Comentario

Luis Morote, el valenciano que entrevistó a Tolstói

Cira Morote Medina

Luis Morote no sabía si le iba a recibir. Había atravesado toda Europa para entrevistarle. A él, «astro del siglo, genio de la época, gloria de la humanidad». De Madrid a París. De ahí a San Petersburgo. Luego a Moscú. De la capital, a Tula en tren y, por último, en trineo de dos caballos, «marchando de día y de noche», a Yasnaia Poliana. «Nadie me aconseja que vaya, y aún algunos amigos de por acá intentan disuadirme. ¿Para qué ir al encuentro de Tolstói en su baraque [hogar], perdido como está entre la nieve, cuando probablemente no lo recibirá?» Pero lo recibió, sí, y pudo entrevistarle en un momento convulso, en el que en Rusia empezaba a latir la revolución. Porque el periodista valenciano, abogado y futuro diputado por Las Palmas tenía claro en aquel 1905 que «venir a Rusia y no ver a Tolstói es como no haber estado en Rusia». Este reportaje recrea aquel encuentro, cuando se van a cumplir 100 años de la muerte del autor de Anna Karénina.
Dejamos a Morote en el trineo. «¡El frío es crudísimo, penetra en los huesos!», cuenta en Rebaño de almas, obra publicada tras sus cuatro meses en Rusia, en la que consigna sus entrevistas, no sólo con Tolstói, sino con Gorki, Mérejkowski y otros personajes de la época. Trabajaba como freelance para periódicos como Heraldo de Madrid, propiedad de José Canalejas, que le envió a tomar el pulso del país eslavo tras la Guerra Ruso-Japonesa. El conflicto había acabado con la victoria nipona y había puesto otro palo en la rueda a la tiranía zarista.
«No hay manta para cubrir los pies, y el trineo es tan reducido que el cochero tiene que ir de pie, dándome con sus grandes botas en las rodillas. El frío me paraliza. No oigo, no entiendo, no veo, no palpo». Mientras los copos se le clavan en la cara, toca en su bolsillo una carta de recomendación para Miguel, hijo menor del escritor, que lleva como salvoconducto. «Esa carta salvadora», se dice a sí mismo. A las once de la mañana llega al pueblo del conde Tolstói. Miguel no está, hace unas horas ha salido hacia Moscú. «El miedo fiero de que no me reciba me tiene en tal estado de agitación y de sobresalto que concluyo por no saber bien lo que digo, y hasta hablo en castellano a los criados rusos de Tolstói».

«No preguntéis; dejad que hable»
En la casa sólo están la condesa y sus hijas María y Alejandrina. De repente, una joven vestida con una blusa blanca y una falda negra le dice que aguarde, que su padre está escribiendo y nunca se le interrumpe en su tarea. «Todo esto me lo dice en un francés que me suena a música celeste», escribe Morote.
Pronto, el discípulo y biógrafo de Tolstói, Pedro Serguenko, hace acto de presencia: «El maestro le recibirá. Pero no le preguntéis nada; dejad que hable».
Durante la espera, el periodista valenciano tiene tiempo de observar el antiguo despacho del escritor, donde nació y creció Guerra y paz. En un lugar destacado, un retrato de Dickens, junto a los de su familia y de Schopenhauer. Esa estancia, de la que se ha mudado por prescripción médica, fue escenario de un intento de suicidio del maestro en una crisis emocional. La noticia deja helado a Morote, que continúa observando. «Encima de la mesa del despacho se ven las cuartillas de un artículo grande para enviarlo próximamente al New York Herald».
El momento llega por fin. «¡Tolstói! Tengo sus manos entre las mías. Sus barbas son largas y plateadas. Su continente es más de labrador que de señor; pero hay tal limpieza, aseo y cuidado en su blusa oscura, en su camisa blanca, que se desmoronan todas aquellas imaginaciones que le hacían aparecer casi como un rústico, un tanto zafio y sucio».
Luis Morote, que ha entrevistado al papa León XIII y se ha metido sin permiso en la tienda del líder de los mambís en plena guerra de Cuba, se muestra impresionado por la mirada de Tolstói. «Labra la tierra, porque la tierra es la madre de todos; pero al propio tiempo que su arado penetra las entrañas de la nieve de Yasnaia Poliana, él, con sus escritos, con sus ideas, a ninguna otra comparable, abre también, y más profundos, surcos en el seno de la humanidad, por su genio renovada».
La entrevista comienza al revés. Es Tolstói quien interroga a su extraño visitante sobre España. «¿Cuántos socialistas hay? ¿Cuántos anarquistas? ¿Cuáles son sus principales periódicos? ¿El Heraldo defiende a los obreros, hace su causa?», pregunta el autor, que tiene la curiosidad de un niño, a pesar de sus 77 años.
Hablan de literatura, de la vida y de política, sobre todo de política. «La cuestión de su país, como la cuestión en todas partes, es la cuestión de la tierra, que la que es común patrimonio de la humanidad no sea detentada por unos pocos usurpadores de su dominio», dice el ruso.
En ese momento, llega la hora del almuerzo. «Una sopa, un pedazo de pan negro, un bizcocho mojado en leche y una taza de té con limón; tal es la comida, según sus rigurosos principios vegetarianos, del gran Tolstói». Es, según Morote, que está cada vez más fascinado, «la comida más fuerte del día, con la que repara sus fuerzas este trabajador colosal». Y es que el escritor lleva una vida casi monacal, con costumbres más propias de un asceta que de un aristócrata. En las referencias de Morote, que es agnóstico y anticlerical, se denota un respeto reverencial por las creencias religiosas de Tolstói, que, a pesar de haber sido excomulgado por la Iglesia ortodoxa, se siente «en profunda comunión con Cristo».

«Un festín en Yasnaia Poliana»
Mientras el anfitrión se conforma con saciar su hambre y su sed, el periodista se asombra cuando le sirven «lo que constituye un verdadero festín en Yasnaia Poliana. ¡Qué escándalo!» Jamón, un guisado hecho con coles y berzas, un bizcocho mojado con leche «y ¿quién lo dijera?, vino blanco y sidra, que representan una profanación de las doctrinas del maestro». El invitado se pone a ello, aunque con sus cuitas. «El contraste entre la comida del maestro y la mía me tiene tan turbado y cohibido, que ni siquiera me atrevo a ponderar las excelencias de la sidra».
El valenciano se maravilla del peso de la figura de Tolstói en el pueblo. Su conversación es interrumpida en varias ocasiones por minihordas de niños de la zona, que entran sin avisar en la estancia, le rodean y le besan las manos, «como si fuera el abuelo de todos». Él les da algunos kopecs -moneda fraccionaria del rublo- y salen con la misma rapidez con la que aparecieron en escena.
En su refugio blanco Tolstói está al tanto de las noticias internacionales. Lee todo lo que cae en sus manos y se interesa, más que nada, por la situación de represión que viven los campesinos, no sólo en su país, sino en otros lugares como España. Morote no sale de su asombro cuando se refiere al baño de sangre contra los campesinos jerezanos en 1878. «Ésas sí son cuestiones universales, que pasan por encima de las fronteras y tienen la misma y vibrante realidad en Oriente y en Occidente», argumenta el conde.
Las ideas revolucionarias de Tolstói, que confía en que el siglo XX sea más justo que el anterior, calan profundamente en Luis Morote, que se va de Yasnaia Poliana con energías renovadas y un beso en la frente del que, «en aquel retiro de anacoreta, dirige el pensamiento de la humanidad entera».

La Província, 14 de marzo de 2010

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