Magda Donato
Ignoro —todavía — cuáles puedan ser las sensaciones de un criminal durante su interrogatorio por el juez de instrucción. Pero creo que ya conozco las del inocente que quiere aparecer culpable de un delito que no ha cometido. Deben ser muy parecidas a las que yo experimenté en aquel momento en que. al ingresar en el manicomio, fuí sometida por el director y otro médico a] interrogatorio minucioso que había de permitirles clasificar «mi caso» y determinar los procedimientos curativos indicados para «mi enfermedad». Sueños… pesadillas… lecturas… antipatías… aficiones… recuerdos de infancia-..
¡Oh, Freud! ;Cuánto me han molesta-do en tu nombre! Hay preguntas a las cuales no quiero, no puedo contestar y otras — ¡ay! numerosas– a las cuales no sé qué contestar.
Me siento oscilar entre dos temores: el de no parecer bastante anormal y el de parecerlo demasiado. Y cada vez que veo a «mis verdugos’ apuntar una nota en esas terribles hojas que entre sus líneas impresas pretenden aprisionar un ser vivo — como una mariposa clavada sobre un corcho con un alfiler desde el corazón baste el cerebro tengo que violentarme para no gritar: «No. ¡No pongan eso! ¡No es ver-dad! ¡Yo no he sentido eso nunca!» En los suplicios como en el placer, en la variedad está el gusto, para de cansar del interrogatorio y de las hojitas, pasamos a la «interpretación de láminas».
-¿Qué vé usted aqui?
-¿Que. qué veo’ Veo unas manchas negras, rojas. grises. que parecen producidas por el vuelco de diferentes tinten» y que no representan nada, nada absolutamente. Pero si nada representan para mí, que disfruto—¡qué gusto da poderlo decir!.- de un equilibrio nervioso y mental envidiable, es probable que representan mucho para los que no estén en mi caso. Y es, por lo tanto, indispensable que yo vea algo en esas manchas.
Me estrujo el cerebro como cuando «no me sale» un artículo; pero es en vano; nada, no veo nada. A la tercera que me presentan acabo por reclamar triunfalmente; «¡Ah: Esto parece un murciélago».
Más tarde, hablando con alguna de mis «compañeras» quedaré asombrada de las cosas que ellas han sabido ver en estas manchas y de la probable eficacia de estos procedimientos; de momento me limito a mandar interiormente al diablo a toda la psiquiatría alemana, pues no hay que decir que vinos «testa» son de origen teutón. Y me desquito de este fracaso lamentable al reanudarse el interrogatorio, lanzándome a troche y moche a las más absurdas confesiones.
Sospecho que algunas de las contestaciones mías eran merecedoras de la ducha helada y de la camisa de fuerza, puede que todas fuesen dignas solamente de que me mandasen a paseo con viento fresco.
«Personalidad psicopática» dice mi certificado médico. Pero yo les sirvo todo un surtido de personalidades psicopáticas, un verdadero coktel psicopático.
Y cuando los dos médicos, aparte, cambian impresiones, tengo la satisfacción de sorprender la palabra «interesante». Pero como advierten en mi signos de fatiga se suspende el interrogatorio para reanudarlo otro día y se me conduce al «departamento'».
Plano rudimentario
El establecimiento consta de cuatro cuerpos unidos, que forman un sólo edificio da vastísima fachada. Salgo -acompañada por un médico — del ala de la derecha, donde están instaladas las oficinas, administración, despacho del director, etcétera… Los tres cuerpos restantes son el departamento de hombres y el de mujeres —cada uno con un jardín delante, cerrado por alta verja—separados por el pabellón en que están instalados la capilla y el teatro.
Aunque mi llegada ha tenido lugar a las cinco de la tarde, el interrogatorio y las fórmulas de entrada han sido largos y ya es noche cerrada cuando llamamos a la puerta del departamento femenino.
Sin ánimo de dramatizar las cosas, confieso que la oscuridad, el silencio, turbado por unos aullidos de perros, el aislamiento de la casa, la sensación de soledad en que me siento, entregada a perennes que tienen de mí un concepto especialisimo, unidos al estado de ánimo en que rae han dejado las fórmulas de entrada, me dan ganas de sentarme en el suelo, como los chicos cuando quieren que los cojan en brazos y de decir: «Que no entro y que no entro, ea!»
Mi cuarto
Una puerta, un timbre, una mirilla. Ya estamos dentro.
