Al Senegal en avión

¿Está en África nuestro provenir?

Luis de Oteyza

 

Tras la tormenta, la calma

Despega el avión suavemente, y, con igual suavidad, se orienta y toma rumbo.
«El cielo nos debía, tras de tanto dolor, una alegría» recito entusiasmado por lo tranquilo y seguro de nuestro vuelo. Y subiendo mi entusiasmo de punto, después de recitar, canto:

« ¿Por qué, por qué temer? ¿Por qué, por qué temblar? El cielo está sin nubes; pasó la tempestad.»

Vamos bien, muy bien. Y vamos por un sitio precioso: los campos alicantinos. Hemos abandonado la línea de la costa, internándonos para cortar la saliente que en el Cabo de Palos termina. El paisaje, que podemos contemplar perfectamente, pues volamos a poca altura sobre esta tierra llana, es admirable. Tanto, que gritos de admiración nos arranca al cruzar por Elche, cuyo bosque de palmeras pasamos, rozando casi los
aviones de sus copas, i Qué maravilla !

Maravilla continuada durante todo el tiempo que permanecemos en la
siempre verde región de Alicante, y que se aumenta al entrar en la región de Murcia, ¡Oh, las huertas de la vega murciana! Hacia ellas atrae nuestra atención un mensaje del piloto. Hacia ellas y hacia el triunfo en París de Feliú y Codina, puesto que M. Chenu ha escrito en el papel que nos entrega «Los jardines de Murcia», título con que se adaptó a la escena francesa «María del Carmen». La belleza del patrio suelo se ofrece así a nuestros ojos, mientras nuestro pensamiento se recrea con el éxito de la obra de un compatriota.

La capital de Murcia aparece pronto, tendida a un lado y otro del rio Segura, que es desde lo alto cinta de plata. Es también bello el aspecto de esta ciudad, cruzada por este rio; pero nos recuerda a alguien menos enorgullecedor para nuestra calidad de españoles que el dramaturgo triunfante en el extranjero. Porque si también tuvo fama en el extranjero La Cierva, no fué buena su fama ciertamente.

En cuanto pasamos la ciudad de Murcia nos remontamos, a fin de alcanzar la elevación suficiente para cruzar sobre la sierra de Almenara. Vamos ya muy alto; mas la calma del aire sigue siendo absoluta. Ni la menor sensación de peligro notamos en este vuelo, de altura grande, aunque de completa tranquilidad.

Y pronto descendemos nuevamente al encaminarnos hacia la costa por
la planicie a la terminación de la cual se presenta la playa de Águilas. En esta parte, rasgando un cielo quieto, con un vuelo bajo y sobre tierra llana vamos tan seguros que mi acompañante se duerme.

Sí, se duerme; se duerme como un bendito. Rendido por el cansancio de la anterior jornada, desvelado con el frío al comienzo de la noche y habiendo madrugado esta mañana, el arrullo del motor le sume en el más profundo de los sueños. Hasta ronca… Aparte de que necesito que saque fotografías, ¡eso no se puede tolerar!

Le despierto sacudiéndole, y pega un respingo terrible y pone una cara
de espanto horrorosa.
—Que no estás en la cama— le advierto.
—Déjeme usted en paz… Vaya una broma…responde con gesto de mal
humor.
—Pero es que creíste que te caías ?
—Claro está. Y figúrese…, ¡caerme ahora aquí !

Verdaderamente. Estamos a escasa altura, en un aire inmóvil y encima de un suelo de arena. Si nos cayésemos además de matarnos —lo que desde luego no dejaría de ocurrir—, quedábamos en ridículo. Haber pasado los Pirineos a tres mil metros y haber sufrido una tormenta que nos arrastraba hacia los abismos del mar, para luego estrellarnos desde un centenar de metros escasos, sin que sople viento suficiente a apagar una cerilla y contra el suelo relativamente blando de una playa, resultaría grotesco. Algo como lo que le ha sucedido a cierta señorita amiga, mía.

Fué que la atropelló una bicicleta. Causándole heridas en la cara, dislocación de una pierna y conmoción cerebral, no vayas a creer. Pero, con ser triste el suceso, la clase del vehículo atropellador causaba risa. Y es lo que la propia atropellada decía lamentando su mala suerte: «Mira que una bicicleta indecente… i Si siquiera hubiese sido un camión!»

Tenía razón mi amiga y tiene razón mi compañero. Del mismo modo que a lo menos que puede aspirar un peatón es a que le lesione un automóvil de peso, un aviador debe reservarse para morir una caída de importancia. Caerse aquí ahora sería deshonroso.

Por fortuna parece que el accidente se va retrasando. Y confiamos en que de caernos será más adelante, cuando saltemos el mar hacia África, o, ya en ese otro continente, al cruzar por el desierto. Entonces estará mucho mejor.

¿Está en África nuestro porvenir?

