Al Senegal en avión

Al Senegal en avión

Luis de Oteyza

“Concédese según se solicita”, ha contestado el Gobierno francés a mi petición de que se me autorice para arriesgarme a caer en el Sahara y que los beduinos me corten cualquier parte del cuerpo, la cabeza inclusive.

«Alfonsito» —quien me acompaña también esta vez en clase de fotógrafo— y yo decidimos trasladamos, para empezar, a Toulouse, que es el más importante puesto aéreo de Francia. Veremos así lo que es un gran aeropuerto, cruzaremos los Pirineos, empezando de esta manera nuestra práctica de aviadores con una hazaña de categoría, y, sobre todo, gentes expertas en despachar pasajeros pon los aires nos aconsejarán con respecto de los preparativos que el turismo volador requiere. Aunque pretendíamos hacer la salida a lo Lindbergh, esto es, sin darle demasiada solemnidad, no nos ha sido posible. En la estación ferroviaria de Toulouse estaba esperándonos una tan nutrida como selecta representación de la Empresa Latecoere y ¡el cónsul de España!. Véase por dónde, gracias a la espontánea amabilidad de nuestro particular amigo D. Antonio Gullón, hemos tenido honores oficiales.

Sin embargo, lo interesante no es esto, sino lo otro: lo de cuan prolijamente se nos prepara a la conversión de seres andantes en seres voladores.

El jefe del aeropuerto, M. Didier Dorat, comienza por hacernos una larga serie de preguntas, encabezada con la de si hemos volado otras veces. Respondemos modestamente que no. Pero «Alfonsito» cree deber añadir que, aunque no voló nunca, ha hecho un retrato a miss Ruth Eider. Yo entonces, para no ser menos, consigno que tengo una amistad grande con el general Franco, hermano del aviador famoso.

Por el gesto admirado con que se acogen tales manifestaciones comprendemos que se nos considera casi unos “ases”. Mas el interrogatorio prosigue: ¿Sentimos el vértigo de las alturas?… ¿Somos cardíacos, epilépticos?… ¿ Sufrimos fenómenos congestivos?… ¿Padecemos , incontinencia eliminatoria? Acabamos de una vez asegurando que estamos más sanos que manzanas, y hasta revacunados.

Déjase de tratar, al fin, de nuestra preciosa salud, y se nos pregunta si queremos hacer el viaje en avión abierto o cerrado. Contra el consejo de que lo escojamos cerrado, optamos por el abierto, que habrá de permitirnos ver mejor el paisaje y reproducirlo fotográficamente.

De acuerdo, se nos pondrá avión abierto. Pero, ¿cómo estamos de ropa? La pregunta no deja de ser indiscretilla. Por fortuna, podemos responder que bastante bien. De nuestra época de esplendor conservamos los trajes de etiqueta, frac, smoking, chaquet y levita.

Mas no se trata de semejante cosa. Volaremos a grandes alturas para cruzar los Pirineos, las sierras andaluzas y el estrecho de Gibraltar. Ello requiere que llevemos ropa de mucho abrigo. Verdaderos equipos de alpinistas: gabanes, mantas, bufandas, cascos de piel y vendas para las piernas. Luego volaremos sobre el desierto africano, y son necesarios los trajes de hilo e imprescindible el salacof, pues no hay cabeza europea que sin esa protección resista el sol del Sahara. Aseguramos que tenemos todo eso.

Bien; pero habremos de llevar víveres y bebidas. Bebidas, sobre todo. Dos termos: uno con café hirviendo y otro con agua helada. Se pedirá que los dispongan en el hotel. ¿Algo más? Sí; que tenemos que levantamos a las cuatro de la mañana. El automóvil que ha de conducirnos al aeródromo nos vendrá a recoger a las cinco. Con el alba partiremos.

¡Podían haber comenzado por ahí! El principal preparativo para todo viaje es salir descansado. Y nos están dando conversación cuando nos quedan apenas cuatro horas que dedicar al sueño, después de llevar toda una noche y todo un, día de tren. Despachamos más que deprisa a los afectuosos pelmas. Y nos dedicamos a dormir a gran velocidad, con objeto de reponer el tiempo perdido.

Parece que acabamos de coger el sueño cuando se nos despierta. Un rápido tocado, un sorbo de café, y al automóvil. Vamos a ver cómo es un aeropuerto.

La enorme explanada de aterrizaje se pierde de vista entre las sombras de la noche, aún no disipadas por completo. Grandes cobertizos en los que, a la luz vacilante de los faroles de mano, vemos los aviones como monstruosos murciélagos refugiados en sus grutas. Otras construcciones, ya menos iluminadas, donde se nos introduce. Recintos oficinescos. Y ahí, siempre tan interesados por nuestra suerte, el jefe superior de los servicios de la línea, y el jefe técnico, y el jefe administrativo, y no recuerdo si algún jefe más. Ah, sí: ¡el jefe de la Aduana!

También en los aeropuertos hay aduanas. ¿Cómo podrán hacerse las grandes fortunas que conocemos amasadas con el contrabando, habiendo vigilancia para impedirlo en todas partes? Misterio asombroso. En fin… No ; nosotros no llevamos nada cuya introducción en el espacio esté sujeta a tarifa. Se pueden ver las maleta».

Ya rueda el aparato —un Breguet biplano, tipo de caza y número 301— hasta el centro del campo. ¿Estamos dispuestos a subir? Pues arriba. Escalamos la altura y nos introducimos por el hueco superior. El cuerpo del avión va lleno de sacos de correspondencia y sobre éstos hay preparados dos cojines de cuero. Ocupamos cada uno el nuestro. Y reanudan las recomendaciones. ¿Llevamos todo el equipaje?… Que nos atemos… Si sentimos el vértigo, nos debemos acostar boca abajo… Sobre todo que nos abriguemos bien. Las gafas no nos las podemos quitar ni un momento… De notar escalofríos, un trago de café y otro de coñac… Hemos de procurar movernos lo menos posible. Y etc., etc. y etc.

Acude el piloto, que al pasar a colocarse en su asiento nos es presentado. M. Luc Richard. Este nos muestra un bloque de cuartillas y nos dice que él escribirá lo más interesante del recorrido e irá pasándonos sus notas para que nos fijemos nosotros. También por ese procedimiento nos hará recomendaciones, si juzga que las necesitamos. ¡Todavía habrá recomendaciones durante el camino ! Son ya demasiadas recomendaciones, ¡qué caray !

Se pone en marcha el motor para ir calentándolo. Aún M. Dorot nos dice algo que no oímos bien. Seguramente otra advertencia. Y yo, harto de ellas, saco medio cuerpo del aparato y  grito en el instante que partimos:

—Oiga, señor. Que se le ha olvidado de advertírnoslo. Se prohibe apearse en marcha, ¿verdad?

Heraldo de Madrid, 5 de enero de 1928

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