Al Senegal en avión

Sahareños amigos

Luis de Oteyza

Otra vez vuelo sobre la desolación infinita del desierto y en la compañía deplorable del intérprete indígena. Este de ahora tiene aún peor tipo que el de antes. Viste tan haraposamente y es tan mal encarado; pero, además, su piel teñida le hace parecer un bandido con disfraz. El clásico salteador, que se ahuma el rostro y las manos para que sus víctimas no le reconozcan.

Se esfuerza, sin embargo, en inspirarme confianza. Me da su nombre, que es largo y difícil de Yydi Ulu Matlá, añadiendo como dato tranquilizador que pertenece a la tribu de Izarguien. Es un sahareño amigo. Todos los sahareños son amigos; pero su tribu principalmente. ¡Ya lo veré! ¿Qué es lo que veré?… No tengo tiempo de preguntarlo, pues veo otra cosa que todo mi interés acapara. El piloto me hace señas que mire al suelo, debajo mismo de nuestro aparato. Ahí, posado en la arena, muéstrase un avión, mejor dicho, el esqueleto de un avión. Las gruesas barras del fuselaje, las grandes planchas de la cabina, el cuerpo del motor y la armadura de las alas. Los lienzos de éstas, las láminas del “capot”, los timones y la chimenea, todas las partes fácilmente arrancables han desaparecido. Es un avión abandonado.

Abandonado ¿por qué?… Yydi me explica. Cuando un avión tiene que aterrizar forzosamente desciende el que vuela emparejado, recoge al piloto y remonta el vuelo. El avión vacío queda en tierra. Como ya no sirve…

Eso de que ya no sirve un magnífico aeroplano que acaso hubo de tomar tierra por simple “panne” resulta difícil de creer.

Yydi dice una y otra vez que los sahareños son amigos. Y repite que los de su tribu más que todos, y que voy a verlo. ¡Dale bola! ¿Cómo lo voy a ver?… Porque vamos a descender a pocos metros sobre ella.

La tierra comienza ya a ser estéril, pues se presentan sobre ella las primeras dunas arenosas. Todavía vemos una corriente de agua que ofrece en sus márgenes manchas de verdor. Es el Guad-Draa, límite meridional del territorio marroquí. Pero cuando este río cruzamos, la arena sin límites se extiende ante nosotros, mostrándonos la desolación inmensa del Desierto.

El Gran Desierto. El sahara. ¡Cuántas descripciones conocemos de la tierra muerta! Sin embargo, ahora comprendemos que ninguna da idea, ni siquiera aproximada, de su absoluta desolación. Esto es algo indescriptible. Y, al mismo tiempo, sencillísimo de escribir.

Olvidando cuanto he leído para decir sólo lo que veo, pocas palabras dedicaré a la descripción imposible y fácil juntamente. ¡Ni siquiera cuatro palabras! Tres tan solo: “una playa infinita”. Ahora bien: lo que es una playa sin el mar espumoso de un lado y la tierra accidentada del otro no se concibe. De ahí que tampoco quienes a mí me lean quedarán mejor enterados.

Pero yo solamente eso puedo decir. Cuanto añadiera resultaría inútil y aún copntraproducente. Lo que sobre la nada se ponga, por poco que sea, pues que añade algo, siempre tendrá que cambiar la nada. ¡La nada! Eso constituye el páramo vacío y además inmóvil. Inmóvil, sobre todo. Por ello resulta mayor la soledad de esta extensión sin límites de arena que, si las dunas ondulan, es no más que un ondulado quieto, fósil. La soledad marítima se mueve, la soledad atmosférica se mueve también –las olas que saltan, las nubes que se deslizan- ¡Y la soledad del Desierto está parada! Es la completa soledad.

Saberme en ello me acongoja. Ansiosamente tiendo la mirada hacia la derecha donde algunas veces a lo lejos se divisa el mar. Conozco lo improbable de que ante estas costas crucen barcos. Pero que tal ocurra cabe en lo posible. Sería una esperanza de socorro.

Otra existe. La que como un punto en el aire se muestra. El avión de la escolta. Esperanza pequeña, diminuta, atónita comparada con la inmensidad doble que tiene debajo y alrededor. Muy consoladora, sin embargo, cuando crece, porque el viento permite que ambos aeroplanos aproximen sus vuelos. Una de estas ocasiones me hace ver a Alfonsito levantando la máquina para fotografiarme. Y creo que como mi imagen va puedo ir hasta él yo mismo.

Transcurre un largo rato durante el que no veo ni el mar, que puede tener un navío, ni la aeronave pareja, que el viento alejó. Y al cabo mi mirada descubre en el suelo corrientes de agua, macizos de verdura, construcciones grandes, magníficas inclusive. ¿Qué es esto? Interrogo al intérprete, y me responde que no es nada.

