Luis de Oteyza
He perdido ya la noción del tiempo que llevo así, desplomado por la más absoluta impotencia; pero pienso cuánto habré de permanecer aún lo mismo, en esta espera sin término. ¿Horas?… ¿Días?… Me pregunto si lograrán hoy los pilotos reparar el avión, o si mañana nos encontrará el otro que venga a buscarnos. Y también si antes llegarán las fieras o los hombres, cuyo acercamiento juzgo todavía de peligro mayor.
Pero éstos ya están aquí. Tras de mí siente alzarse a Alfonsito de un salto. Me incorporo, lo miro mirar adelante, miro donde mira él, y salto empuñando la pistola. Por cima de una duna asoma el cuerpo de un negro. Y ¡qué negro! Un gigante fornido, figura enorme desnuda, que parece estatua de Hércules fundida en bronce. Le encañono, aunque pensando que las blindadas balas de mi browning botarán contra su masa.
Grita el negro, y a sus voces surge Riguelle de detrás de uno de los aviones.
-Alto -me dice; es un soldado.
¿Un soldado? No sé en qué se lo habrá conocido, pues por todo uniforme lleva un calzoncillo de tela blanca.
-Sí –continúa el piloto-; es un senegalés. Tiene que pertenecer a nuestros destacamentos. Seguramente al puesto de Nouakchott. Ya dijimos que tenía que estar cerca.
En efecto. Hecha seña al negrazo de que se aproxime, viene y declara que forma parte de esa guarnición. Desde el puesto de Nouackchott se ha visto descender los aviones y han salido a socorrernos. Él se ha adelantado, pero le siguen todos sus compañeros y el jefe.
Me extraña que nosotros no viéramos desde el aire la posición militar. Pero, según dicen, es muy chica. Un diminuto fortín que entre las dunas parece una de éstas. Lo bastante para contener a quince negros y un blanco. El blanco es el suboficial de Infantería de Marina M. Jean Pinelli. Se presenta como si nos encontrase en un paseo y nos ofrece conducirnos a su palacio.
Riguelle y Dumesnil nos instan a Alfonsito y a mí para que vayamos a Nouackchott. Ellos quedarán aquí con un par de soldados para su ayuda y defensa, tratando de reparar el avión o esperando la llegada de otro. Pero nosotros nada hacemos, y estaremos mejor bajo techo y entre muros.
No he de decir cuánto nos atrae esa perspectiva. Pero ¿y andar con el calor que hace?…
-Menos de una hora de marcha –dice M. Pinnelli. Añadiendo para decidirse:
-Si se cansan ustedes de andar por la arena, mis hombres les llevarán en brazos.
Con esta condición, sí. Y que no resulte incumplible. Los soldados senegaleses son colosos capaces de cargar con nosotros y con los aeroplanos, si preciso fuera. Marchamos, pues.
Se hace fatigoso el camino por lo blando del suelo y la temperatura del ambiente. Hay momentos en que estoy a punto de pedir ser transportado como se me ha ofrecido. Pero siento vergüenza de mi debilidad al ver a M. Pinelli andando tan firme, y, sobre todo, a Alfonsito que va con sus máquinas a cuestas, porque no ha querido confiárselas a los negros. Y sudando y resoplando llego hasta el fin.
El fin es algo declicioso. Una construcción de adobes casi enterrada en la arena. ¿Covacha, guarida, cubil?… ¡Alcázar! El puesto de socorro de Nouackchott constituye un recinto de ensueño. ¡Porque es de socorro al abandono más terrible! Considérese cómo estábamos, para comprender cómo estamos. Seguros de no morir de hambre y de sed, y amparados contra todo ataque feroz de bestias o de salvajes. Y acogidos del más afectuoso modo.
El suboficial blanco está encantado de tener compañía de su raza, y los soldados negros, que ya han participado de mi petaca y esperan participar hasta que agotarla, deliran de entusiasmo. Corren a ponerse los uniformes y empuñan los fusiles para rendirme honores, cosa que hacen alineados y presentándome armas, y desfilando en columna ante mí.
Se nos sirve un rancho y se nos escancia agua y hasta vino abundantemente. Hay en Nouackchott comestibles y bebidas para dos meses. Esta declaración -¡cuán descontentadizo es el hombre!- me alarma. ¿Es que tendremos que permanecer dos meses aquí?… Cierto que hemos escapado de un riesgo espantoso; pero espantoso también debe ser el quedarse aquí encerrados dos meses. Cualquier cárcel, y hasta un calabozo de medianas proporciones, es mayor que este fortín. Y un arresto de dos meses en común con quince negros… M. Pinelli me dice que él vive así la mitad de cada año. Su servicio es de seis meses en la guarnición de Dakar y otros seis destacado es esta clase de posiciones. ¡Solo entre los senegaleses! Los vecinos de Villa Cisneros y los cenobitas de Port Etienne, cuyas vidas consideré imposibles, lo pasan en grande comparados con este militar colonial. Le declaro que lo admiro y no podría imitarle.
Pinelli adivina todo el alcance de esta manifestación y me tranquiliza. Yo no tendré que estar en Nouackchott mucho tiempo. Cierto que aún tardará un par de meses en pasar por aquí la columna de aprovisionamiento; pero si no pudiese arreglarse el avión y no nos hallasen los que saldrán en nuestra busca, él enviaría un aviso por uno de sus soldados al puesto más próximo. La noticia de nuestra estancia aquí correrá de una en otra posición hasta Sant Louis, y de allá vendrán por nosotros. Ocho o diez días todo lo más y nos veremos a salvo. A salvo ya lo estamos, claro. Quiere decir a salvo de aburrirnos en este soledad.
Con tal esperanza pasamos las horas tendidos en el lecho de M. Pinelli, que nos lo ha cedido generosamente para que no tengamos que sentarnos en el suelo, única manera de descansar dentro del fortín. Cuando el sol se quite podremos subir a la terraza y tomar asiento en el parapeto, que es la forma más ventilada de pasar la noche. Y hasta la más divertida, ya que tiene la distracción de contar las estrellas… Por fortuna logramos escapar antes del aprisionamiento en Nouackchott.
Uno de los senegaleses que con los pilotos quedaron llega trayéndonos una nota. “Reparada la avería. Podemos partir. Vengan pronto.” Son las cuatro de la tarde, calculo que, yendo de prisa, podemos tomar el avión antes de las cinco. Habrá, pues, luz bastante para llegar a saint Louis. ¡Estamos salvados en absoluto!
La marcha de retorno la hago sin sentir fatiga. ¡Subo las dunas a la carrera y las bajo a saltos! Y cuando, por fin, llego al avión, cuya hélice está girando para templar el motor, doy un suspiro… La verdad es que hemos escapado de buena.
Heraldo de Madrid, marzo de 1928
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