Eliseo Bayo
A las seis de la mañana la plaza Urquinaona recoge los humanos. Hombres que no han podido dormir, que empiezan un nuevo día sin haber logrado digerir la desesperanza de la víspera. Una isla. La espuma de las oleadas de hombres que durante años estuvieron afluyendo a la ciudad, llega ahora a esta exigua plaza, donde los árboles crecen rodeados de asfalto. Hay numerosas islas como ésta en otras partes de la ciudad. La erupción de miles de células que no han sido asimiladas. Los hombres forman grupos de pie, bajo los árboles, se sientan en los bancos y en la calzada. Apenas hablan. Si en un rincón de la plaza crece un rumor sordo, las miradas de todos tienden hacia allá y se arrastran los pies en aquella dirección. Miran constantemente al otro lado de la plaza, avizoran desde la isla la llegada de un rostro conocido, la figura del hombre con la cartera de cuero que puede facilitarles trabajo unos días. Se confunden los papeles y los hombres dejan de ser la carnaza apetecida por el hombre de la cartera. Espían su aparición y tensan los músculos para, cada uno, ser el primero en abordar al hombre, en obligarle a fijarse en él y en conseguir que su nombre sea uno de los primeros que el prestamista anotará con su pulcro bolígrafo dorado.
Hombres de todas las edades. Jóvenes que parecen viejos y viejos que se esfuerzan en aparentar menos edad para no ahuyentar la mirada del hombre de la cartera. Rostros amarillentos, ojerosos, poblados de barba que crece sin fuerza. Algunos hombres se remangan la camisa para enseñar palpablemente sus brazos nervudos, hinchan el pecho para que los botones se cierren difícilmente y alzan la cabeza desafiadora. Muchachos que tornan súbitamente su timidez por fiereza, que miran suplicantes con el color del vértigo en sus pupilas.
Mientras tanto, la ciudad recobra su actividad, bordeando la isla.
Di la señal tontamente. Había elegido, al azar, un par de hombres. Querían hablar, verter en unos minutos la aventura de una vida entera sobre la espuma. Los dos a la vez, rivalizando en describir crudamente su situación. Saqué el bolígrafo y un papel. Empecé a anotar la confesión de aquellos hombres. No me había dado cuenta de que me hallaba de pie sobre un avispero. Surgió un rumor desde todos los puntos de la plaza. Creció súbitamente. Me rodeó. Me envolvió. Pronto me encontré literalmente sepultado por aquellos hombres. ¿Cuántos habría? Treinta, cuarenta. Quizá sesenta. Alcé la vista y tropecé con aquel avispero de ojos que imploraban, suplicaban, odiaban, maldecían. Pasando vertiginosamente del negro al rojo, al gris, al amarillo. Y al párpado cerrado. Y las voces:
¿Qué, jefe? ¿Hay algo hoy?
-Yo, por veinte pesetas.
-Yo, por quince.
-Maestro, ¡para lo que usted quiera!
Sentí vergüenza de saberme depositario de las esperanzas de aquellos hombres. Las palpaba. Por un momento, me consideraba dueño de sus vidas. Había que deshacer el malentendido. Y dije tímidamente que no podía ofrecerles trabajo, que no era prestamista y que sólo pretendía hablar con alguno de ellos. ¿Hablar? ¿Para qué? Para escribirlo en los papeles. ¿Creía yo que aquello interesaba a alguien? ¿No hacía meses y años que la plaza de Urquinaona era un mercado de gente que se vende por cualquier precio? De todas formas, ellos no tenían inconveniente en hablar, en testificar las verdades que me contaron. Y decían, si hay justicia sobre la tierra, que descienda aquí, a esta plaza, y vea lo que ocurre en ella.
-¡Que lo cuente! –gritaban.
-¡Para lo que se remediarán las cosas!
-A ver si se atreve…
-¡Qué va a atreverse!
-Se callará. ¡Ya lo creo que se callará!
Vienen de todas partes. Los unos explican a los otros de qué se trata. Me miran con curiosidad, con envidia. Y con rabia. Y con desprecio. Algunos no se han enterado de nada; yo he roto el círculo y cuando me ven pasar se acercan y dicen:
-Maestro, a lo que usted quiera.
-Ponga usted el precio.
-A lo que sea, jefe.
Hay que abandonar el avispero. Me cito con tres hombres en un bar de la calle trafalgar. Ellos se adelantan. Irán allí dando un rodeo. Estamos seguros de que si salimos juntos de la isla arrastraremos con nosotros al resto de los hombres. Atravieso la plaza a zancadas. Huyendo. Sintiendo la rabia y la amargura en la garganta. En frente de la entrada del Metro me para un muchacho rubio, alto, fornido. Tiene el cabello liso bien cuidado, pero empapado de brillantina. Me mira insinuante y dice:
-Maestro, ¿puedo servir para cualquier compromiso social? Sé desenvolverme en cualquier ambiente. No me importa lo que sea. Tengo buena figura. Y he demostrado que puedo hacer muchas cosas. Usted ya me entiende.
Y en voz baja, mientras me dirijo al paso de peatones, el muchacho me explica sus habilidades. Y yo siento un vuelco en el estómago.
Al otro lado de la calle, un hombre insiste en acompañarme. Habla de prisa, como si temiera no poder terminar las frases. Como si quisiera hacerme llegar a mí, que voy a tomar un tren distinto al suyo hacia una tierra que él jamás visitará, sus últimas voluntades.
-He recorrido España de punta a punta. ¿Será posible que haya tan pocas cosas que hacer en este país? Yo me agarro a lo que sea. Tengo cuarenta años y puedo decirle que en todos ellos no he tenido trabajo apenas. En mi pueblo nos reuníamos en la plaza igual que aquí. Venían los amos y se llevaban a unos cuantos. No nos miraban la dentadura porque ya ni eso hacía falta. ¿Cómo podíamos tener la dentadura si apenas comíamos? Yo he tenido siempre la negra. Y la culpa de todo la tiene mi cara. No les inspiro confianza a los amos. Creen que soy un rebelde y se equivocan. Si alguien me hubiera alquilado para toda la vida, habría sido más fiel que un perro. ¿Se puede pedir algo más? Pero no hubo manera de que me contrataran. Cavé viñas, podé olivos y tuve unos cuantos meses de trabajo seguido cuando vinieron los de la repoblación forestal. ¡Chiquillo, qué manera de hacer agujeros en el monte! Íbamos a destajo y aquello era todavía peor. Nos pagaban cuatro perras por hoyo hecho y nos matábamos en la faena, pero yo pensaba que terminábamos pronto el monte, volveríamos a quedarnos sin trabajo. Bueno, siempre me ha pasado lo mismo. (…)
Destino, 26 de octubre de 1967
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