En el vestíbulo, una puerta —con mirilla—que abre sobre el patio-jardin de las mujeres y da a la galería donde están los cuartos de tercera clase.
Y una escalera. Arriba, otra puerta. Una mujer con bata blanca, la misma que abrió la puerta de abajo, abre ésta eligiendo una llave en un grueso manojo que le pende del talle. Galería de cristales que da al patio-jardín y sobre la cual abren las habitaciones de segunda clase. El silencio y la soledad son absolutos; es la hora de la cena.
Al final de esta galería, otra puerta, cerrada con llave que da acceso a la galería de primera; aquí mi cuarto. La puerta—con cerradura y sin picaporte– tiene cristales, pero tiene también maderas interiores, y no tardo en darme cuenta de que estas maderas están clavadas.
Una cama, una mesilla, tres butacas y una mesa. En el fondo del cuarto, dos puertas, con sus respectivas cerraduras y sin picaporte.
Una de estas puertas abre sobre un cuartito tocador, en si cual hay una alta
ventanita: reja por fuera, cerradura con llave por dentro. Esta puerta tiene una mirilla que puede abrirse o cerrarse por la parte del cuarto, de modo que sea siempre posible ver a la enferma mientras se halla en el tocador. La otra puerta—con cerradura y ala picaporte, como todas las demás—abre sobre un cuartito que sirve de alcoba a mi camarera, o sea a la persona que desde este momento se convierte en mí sombra, pues ni de noche ni de día debe apartarse de mi lado. Esta segunda puerta no tiene mirilla, tiene algo peor; tiene un agujero redondo: un ojo.
De los espejos
En mi cuarto no hay espejo; no hay espejo en ningún cuarto.
Me dicen que los hubo y tuvieron que suprimirlos porque las enfermas se divertían en romperlos.
Admito esta explicación para todos los demás detalles de «confort» que faltan; para los espejos, no.
Según Cocteau, la muerte entra por los espejos. ¿No habrán averiguado los médicos que lo que entra por los espejos es la locura?
Revisión aduanera
Una señora de pelo blanco y maneras untuosas acompaña a mi equipaje que me traen; es la jefa de las camareras y es también la intermediaria entre las peticiones de las enfermas y las concesiones de la Dirección.
-Ahora–me dice—, según es costumbre, va usted a abrir sus maletas delante de mí.
El registro es minucioso; la confiscación, bastante copiosa. Entre las manos de doña Paca veo desaparecer cuantos instrumentos punzantes o cortantes encuentra: tijeras de costura y de uñas, limas, cortaplumas, afila-lápices, etc.., –
-Podría entrar otra enferma y herirse o herirla a usted. Me inclino ante el eufemismo piadoso!: «otra» enferma…
La verdad de la mentira
Como era ya tarde—las ocho—paracompartir la cena común, me han servido en el cuarto.
Luego, las recomendaciones para la pri-mera noche: «Duerma tranquila; si oye gritar, no se asuste; cualquier ruido que oiga, no se preocupe», hasta lograr intranquilizarme, preocuparme y asustarme de veras.
A las ocho y media, por fin, se van y me encierran bajo llave. Por fuera también está la llave de la luz; la apagará momentos más tarde la guardia que permanece toda la noche en la galería. Y me quedo sola. Es decir, sola no. Sola ya no lo estaré ni un solo momento. La vigilancia constantemente ejercida sobre las enfermas se extrema doblemente sobre las que., como yo, tenemos «veleidades suicidas». Más tarde, vista con ojos de libertad, esta vigilancia me parecerá admirable; pero desde este momento se va a convertir en mi motivo principal de sufrimiento durante todo el tiempo de mi estancia en el manicomio. El no poder va dar un paso sin la compañía de mi camarera, el no poder salir al jardín sin el permito de la jefa ni telefonear sin un permiso especial de la Dirección (telefonear a solas, ni pensar-lo, naturalmente) y, sobre todo, el sentirme encerrada hasta para dormir y para bañarme, todo, en fin, cuanto es necesario y saludable para los verdaderos enfermos, produce en mí tal irritación, que mi supuesta depresión nerviosa se torna efectiva. Se me ha repetido varias veces, para arrime me: «Ya verá qué bien la sienta esto; va a salir de aquí transformada.»
Y la verdad es que empiezo a temer que se cumpla el augurio, Por de pronto va no necesito fingir tristeza; claro que, al fin y al cabo, es una comodidad.
AHORA, 3 de abril de 1932
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