¿Cómo que no?… Me quito las gafas y limpio los cristales. Miro otra vez. En la lejanía se destaca una ciudad rodeada de jardines y cruzada por un río. Veo perfectamente hasta las torres que apuntan sobre el conjunto. Insisto con Abdallah, quien se ríe, mientras mueve la cabeza negativamente. ¿Está ciego o loco este hombre? Paso una nota al piloto preguntándole qué población es la que vemos.

La contestación de M. Lecrivain me asombra: “espejismo”. Jamás pude suponer que la ilusión óptica tuviese tales apariencias de realidad. ¡Si dudo todavía! Pero un golpe de timón de profundidad hace descender el avión. El punto de vista cambia, y la ilusión se desvanece.

De nuevo no ven mis ojos más que la planicie arenosa, reverberando a la lumbre abrasadora del sol hecho ascua. Y es lo real tan ingrato de mirar, que pese a mi constante culto a la verdad, prefiriendo la mentira ahora, lamento no seguir contemplando lo fingido. En el árido paisaje del Desierto el espejismo proporciona alivio grande que por las propias pupilas entra en el alma.

La aviación también puede dar un consuelo análogo. Nuestro aparato -¿huyendo del calor que amenaza inflamar los depósitos de esencia?- se remonta hasta situarse por encima de un grupo de nubes. Y ya bajo la mirada lo que tenemos es un campo nevado. ¡Exactamente eso! Si Alfonsito impresiona una placa aquí parecerá la fotografía tomada en Suiza o en el mismo Polo… Vamos, sin embargo, sobre el Sahara. Pero vemos algo blanco, esponjoso, como la nieve. Y, además, ¡sentimos frío!

Esta ilusión, mejor dicho, esta realidad, pues que el campo de nubes existe y la temperatura no llega a cero grados, cesa igualmente pronto. Descendemos y otra vez la llanura de arena nos presenta su estéril e inmóvil desolación. Pero, por fin, marchamos derechos hacia el mar. Se agitan las olas en el horizonte, y más cerca, junto a la orilla, rompen en espuma.

¡Y todavía hay más! Próxima a la línea que el contacto de la arena y el agua traza, una construcción se eleva. ¿El espejismo nuevamente? Esta vez no. Abdallah, señalando la fortaleza cuyos muros almenados ya abundan dice:

-Cabo Juby.

¡La posición española de Cabo Juby! Voy a encontrar hombres, y de mi raza, y compatriotas míos… Nos disponemos a aterrizar sobre el Desierto; pero yo siento como si fuese a tomar tierra en el más florido vergel.

El Sahara español

Mientras se hacen los últimos preparativos del banquete con que vamos a ser obsequiados recorremos toda la posición. Cuestión de diez minutos no más. Es Cabo Juby un modo de alcazaba, no mucho mayor que cualquiera de esos refugios morunos y del tipo común de todos ellos. Adosados a la muralla –por su parte interior, desde luego- pabellones, almacenes y cuadras. Unido a esto, un castillete de mejor fortificación para defensa extrema. Y nada más que eso. Fuera, la alambrada de espino, y tras de ella, la llanura sin límites.

Desde el almenado del torreón, donde un centinela del regimiento disciplinario avizora el horizonte, contemplamos la inmensidad vacía. Hay doscientos ochenta y dos mil ochocientos quince kilómetros  cuadrados –más de la mitad de la extensión de España- que son nuestros y que para nada nos sirven… Pregunto si sólo tenemos en tan enorme territorio este recinto murado, y se me contesta que no, que tenemos otros dos: el de Villa Cisneros, un poco mayor, y el de La Agüera, un poco más pequeño.

Realmente no es mucho tener. Sin embargo, a mí me basta. La existencia de Cabo Juby me permite sentarme a la mesa en agradabilísima compañía. Además del anfitrión, el amigo Las Peñas, almuerza con nosotros el capitán de Infantería Amadeo Fernández Lladó, el de Sanidad Manuel López del Rey y el de Ingenieros Jorge Montoril; un ingeniero geógrafo, Fernando Gil Montaner, que trata de establecer comunicación óptica entre esta tierra y las islas Canarias, y Luis Morán, encargado de la pequeña factoría que comercia con los sahareños. ¡Numerosa y distinguida concurrencia para un ágape que se celebra en el Sahara!

Salimos al campo, donde nos son presentados los nuevos pilotos. M. René Riguelle, que en el avión del correo me llevará, y M. Maurice Dumesnil, que llevará a Alfonsito en el de escolta. También el teniente coronel Las Peñas me presenta el intérprete que ha de acompañarme, por cierto que haciéndole la eficaz recomendación de que si me sucede algo le descuartiza. Y acabadas estas presentaciones de los que con nosotros parten, comienzan las despedidas de los que se quedan.

¡Adiós! ¡Adiós! ¿Hasta la vista?… Adiós, por si acaso. Pudiera ocurrir que no nos volviéramos a ver.

 

Heraldo de Madrid, marzo de 1928

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