Luis de Oteyza
Los sustos que hemos sufrido durante la pasada etapa están justificados. En realidad nuestro vuelo tuvo grandes probabilidades de terminar malamente. La prueba es que aquí ya se nos daba por perdidos.
A las nueve o, todo lo más, a las diez de la mañana debiéramos haber llegado, y cuando llegamos ¡son las tres de la tarde! Cinco horas hace que el jefe del aeródromo nos espera desesperado. Ha estado poniendo radios a Mazagán, a Safi y a Mogador y en ninguna parte tenían noticias de nosotros.
Hasta hace poco sólo supo que los aviones habían sido señalados en el puesto de socorro de Tamanar. ¿Cómo es que no tomamos tierra allí? Nuestros pilotos responden que porque el campo de aterrizaje estaba inundado. Para evitar el riesgo de capotar, posándonos en terreno reblandecido, continuamos… Y aquí estamos finalmente.
Sí, aquí estamos. Pero de aquí no podemos pasar. Dada la hora que es, no llegaríamos con luz a cabo Juby. Esto contraría al jefe del aeródromo, porque cree que es para nosotros una contrariedad. Más cuando le decimos que estamos encantados de detenernos para poder visitar Agadir, recobra su humor, que es un humor excelente. M. Joly, que así se llama el jefe referido, ofrece el facilitarnos hacer una visita.
Nos presta su automóvil y, además, nos acompaña en clase de cicerone. ¿Queremos comer antes? No; comimos en el aire, viendo que no se bajaba a tierra a comer. Pues entonces empieza la excursión inmediatamente. Y sin más partimos hacia Bad-el-Sudán.
Bad-el-Sudán es Agadir. La Santa Cruz de Agadir de los portugueses, que los indígenas llaman Puerta del Sudán –Bad significa puerta en árabe- porque constituye la natural salida por Occidente del gran territorio centroafricano. Aunque siendo la natural es, naturalmente, la que no se emplea. Cosas que pasan… Y verán ustedes por qué pasa esta cosa.
Situada Agadir en la región del Sur, que toca con las del Nun y del Sáhara, y, poseedora del mejor puerto –del único puerto digno de ese nombre- de toda la costa occidental, fue desde tiempo de los fenicios el lugar preferido por el comercio que quisiera llegar pronto y bien al corazón del África. Así lo consideró Portugal cuando en este continente pretendía establecer sus colonias, y en Agadir hizo construir el castillo de Santa Cruz, base de la ciudad fortificada que pronto se alzó en su entorno. Y así lo consideraron también los marroquíes, que pocos años después –Santa Cruz de Agadir se fundó en el año 1500 y fue asaltada el año 1536- expulsaron a los lusitanos. Para quedarse, claro es, con la magnífica posición comercial y seguir explotándola.
Continuó, pues, Agadir con su amplio y cómodo fondeadero, que cierran el cabo Gher y las montañas Ait Nakal y la protección de la “kasba” moruna alzada sobre los restos del fuerte portugués, gozando de poderío y riqueza, hasta que al sultán Mohamed, que era un bruto como todos los de su especie y similares, se le ocurrió arruinarle para engrandecer Mogador, lugar por el que tenía mayores simpatías.
Y con tal objeto prohibió anclar navíos en el puerto de Agadir, hizo retirarse de la ciudad de Agadir a los comerciantes extranjeros y suprimió de la plaza de Agadir los consulados, con lo que este puerto, esta ciudad y la plaza se convirtieron en los “campos de soledad, mustio collado” que yo ahora recorro tan melancólicamente como un día Rodrigo Caro lo que fue “Itálica famosa”.
Porque aun cuando ya en esta parte de África la intervención francesa ha implantado normas de legalidad contra el despotismo de los sultanes, nada puede hacerse para que Agadir recobre su pasado esplendor. Hay intereses creados. La vida de Mogador, hoy floreciente y próspera, correría grave peligro si se abriese de nuevo al comercio la puerta del Sudán. Ha de quedar inutilizada la puerta para no perjudicar a los establecidos en el portillo.
Nada moderno se ha establecido, pues, en Agadir. Unos pantalanes en la orilla, y junto a ellos, un cuartel para el destacamento de senegaleses y unas oficinas de correo y telégrafo. También algunos barracones, cantinas, almacenes… Nada en total.
Y de lo antiguo queda en Agadir bien poco. Las ruinas de los que fueron palacetes árabes, habilitadas como chozas y covachas para albergar a los más harapientos beduinos. Y un zoco infecto, donde el principal artículo que se expende es la langosta. Pero no el suculento crustáceo, no vayáis a creer… ¡el repugnante insecto! La plaga asoladora de los campos cultivados en esta tierra abandonada resulta don generoso del cielo. Cuando por fortuna caen las nubes de langostas se las deseca sobre las brasas del fuego mismo del sol y se comen calentitas. Tal muestra comercial denota hasta dónde ha descendido el comercio agadiense.
Sin embargo, conserva Agadir algo más de lo dicho. Su espacio murado se alza sobre el montículo dominador de la plaza. Mas ¡ay!, la “kasba” que desde los aires nos pareció bella y, luego, en el nivel del mar nos parece fuerte conforme a ella vamos acercándonos, empezamos a sospechar que no es ni lo uno ni lo otro. Y al penetrar en su recinto nuestra sospecha se confirma.
Carecen de belleza en absoluto las casuchas agolpadas, formando angostas calles, que ensombrece el muro circundante, y tan poca fuerza defensiva tienen los lienzos y baluartes de adobes como ofensiva los pedreros abandonados por la guarnición portuguesa hace la friolera de cuatro siglos.
Escasa es la valía de lo que en Agadir resta, igual junto al mar que encima del monte. Y pensar que estuvo a punto de producir la guerra europea… No ha de olvidarse que el arribo aquí del cañonero alemán “Panther” conmocionó a las grandes potencias de Europa. De donde se deduce que estaban dispuestas a armarla por cualquier cosa.
Heraldo de Madrid, febrero de 1928
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