Al Senegal en avión

Dos duros de estancia en Rabat

Luis de Oteyza

El aeródromo de Rabat —como todos los aeródromos, claro— queda fuera de la población. Y a bastante distancia de ella, según hemos visto cuando planeábamos para descender. Por ello, y escarmentado de lo que nos ha ocurrido en Tánger, apenas me atrevo a insinuar interrogativamente…
—¿ No podríamos llegar a entrar en la ciudad ?— digo sin moverme de
junto al aparato.
Mi pregunta solicitante es contestada en forma afirmativa y concesional. Podemos; aunque sólo entrar y volver a salir al punto. El automóvil de la Compañía llevará una valija de correo a las oficinas del Protectorado, que en Rabat tiene su centro, y ha de esperarse para reanudar el vuelo a que retorne por si hubiese pliegos urgentes para Casablanca. Si queremos ocupar ese automóvil se nos ofrece con la condición de que no hemos de desocuparlo. Esto es, que volveremos en él, pues sólo a él aguardará el aeroplano.
Aceptamos el automóvil que se nos brinda y la condición que se nos impone. Y así logramos pasar, sin detenernos y a toda marcha, por una de las cuatro «majzenías» o capitales —las otras tres son Fez, Marrakes y Mequinez— de Marruecos. Pero este rápido tránsito es suficiente para apreciar un gran acierto de la colonización francesa.

En Rabat la ciudad europea y la ciudad árabe son independientes, quedando aquélla fuera de las murallas que cierran ésta. Con ello los indígenas gozan de una autonomía en su vida íntima que les permite permanecer bajo el dominio extranjero sin que nada extraño choque con sus usos y costumbres. Así no padecen, entre otras cosas muy importantes, una que no deja de tener importancia también: la estética.
No se mezclan en Rabat las modernas construcciones occidentales con los vetustos edificios de puro estilo oriental. La villa de hoteles, almacenes y comercios está separada de la «medina» mora y el «mal-laj-judío». Esto resulta muy bien. Tanto como que las iglesias queden lejos de las mezquitas y las sinagogas.
Con semejante impresión admirativa hemos llegado al centro de Rabat nuevo, donde están instaladas las oficinas del Protectorado, y seguimos más allá, hasta el palacio del protector —léase residente general por Francia—, sitiado en una pequeña elevación que domina el conjunto.
Durante el breve alto que allí hacemos nuestras miradas son atraídas por dos objetos: el muro del antiguo recinto y la torre que en su centro se eleva. Y son atraídas con fuerza tal, que nos sentimos arrastrados por ellas como por el imán el hierro. Hay que contornear en toda su extensión ese muro y que subir a esa torre, cueste lo que cueste.
No cuesta mucho. Hemos prometido regresar al aeródromo con el automóvil, y lo cumpliremos, pues no somos de esa clase de gentes que faltan a sus promesas. Pero de que no corromperíamos al chofer para hacerle darnos un paseíto antes del regreso, nada dijimos. Y el chofer es francés. Los franceses resultan más baratos de corromper que los españoles, pues a éstos se les corrompe con pesetas y a aquéllos con francos, que están a cero veintidós. Total, cincuenta francos, que vienen a ser un par de duros.

Y vamos —ya despacito, viendo bien— alrededor de la muralla que guarda la ciudad mora y el barrio judío. Esta muralla es recia, es alta y es larga; es además una construcción arábiga del siglo XI, y es sobre todo obra de paisanos nuestros. «La muralla de los andaluces» se llama, porque la construyeron al llegar a instalarse a Rabat las familias desterradas de Córdoba, por haberse sublevado contra el califa El lakan. Este monumento, alzado por españoles no conformistas, merece en la hora presente mi visita reverenciosa.
Como la merece también la torre de la mezquita principal. Es una antigua conocida. ¿Que si estuve otras veces en Rabat?… No ; nunca. Pero la conozco de verla en Sevilla. La Giralda, sí. Es fama que ambos alminares fueron construidos con los mismos planos y empleando idénticos motivos decoradores. Acaso lo último no sea cierto, pues creo encontrar algunas diferencias, que por otra parte pueden obedecer a las varias restauraciones sufridas —esta es la palabra— por la torre sevillana.
Sin embargo, las siluetas de ésta y aquélla son exactas. Y me conmueve
dulcemente fingirme que estoy en mi tierra.
¿Y si fuésemos a ver la Universidad?… Es Rabat una de Ias «hadrias» o ciudades ocultas del imperio marroquí y tiene su «madrasa», si no tan importante como la de Fez por su arquitectura, sí por el número de estudiantes matriculados en ella. Pero el chofer se niega a dilatar más el regreso al aeródromo. Realmente no hay derecho a exigirle tanto, habiéndole dado sólo once pesetas mal contadas. Volvamos, pues.
Todavía, al ir en busca de la puerta mayor del muro, cruzamos el «mal-lay», que es un barrio repugnante, y esta triste muestra del decaimiento del pueblo escogido por Jehová ensombrece los últimos momentos que en Rabat pasamos. Los últimos momentos, sí; pues inmediatamente de llegar al aeródromo se nos hace tomar el avión a empujones.

Heraldo de Madrid, febrero 1928

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