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Un verano imperdonable

Gilbert Grellet
Ella está allí, alterada, indignada, sentada en la tribuna de una
sala de conferencias del Parlamento español, en el corazón de Madrid.
En este día de octubre de 2006, la izquierda española rinde
homenaje a las Brigadas Internacionales, más de 35.000 voluntarios
extranjeros que vinieron a España a partir de octubre de 1936 para
apoyar a las fuerzas republicanas frente a los generales golpistas sostenidos
por Hitler y Mussolini.
Una treintena de voluntarios supervivientes han venido a Madrid
para conmemorar el 70º aniversario de su intervención. Entre ellos,
Lise London, figura emblemática de las Brigadas y de la Resistencia
francesa, que después sobrevivió a los campos de la muerte nazis, como
su marido, el comunista checo Artur London, autor de La confesión.
Seguro que ella está contenta de compartir este inusual momento
con todos los antiguos combatientes de edad avanzada, feliz
de volver a España, de donde su familia es originaria. Pero pronto,
cuando yo le hago preguntas para la Agence France-Presse (AFP), la
conversación va más allá de sus simples recuerdos brigadistas. Ella
quiere también recordar algo que lleva en el corazón, un mensaje
que no ha cesado de propagar y que repetirá hasta su último aliento.
La amabilidad se ha convertido en franca determinación: «Escríbalo,
hace falta decirlo y volver a decirlo, que en aquella época las democracias
occidentales dejaron caer la República española. Un abandono
imperdonable. Franco solo pudo triunfar con el apoyo de las
tropas fascistas alemanas e italianas, un apoyo que nosotros negamos
al Frente Popular de Madrid».
A su lado, el alemán Kurt Julius Goldstein, brigadista superviviente
de Auschwitz y de la marcha de la muerte hacia Buchenwald.
Había sido entregado a los nazis por el gobierno colaboracionista
de Vichy. Marcado por tantas pruebas, pero siempre con el espíritu
vivo, Goldstein insiste también: «Nosotros hemos participado en la
primera batalla de la Segunda Guerra Mundial contra el fascismo»,
destaca en referencia a la defensa de Madrid de noviembre de 1936
al grito de ¡No pasarán! Moe Fishman, antiguo miembro de la brigada
americana Abraham Lincoln, de mirada clara y silueta siempre
elegante con sus más de noventa años, lo hace evidente: «Es importante
–me dice– que el pueblo español conserve la memoria de
la Guerra Civil y comprenda que aquellos que combatieron con el
bando republicano tenían razón».
Después, estos grandes testimonios de una página notable de la
historia nos dejaron, pero sus palabras han quedado, desgarradoras,
como esos pensamientos embrionarios que se insinúan lentamente
en el espíritu antes de poseerlo progresivamente y por entero.
¿«Imperdonable» es la palabra adecuada? Sí, ya que si decenas de
miles de obreros, de empleados y de estudiantes, vinieron del mundo
entero para ayudar a la República Española, perdiendo su vida
en primera línea durante los grandes combates, es que había una
razón: compensar la incomprensible ausencia de apoyo de las grandes
democracias occidentales, afrontar la política de no intervención
iniciada por Francia y escarnecida por Roma y Berlín. Esta «farsa
deshonesta», como tan bien ha apuntado el embajador americano
en Madrid, Claude Bowers, permitió a Francisco Franco y a las fuerzas
de los «nacionales» conseguir la victoria en 1939, con el apoyo
de la legión Cóndor alemana y los tanques de Mussolini, antes de
imponer en España una dictadura vengadora y criminal durante casi
cuarenta años.
Ochenta años después de este episodio clave del siglo xx, persiste
el deseo de intentar comprender lo que allí pasó, de responder a las
preguntas que nos mortifican.
¿Por qué Léon Blum y el Frente Popular, en el poder en Francia,
rehusaron ayudar a sus amigos del Frente Popular español contra
los militares golpistas? ¿Por qué el gobierno conservador de Londres
preconizó esta política absurda, apoyada por Winston Churchill?
¿Por qué Franklin Roosevelt, que fue un gran demócrata, siguió
la misma vía de esa inconcebible «neutralidad»? ¿Por qué estas tres
grandes potencias democráticas, conscientes del aumento del peligro
fascista y nazi, dejaron simplemente caer un gobierno, legítimamente
elegido, que se esforzaba en llevar a España por el camino de las
reformas sociales y de la modernidad republicana?
Se han propuesto ya múltiples respuestas a estos interrogantes,
pero no son del todo satisfactorias. Hay que revisitarlas, una vez más,
para intentar desenredar la madeja, para rehacer la senda de esta tragedia
ibérica, anuncio de un desastre europeo.
Si se reflexiona bien, veremos que todo se jugó durante un breve
periodo estival, de julio a septiembre de 1936. Tres meses fatídicos y
de pesadilla, en el curso de los cuales se cometieron crímenes insensatos,
se tomaron decisiones y se emprendieron acciones que marcaron
la suerte de España, pero también la de una Europa abocada
a la guerra. Una increíble ceguera democrática ante las amenazas
totalitarias.
Tres meses durante los cuales Franco tomó el control de la rebelión
cometiendo lo irreparable: hacer aniquilar al pueblo por tropas extranjeras.
Mientras que una columna de muerte, nacionalista, compuesta
de mercenarios marroquíes y de legionarios, asolaba Extremadura en
su camino hacia Madrid, dejando detrás de sí una estela de sangre y
terror, en París se discutía en el palacio de la República.
Tres meses que condicionaron durante los tres años siguientes la
guerra de España, que aparecería como un ensayo general de la Segunda
Guerra Mundial y como un modelo histórico para todos los
pueblos abandonados a la masacre perpetrada por su dirigente, víctimas
de una diplomacia cuya acción no descansa sobre los derechos
del hombre, sino en los cínicos intereses de algunos gobernantes.
Un verano verdaderamente imperdonable.

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