzgar, por el amor que tenéis a Cuba, el amor que yo tendré a España.
Opinión favorable
Mi actitud acabó por conquistarme la opinión favorable de la partida insurrecta. Aquella noche Roza me dio casi un banquete; carne con patatas, boniatos, huevos duros, aguas, café y cigarros, con hojas de yagua. Concluido el Consejo de Guerra me llevaron prisionero a la tienda de campaña, con igual aparato de fuerza que al presentarme ante el Consejo.
Visitas
Allí recibí la visita y los consuelos de los oficiales de sanidad, Agramonte, Alberdi, Caneda, Abren, Clark, Duque, Negre, Alvarez y Otara, y los del cuerpo jurídico Capote, Freire y Villuenda; del Estado Mayor, Fermin Valdés, estudiante; Guerrín, Gutiérrez, Primelles, Latorre, Mendoza, Sánchez Molina, Tabel y Miguelito Varona, ayudante de Máximo Gómez. Allí vi a Regura, Macía, Pinar, Torrientes, Gómez Olmo.
Todos estos no se atrevían a decir nada contra la independencia que bajo pena de la vida proclama el chino viejo; pero la conversación versaba sobre la posibilidad de que las reformas, dadas a tiempo, habrían impedido la guerra. Todos hablaban de España con cariñoso entusiasmo y sin odios, que sólo abriga el soldado mercenario Máximo Gómez. También hacían grandes alabanzas del general Martínez Campos, al cual profesan gran afecto, diciendo que pelea como un bravo y considerándolo como el único que puede salvar a Cuba.
Absolución
Absuelto al amanecer del lunes 15, el exmagistrado Freire llevóme la sentencia de absolución, y todos los oficiales fueron a abrazarme, y celebrando la resolución, me aseguraban que nunca pondrán abismos de odio entre España y Cuba. Mister Gordon enseñóme su rifle, diciéndome:
- Con éste herí al caballero general Echagüe en la acción de Rubí,
Carta de Máximo Gómez
Máximo Gómez me dio la orden de montar inmediatamente, entendiéndose que si volvía otra vez al campo insurrecto, aunque no fuera de propósito deliberado, sería tratado como espía y fusilado en el acto. Para hacerme salir de allí pusiéronme una escolta compuesta del teniente Calixto Sánchez Agramonte, un sargento y cuatro números, y bajo su custodia fui conducido hasta las lineas españolas.
Como había recibido una carta de Máximo con orden de abrirla en el camino, me enteré de ella y vi que, llenándome de insultos, manifestaba su sentimiento porque el Consejo de Guerra no me hubiese condenado a muerte. Añadía que el machetazo que arrebató la vida a su hijo en Punta Brava exigía derramamiento de sangre, para que no se olvidara nunca en Cuba, en Puerto Rico, en Santo Domingo, en toda la América. Es decir, que hace depender la guerra, no de la causa de la emancipación, sino del deseo de vengar la muerte de su hijo. Cuando yo llegué al campamento estaban contándole como murió su hijo Pancho, testigos presenciales del combate de Punta Brava.
Impresión final
Juzgo que Mr. Cleveland tuvo razón al decir en su Mensaje que Máximo Gómez era un dictador. Pruébalo el modo de desconocer las autorizaciones de sus ministros. Pero Máximo Gómez no es la insurrección, y en el alma de ésta puede haber y pueden prosperar deseos de paz. Para ello realízanse trabajos con bastante resultado, que no puedo referir. Después de un viaje de catorce leguas, sin comer, llegué sano y salvo a Sancti Spíritus. Utilizando después trenes militares, cañoneros y vapores extraordinarios, arribé a La Habana. A pesar de lo sucedido, afirmo por multitud de datos, que las reformas de Cánovas han puesto la primera piedra para asentar la paz.
El Liberal, 22 febrero de 1897
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