Otra vez nos internamos para evitar el rodeo que hace la costa extendiéndose hasta el Cabo de Gata, y tomamos otra vez elevación para salvar las sierras de los Filambres y el Alhamilla. Volamos así muy alto y sobre un suelo erizado de picos rocosos; pero el aire permanece tan calmado que no sentimos amenaza de peligro  alguno hasta llegar a Almería.

Ahí ya si. Y en este punto se nos presentan – ¡y a la vista!- todos los peligros que hemos de arrostrar. Después de haber contemplado la ciudad y su puerto, que bajo nosotros quedan, tendemos la mirada por el amplio golfo, y al llevarla más lejos sobre el abierto mar nuestros ojos perciben una linea oscura cortando el azul horizonte. Es África.

Hasta verla no me he hecho completo cargo de que hacia ella voy.  ¡Verdaderamente mi viaje no es una excursión de recreo!  Penetrar en la tenebrosa África… Los marroquíes, que no están tan pacificados en nuestra zona ni en la francesa como fuera de desear; el desierto con su inmensidad estéril, productora del hambre y la sed, además de sus beduinos, que tampoco son gentes demasiada pacíficas; los bosques senegaleses donde se condensan las miasmas de la fiebre y la peste y residen presuntos antropófagos. Tales riesgos me esperan en África. Y para comienzo ¡el de saltar hasta su costa!

Costa que está lejos, muy lejos de España. Es mucho mar el que hay que pasarlo por encima, sin posible apoyo de las olas, caso de que a tocarlas se llegue. La reflexión de que la anchura marítima disminuye más adelante no basta a consolarnos. Seguramente disminuye menos de lo que haría falta. El Estrecho de Gibraltar no será tan estrecho.

La ascensión sobre la sierra de Gádor, buscando altura y paso por las Alpujarras, nos quita de la vista el Mediterráneo y el continente que tras de él está. ¡Pero no nos los quita del pensamiento! Por ello agradecemos la fineza de M. Chenu, que nos entrega un mensaje ofreciéndonos acercarnos a Granada, si queremos verla. Queremos, ya lo creo; queremos ver cualquier cosa que nos haga olvidar África y el brinco que para ir a ella ha de darse.

Sobre Granada nos lleva nuestro amable piloto. El espectáculo sobre Sierra Nevada es magnífico ya. Y luego la población, a la vega asomada desde sus miradores…Algo sublime, inefable. En vano intentaría expresar tanta belleza y grandeza tanta. Con decir que dejo de pensar en lo que vendrá después.

Sin embargo pronto volvemos la espalda a la ciudad de Boabdil y cruzamos la llanura que sirvió de palenque a las últimas luchas –en España, ¿eh?- entre moros y cristianos.  Salvamos la sierra de Almijara, y se repite la obsesionante aparición del mar. Por cierto que la anchura marítima no ha disminuido, ni lo oscuro de la costa, que tras ella se ve, ha aclarado.

Reanudo, pues, las alarmadas meditaciones. Que –justo es decirlo- mi compañero no comparte. Alfonsito está encantado con los paisajes que ante el objetivo de su máquina se le ofrecen. El litoral malagueño también es encantador. Si no tuviese otro litoral enfrente, o, al menos, no hubiéramos de cruzar a él…

En fin, me abstraeré contemplando la tierra próxima: ¡nuestra tierra!  Que lindo pueblecillo éste…¿Almuñecar? No; debemos de haber pasado Almuñecar, y aún a Herradura.  Será Torrox o Algarrobo. Vélez Málaga se ve ya. Y la propia Málaga a lo lejos. Málaga, la Bella. Sí que lo es, bella, bellísima.

A medida que nos vamos aproximando y decendiendo aumenta a nuestros ojos la hermosura de esta ciudad, tan blanca junto a un mar tan azul. Y a nuestra mente acude el recuerdo de su agrado infinito. Tan felices horas pasé en Málaga otras veces…Pero esta vez sólo estaré  unos minutos. Y ni siquiera dentro de la población. La cruzo por el aire para bajar al extremo, en el aeródromo de donde no saldrá sino volando y ya derecho a África.

¿Quién dijo que nuestro porvenir está en África? … Lamento no saberlo a ciencia cierta, pues desearía darle el mentís directamente. Siempre he dudado de semejante afirmación; pero ahora más que nunca. Ahora estoy convencido de que mi porvenir estaría en quedarme aquí una temporadilla. En esta Málaga deliciosa, tan bonita como simpática.

Mientras, después de haberla admirado toda entera desde el aire, planeamos para descender, pienso que me costará un esfuerzo titánico volver a tomar el avión, con el que habré de saltar al agua profunda ir a posarme en la tierra hostil.

Que no, vaya; que no. ¡Que no está en África nuestro porvenir! Lo repito, por si no puedo volver a decirlo.

Heraldo de Madrid, febrero de 1928

 

 

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