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De cómo la prensa liberal engendra una guerra mundial

Karl Kraus

En una época en la que Austria amenaza con irse a pique aun antes de la solución para el aburrimiento agudo que desea el ala radical, en días que le han deparado a este país extravíos sociales y políticos de todo tipo, y ante una opinión pública que entre la perseverancia y la apatía halla su sustento lleno de lugares comunes o del todo carente de ideas, el editor de estas páginas —hasta ahora un glosador que se mantuvo en un lugar marginal y poco visible— se propone lanzar un llamamiento a la lucha. Quien osa hacerlo no es, para variar, alguien que se separó de un partido, sino un periodista de opinión que también en cuestiones políticas considera que los «salvajes» son los mejores y que desde sus puntos de observación no se deja seducir por ninguna de las posturas expresadas en el Parlamento.

Con alegría lleva en la frente el odio de la falta de «convicciones políticas», que muestra —tan «perseverante» como solo algunos de esa causa— ante los fanáticos de club y los idealistas de facción. De modo que el programa político de esta revista parece escaso: como consigna, esta no ha elegido un resonante Lo que traemos, sino un sincero Lo que matamos (1). Lo que aquí se proyecta no es más que cambiarle los pañales al vasto pantano de palabrerío que otros siempre quisieran delimitar a nivel nacional.

Con lenguas de fuego (y también habría una docena que hablan diferentes idiomas), las circunstancias predican el reconocimiento de las necesidades sociales, si bien los gobernantes y los partidos ante todo desean —con cálculos dilatorios los unos, con apasionada ceguera los otros— dar por terminada la cuestión de los estudiantes de Praga. Este fenómeno —de tan penosos contrastes— que se extiende a lo largo de nuestra vida pública determinará el punto de vista desde el que juzgar todos los acontecimientos políticos, y puede que a veces consiga reducirle puntualmente el crédito a la hueca seriedad del palabrerío allí donde esta lleva a cabo su obra destructora, y gracias a la alegría que le resulta tan incómoda. A una mirada no empañada por anteojos partidarios ha de mostrársele con una claridad duplicada el Mene Tekel (2), que en ocasiones resplandece, amenazante, en medio de nuestra oscuridad fortalecida con cirios. Pero los eruditos de la lengua no saben interpretarlo, y agotados por viejas disputas, se trenzan en nuevas discordias. Cegados por la siniestra visión, unos señalan el fenómeno con un atemorizado «¡uy!», mientras que los otros, olfateando traición a la patria, quieren que solo el alemán valga como lengua oficial del Juicio Final. Quizás sea bienvenida una palabra abierta ante el ofensivo trajín que la contienda entre una cultura no poco orgullosa de su madurez y una que vigorosamente puja por alzarse podría reducir a la más grosera pelea de cantina. Quizás pueda yo también entregarme a la esperanza de que este llamamiento a la lucha, que pretende unir a los insatisfechos y los oprimidos de todos los campos, no se extinga sin surtir efecto. Quiere avivar a los espíritus de oposición que ya están hartos del tono seco, a todos aquellos que, con talento y placer para formar una valiente facción rebelde que se oponga a la depravación de las camarillas, en todos los ámbitos perciben un eco, lo estimulan, y en este imperio construido en términos nacionales y sin acústica, no solo lo encuentran en los procuradores jurídicos, tan receptivos y básicamente de buen oído para cada nuevo fenómeno. La puntillosa tramitación por la que el denominado «espíritu de la época» debe pasar para llegar a instancias superiores ha de seguirse en sus sinuosos caminos a cada situación que se presente. En lo que hace al observador desprejuiciado, ha de ocurrir a fin de poder repartir equitativamente la culpa entre el Gobierno y los partidos: ministros que no violan una sola y única ley, a saber, la de la desidia, en virtud de la cual este Estado aún se mantiene; diputados cuya conciencia perturba cualquier otra lengua menos la «íntima jerga oficial», y que discuten constantemente por la inscripción en las escupideras fis-cales, mientras que el pueblo confía sus necesidades eco-nómicas a discretísimos sacerdotes, cual secreto de con-fesión. Por lo tanto, la «antorcha» quisiera alumbrar un país en el que —a diferencia del reino de Carlos V— nunca sale el sol.

  1. Was bir bringen [Lo que traemos], obra de Goethe. El juego de palabras con Was bir um,bringen («Lo que matamos») es irreproducible en la traducción. 3. Daniel, 5, 5-28 («Contó Dios tu reino, y le ha puesto fin. Pesado has sido en balanza, y fuiste hallado falto»).
  2. Daniel 5, 25-28 (Contó Dios tu reino, y le ha puesto fin. Pesado has sido en balanza y fuiste hallado falto.

portada en esta gran epoca

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